Reyes de la tierra salvaje (versión española). Nicholas Eames. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicholas Eames
Издательство: Bookwire
Серия: La banda
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418711091
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se cortó el pelo, y gracias a la Santísima Tetranidad que su madre ya se había marchado cuando lo hizo, porque si no me habría dejado calvo a mí. Y luego ocurrió lo del cíclope.

      —¿Cíclope?

      Gabriel lo miró de reojo.

      —Ya sabes, esos cabrones enormes que tienen un ojo en mitad de la cabeza.

      Clay lo fulminó con la mirada.

      —Sé lo que es un cíclope, imbécil.

      —¿Y entonces para qué preguntas?

      —No he... —Clay se quedó en silencio—. Da igual. Venga, dime qué fue lo que pasó con el cíclope.

      Gabriel suspiró.

      —Bueno, pues se había asentado en esa vieja fortaleza que había al norte del Arroyo de las Nutrias. Se dedicó a robar ganado, cabras, un perro, y luego asesinó a los que se habían puesto a buscar a sus animales. El reino estaba hasta arriba de quejas, por lo que tuvieron que buscar a alguien que se encargara de esa bestia. Pero en aquel momento no había mercenarios disponibles en la zona, o ninguno con las habilidades necesarias para enfrentarse a un cíclope. Por alguna razón acabaron pensando en mí. Incluso llegaron a enviar a alguien para que me preguntara si podía encargarme, pero les dije que no. ¡Joder, ya ni siquiera tengo espada!

      Clay volvió a interrumpirlo, horrorizado.

      —¿Qué? ¿Qué has hecho con Vellichor?

      Gabriel bajó la mirada.

      —Pues... esto... la vendí.

      —¿Cómo dices? —preguntó Clay, pero, antes de que su amigo repitiera lo que acababa de decir, extendió las manos sobre la mesa por miedo a que se le cerrasen los puños o a que le diese por coger uno de los cuencos que había cerca para tirárselo a Gabriel a la cara. Luego dijo con toda la tranquilidad de la que fue capaz—: Me has hecho pensar por un segundo que habías vendido Vellichor, la espada que el mismísimo arconte te confió en su lecho de muerte. La espada con la que era capaz de abrir un portal de su mundo al nuestro. ¿Esa espada? ¿Me estás diciendo que has vendido esa espada?

      Gabriel, que había ido hundiéndose en la silla con cada palabra, asintió.

      —Tenía deudas que pagar, y Valery no la quería en la casa desde antes de enterarse de que había enseñado a Rosa a luchar —explicó con resignación—. Dijo que era peligrosa.

      —Dijo que... —Clay se quedó en silencio. Luego se reclinó en la silla, se frotó los ojos con las palmas de las manos y gruñó. Griff hizo lo propio desde su alfombra en una esquina de la estancia—. Termina la historia —sentenció al fin.

      Gabriel continuó.

      —Bueno, no creo que haga falta que te confirme que me negué a encargarme del cíclope, quien durante las semanas siguientes se aseguró de sembrar el caos. Y luego empezó a difundirse la noticia de que alguien lo había matado. —Sonrió, triste y melancólico—. En solitario.

      —Rosa —dijo Clay. No era una pregunta. No necesitaba preguntarlo.

      El asentimiento de Gabriel lo confirmó.

      —Se convirtió en una celebridad de la noche a la mañana. Empezaron a llamarla Rosa la Sanguinaria. Un nombre que no está nada mal, tengo que admitir.

      Clay estaba de acuerdo, pero no se molestó en confirmarlo. Aún seguía molesto por lo de la espada. Cuanto antes le pidiese lo que había venido a pedirle, antes le diría a su querido y viejo amigo que saliera de su puta casa para no volver jamás.

      —Hasta tenía su propia banda —continuó Gabe—. Se las apañaron para limpiar algunos nidos que había alrededor de la ciudad: arañas gigantes y una vieja sierpe carroñera que vivía en las alcantarillas y que todo el mundo parecía haber olvidado. Pero yo tenía la esperanza... —Se mordió el labio—. Aún tenía la esperanza de que eligiera otro camino. Uno mejor. En lugar de seguir el mío. —Alzó la vista—. Y luego llegaron mensajes de la República de Castia en los que pedían efectivos para combatir contra la Horda de la Tierra Salvaje Primigenia.

      Clay se preguntó por un instante a qué podía venir algo así, pero luego recordó las noticias que le habían contado esa misma noche. Un ejército de veinte mil dirigido por una multitud no menos numerosa. Los supervivientes del ataque habían quedado rodeados en Castia y sin duda habrían empezado a desear haber muerto en el campo de batalla antes que tener que soportar las atrocidades de una ciudad bajo asedio.

      Eso significaba que la hija de Gabriel estaba muerta. O que lo estaría pronto, en cuanto cayera la ciudad.

      Clay abrió la boca para decir algo e intentó que no se le quebrase la voz.

      —Gabe, yo...

      —Voy a ir a buscarla, Clay. Y necesito que me ayudes. —Gabriel se inclinó hacia delante en la silla mientras las llamas de la rabia y el miedo propios de un padre iluminaban sus ojos—. Es hora de volver a reunir a la banda.

      3

      —Ni de broma.

      Al parecer, no era la respuesta que su amigo esperaba. O al menos no había previsto la virulencia con la que Clay la pronunció. Gabriel parpadeó, y el fuego que parecía haber surgido de su interior desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Parecía muy confundido. Receloso.

      —Clay, pero...

      —He dicho que no. No voy a irme de aquí para partir al oeste contigo. No voy a dejar aquí a Ginny ni a Tally. No voy a ir detrás de Moog ni de Matrick ni de Ganelon, que seguramente nos siga odiando a todos, ya que estamos. ¡Y tampoco voy a cruzar la Tierra Salvaje Primigenia! Por las tetas de Glif, Gabe, hay más de mil quinientos kilómetros de distancia hasta Castia y tampoco se puede decir que sea un paseo, ya sabes a qué me refiero.

      —Lo sé —dijo Gabriel, pero Clay siguió hablando.

      —¿Lo sabes? ¿De verdad lo sabes, Gabe? ¿Recuerdas las montañas? ¿Recuerdas los gigantes que había en esas montañas? ¿Recuerdas los pájaros? ¿Recuerdas los putos pájaros, Gabe? ¿Esos pájaros que eran capaces de agarrar a los gigantes como si fuesen poco más que niños?

      Su amigo hizo un mohín al recordar la sombra de aquellas alas extendiéndose por el cielo.

      —Los rucs han desaparecido —dijo Gabriel sin llegar a estar muy convencido.

      —Claro, puede ser —convino Clay—. Pero ¿qué me dices de los rask, los yethiks o los clanes de ogros? ¿Y de los miles de kilómetros de bosque? ¿Siguen ahí? ¿Recuerdas la Tierra Salvaje, Gabe? ¿Recuerdas los árboles andantes y los lobos parlanchines? ¡Ah! ¿Y sabes si las tribus de centauros siguen secuestrando personas para comérselas? ¡Porque yo diría que sí! ¡Y eso sin mencionar la podredumbre, joder! ¿Y me estás pidiendo que te acompañe? ¿Que la atravesemos juntos?

      —No sería la primera vez —le recordó Gabriel—. Nos llamaban los Reyes de la Tierra Salvaje, ¿recuerdas?

      —Sí, así nos llamaban. Cuando teníamos veinte años menos, no nos dolía la espalda todas las mañanas y no teníamos que levantarnos cinco veces por la noche para mear. Pero la edad no perdona, ¿verdad? Nos ha consumido y dejado para el arrastre. Estamos viejos, Gabriel. Demasiado viejos para hacer las cosas que hacíamos antes, independientemente de lo bien que se nos diera. Estamos demasiado viejos, tanto para cruzar la Tierra Salvaje como para cambiar algo en caso de que llegáramos a conseguirlo.

      No dijo nada más. Aunque consiguieran llegar a Castia, evitar de alguna manera la Horda que la rodeaba y conseguir abrirse paso hasta la ciudad, lo más probable era que para entonces Rosa ya hubiese muerto.

      Gabriel se inclinó hacia delante.

      —Está viva, Clay. —Volvió a mirarlo con esos ojos de acero templado, pero las lágrimas que estaban a punto de brotarle de los ojos contradecían esa seguridad—. La conozco. La enseñé a