Pensar históricamente requiere una simultaneidad de abordajes que implican por una parte, integrar los diversos aspectos, dimensiones distinguibles, “esferas” o “niveles” de la sociedad que frecuentemente aparecen fragmentados: “lo” económico, lo social, lo político, lo cultural; y por la otra, reconstruir y estudiar sus relaciones recíprocas, para conocer y comprender la “totalidad” social. Esto no supone por supuesto reconstruir “todo” como en un mapa tan grande como el mundo mismo. Se trata de desentrañar cuáles son las relaciones determinantes, que hacen a lo esencial de ese “todo” social en el que se articulan aquellas dimensiones específicas.22
La historia científica, por otra parte, y fundamentalmente, atiende al movimiento, al cambio, a los procesos tendenciales y contradictorios, de largas acumulaciones cuantitativas y de rupturas o saltos cualitativos, al devenir de ese “todo social” y de sus diversos fenómenos y aspectos. Se trata de estudiar el modo en que la regularidad y repetición abren paso a la ruptura y lo inédito, a cómo lo viejo engendra y da lugar a lo nuevo, cómo lo nuevo surge de lo viejo y lo niega y supera. Esto hace a la esencia de la historicidad, tanto de la sociedad -la Historia- como de la naturaleza, del psiquismo y de todos los fenómenos en general.
La totalidad y el devenir se remiten recíprocamente. No hay sociedad sin movimiento y cambio, aun milenario, y a su vez es en ese movimiento como se manifiesta la relación entre las diversas dimensiones determinantes de la sociedad, se realiza aquella totalidad, síntesis de múltiples determinaciones.
En la concepción expuesta de la Historia Social, lo “social” no es un mero recorte, un residuo que resultaría luego de extraer del objeto “lo económico”, “lo político” y “lo cultural”. Por el contrario, lo “social” remite al encuentro de las diferentes dimensiones y los elementos más determinantes de toda historia, porque lo “social” alude a las relaciones sociales, las relaciones entre las personas en el seno de la sociedad.
Las relaciones sociales no son una abstracción existente fuera de los hombres concretos que viven, actúan e integran esas relaciones de una sociedad dada. Tampoco existen las personas fuera de esas relaciones sociales en el seno de las cuales son engendradas, reproducen su vida y actúan. La Ilustración del siglo XVIII enarboló contra el absolutismo feudal, el postulado de un “hombre natural”, átomo pre-social y a-histórico, que luego se vincularía con otros en el mercado o por medio de un pacto. Esa imagen subsiste hasta hoy en el punto de partida atomista de la concepción del liberalismo clásico.23
Pero ese hombre “natural”, al margen de sus relaciones sociales no existió ni existe.
Todas las personas son producidas en el seno de determinada sociedad, de determinadas relaciones sociales y a la vez son productoras de las mismas. Siempre existieron los hombres y sus relaciones, simultáneamente. Relaciones en la producción, en el trabajo, en la obtención de los medios de vida para sobrevivir y en la reproducción de la vida, relaciones en otras esferas de la vida social: en la política, en la dominación y la lucha contra esa dominación; relaciones en las prácticas culturales. Todas éstas son relaciones sociales o instancias de las mismas. Pero al mismo tiempo las relaciones sociales se desenvuelven, en el seno de una unidad mayor, articuladas con los vínculos de la sociedad, de los hombres con la naturaleza, de la cual emergieron y a la cual, para sobrevivir, transforman con su trabajo.
Esas relaciones sociales hacen a la naturaleza humana y a su historia. A pesar de la obvia importancia de conocer a la humanidad en su naturaleza y su historia, de que nos conozcamos en nuestro pasado, presente y en los futuros posibles, esta perspectiva de la historia de las relaciones sociales está aún en gran parte por hacerse, frente a otras concepciones de la historia, ampliamente dominantes durante largo tiempo como la historia protagonizada por los grandes hombres, los líderes o las “élites”; historias de las ideas y de la cultura separadas de quienes las producen y encarnan; historias del mero desarrollo de las técnicas, separado de las relaciones sociales en el seno de las cuales son inventadas y utilizadas; o las más tradicionales historias de las relaciones entre pueblos, a través de la guerra o del intercambio, sin abordar las relaciones y los conflictos sociales en el interior de cada pueblo.
En la escritura de la historia, lo que llamamos historiografía, las relaciones sociales muchas veces quedan ocultas como quedan ocultas en las propias representaciones de la sociedad capitalista. Aunque se ha desarrollado durante el siglo XX una historiografía crítica, sobre todo al infl ujo del marxismo, que puso su foco en las relaciones sociales y su fundamental importancia, periódicamente su abordaje es escamoteado, despreciado o separado de los temas de otras historias.
En otras palabras, nos proponemos pensar sociológicamente la historia, pues la sociedad humana es su objeto, y al mismo tiempo nos proponemos pensar históricamente las sociedades, es decir, en su devenir: no siempre fueron, no siempre serán.
Adentrarnos en el conocimiento de la historia no es un mero afán memorístico y coleccionista de rastros muertos, de cosas ya pasadas. Tampoco se reduce a compilar documentos antiguos para constatar ciertos hechos. Investigar y reconstruir científicamente el proceso de las sociedades que nos precedieron permite conocer y pensar históricamente nuestro propio presente, y hace posible descubrir también tendencias y movimientos: de dónde viene y a dónde puede llegar, tomando en cuenta los diversos futuros posibles que contiene; hacia dónde sabemos, podemos y queremos llevarla. Claro que no solo como individuos sino en tanto integrantes de esa sociedad y dentro de ella, de los grupos y fuerzas sociales necesitados de un futuro distinto al presente que vivimos.
El saber histórico aún de procesos muy remotos implica siempre una conexión activa con el presente, tanto en la realidad histórica como en nuestro conocimiento de la misma, y esto tiene un alcance práctico indudable.
Ese devenir que es la historia de las sociedades comprende largos procesos evolutivos con cambios -en la demografía, en las costumbres, en luchas parciales, por poderes- que podemos llamar cuantitativos, a veces imperceptibles. Pero otras veces esa propia evolución cuantitativa da lugar a cambios cualitativos, ya no evolutivos sino revolucionarios, en las técnicas, en las relaciones sociales, en la política y en la cultura, que dan lugar a lo nuevo y en distinto grado y medida destruyen y superan lo antiguo. Por eso el análisis histórico requiere tener en cuenta dos tipos de preocupaciones:
a) entender cómo se origina un fenómeno, se desarrolla y eventualmente llega a predominar.
b) y también descubrir lo que ya no es, lo que ya no existe, lo superado por lo que vino después. Lo que ha sido destruido o que caducó está incluido en la explicación de lo existente, pues lo que existe surgió de una cierta forma de ser negado o superado lo anterior.
Estos dos aspectos -lo que alguna vez nació y tal vez perdura en nosotros y lo que ya no existe- hacen al análisis histórico, a esa relación entre el pasado y el presente.
De allí la importancia, tanto para la vida como para el conocimiento científico de reponer lo desconocido, lo oculto, lo que fue silenciado por el poder y las clases dominantes de una época, particularmente el papel y la voz de las grandes mayorías populares en la historia. Es preciso descubrir y reconstruir la acción de los pueblos tanto en las grandes luchas sociales que han cambiado el mundo como en la producción del mundo material y simbólico que nos alberga a todos, en la producción de bienes cada vez más sofisticados para satisfacer las necesidades y también en la producción del arte, de símbolos que permiten elaborar las grandes preguntas de la humanidad, como la vida, la muerte, el amor, la amistad, la alegría y la tristeza y que suponen también una forma de conocer el mundo y explicarlo, actividad primordial para el hombre, inseparable