No obstante, más allá de sus esfuerzos de resistencia, en el año 1960 los censos registraron que dese 1937 ya 250.000 braceros habían abandonado el campo. Por el contrario, en el mismo lapso de tiempo los tractores se habían cuadriplicado, pasando de 19.935 a 83.852 unidades. Los modelos que se conseguían en el mercado a principios de los años ‘60 eran siete veces más potentes que los primeros, y con ellos los agricultores podían sembrar una hectárea en cuatro veces menos tiempo que en la era del caballo (Tort y Mendizábal, 1980; Coscia y Torchelli, 1968). En simultáneo se difundieron las cosechadoras-trilladoras autopropulsadas para cosechar el trigo, y con ellas el sistema de carga a granel. Este método venía a reemplazar el de las bolsas, que además de llenado requería tareas de costura y estiba que ocupaban a miles de braceros manuales (Coscia y Cacciamani, 1978).
En la misma línea, la cosecha mecánica de maíz fue el cambio más drástico operado a principios de la década de 1960. Las nuevas maquinarias podían ser operadas por dos o tres obreros que hacían el trabajo casi diez veces más rápido que antes —de 100 a 11 horas hombre por hectárea—, ya sin necesidad del concurso de decenas de braceros que levantaran el maíz de los surcos con sus propias manos, ni que operaran la monumental desgranadora después de juntar las mazorcas (Coscia y Torchelli, 1968; Balsa, 2004). Por último, la introducción de herbicidas reemplazó labores manuales por procesos químicos, gracias a los cuales una hectárea de maíz pudo prevenirse de malezas con sólo media hora de trabajo, mientras tradicionalmente podía demandar un mes, y por lo tanto, necesitar de muchos hombres y mujeres para terminar la tarea a tiempo (Coscia y Torchelli, 1968).
En cuestión de unos pocos años, el conjunto de estos adelantos significó la mecanización total de las tareas agrícolas. De hecho, desde principios de los años ‘60, ninguna de las faenas fundamentales del proceso de producción se volvió a realizar manualmente por ningún peón o agricultor, y los efectos de estos cambios técnicos sobre la masa de hombres que componían proletariado agrícola fueron definitivos. La mayoría de ellos no volvió a trabajar jamás en el campo. Los que se quedaron, cambiaron sus características y sufrieron una mayor explotación, básicamente porque recibiendo un salario no mucho más alto que antes, aumentaron su productividad un 83% entre 1952-1960, y un 39.5% entre 1960-1970 (Bocco, 1991), y paralelamente —según investigaciones de la época—, su participación en la distribución del ingreso se redujo del 36,4% en 1951, al 29,2% en 196317. De conjunto, un número mucho más reducido de hombres, en una cantidad de tiempo asombrosamente menor, multiplicó la cantidad de riqueza creada con su trabajo gracias al auxilio de la nueva maquinaria. En efecto, en el año 1969 se recogieron más del doble de toneladas de maíz que en 1937, con un quinto de los obreros temporarios, y un tercio de los trabajadores familiares (Gallo Mendoza y Tadeo, 1964; Tort, 1980). Así, las gigantescas movilizaciones humanas de cientos de miles de hombres que se desarrollaban para las cosechas de principio de siglo XX fueron desmanteladas por completo, aunque no sin resistencia por parte los obreros postergados.
En efecto, en tanto la mecanización no se operó por sí sola, sino que fue empleada por ciertos grupos sociales en desmedro de otros, su desarrollo avivó un nuevo ciclo de conflictividad en la agricultura. Si a principios de la década de 1940 la resistencia obrero-rural enfrentó la desocupación causada por la reducción del área sembrada, en los años ‘60 emprendió la misma lucha pero contra los efectos de la automatización del trabajo. La completa mecanización agrícola ofrecía la posibilidad de reducir hasta tal punto las cantidades de hombres y costos laborales, que grandes propietarios de tierras de antigua tradición ganadera pasaron a encontrar rentable el negocio de cultivar los suelos (Mascali, 1986; Flichman, 1977). El problema era que la actividad agrícola en la que incursionaban aún los obligaba a toparse con muchos miles de estibadores, bolseros, costureros, ayudantes generales de cosecha, acarreadores, sileros, carrileros, cocineros y otros tantos miembros de una masa indefinida de personajes secundarios, con poca importancia individual, pero que fruto de su actividad en las Bolsas, imponían su contratación para levantar la cosecha. Ciertamente, por algunos años las Bolsas de Trabajo lograron mantener en pie tareas o puestos laborales ya inexistentes en los nuevos procesos productivos; consiguieron retribuciones elevadas por faenas periféricas; o simplemente impusieron el pago por “servicios no realizados”, todo lo cual compensó para las patronales los gastos que pretendían evitar con las maquinarias. A mediados de los ‘60, por ejemplo, cuando se abandonó el sistema de las bolsas por el granel, los trabajadores exigieron el cobro de una compensación al sindicato equivalente a la cantidad de bolsas que “hubiesen tenido que cargar” de mantenerse el viejo sistema. Exigencias como estas adoptaban el nombre de “plus” por trabajo a granel, “salida de zona”, “sacada”, “carga directa”, “derecho a balanza” o “parada de bolsas”, entre otros, y resultaban intolerables para los grandes propietarios que se volcaban a la producción de granos por esos años18. En una palabra, la cuestión técnica estaba resuelta. De lo que se trataba para las patronales era de barrer el obstáculo político de los sindicatos.
En ese marco, la Sociedad Rural Argentina (SRA) pasó a enfrentar directamente al movimiento obrero-rural organizado como no había sucedido ni siquiera en los ciclos huelguísticos de principios del siglo XX, cuando chacareros, propietarios de trilladoras, transportistas o casas cerealeras eran las figuras patronales que lidiaban con las demandas de los asalariados de la agricultura. A tal punto fue así, que encabezando un movimiento empresario más amplio, en 1965 logró que el gobierno de Illia quitara el manejo de las Bolsas de Trabajo a los obreros, pasando estas a “control estatal con participación patronal”. Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) y CONINAGRO respaldaron la medida, aunque la Federación Agraria Argentina (FAA) —que protestaba por lo “elevado” de los salarios—, apoyó los reclamos de los trabajadores sobre este punto19. Luego, el control de las Bolsas de Trabajo se devolvió formalmente a FATRE en 1967. Pero entonces, lo que estaba intervenido era el propio sindicato. Y además, el tiempo ganado por las patronales con este tipo de medidas permitió desplegar plenamente la mecanización, creando una situación sin vuelta atrás para la peonada periférica de las cosechas, que con las Bolsas debilitadas y sin apoyo estatal, ya no encontró forma de reinsertarse en sus viejas ocupaciones rurales.
Mientras todo esto sucedía a la plebe de estibadores y ayudantes de todo tipo nucleada en los sindicatos rurales, no se conoce actividad sindical alguna de los obreros que sí manejaban las máquinas por las cuales eran reemplazados aquellos. Sucede que a lo largo de la década de 1960 y alimentada por la mecanización, también se profundizó la división de los trabajadores agrícolas entre la masa proletaria en retroceso que realizaba las tareas periféricas y de manipuleo de granos, y la capa mejor calificada de los asalariados agrícolas que —en tanto las unidades familiares se autoabastecían de mano de obra— tendieron a concentrarse en las explotaciones medianas y grandes. Allí operaban los nuevos tractores, sembradoras y cosechadoras mecánicas y automotrices, y cumplían un ciclo anual completo de tareas, haciéndose más sedentarios y desarrollando relaciones laborales más regulares, cercanas y personales. Y en ese tránsito, aunque mantuvieran sus especializaciones, necesariamente se hacían peones menos exclusivamente agrícolas y más “generales”, combinando su trabajo sobre el suelo con otras tareas en los grandes campos. De esta manera, este sector de trabajadores transmutaba a un tipo de obrero rural permanente similar al peón individualizado más típicamente asociado a las estancias ganaderas. Lo cual incluía menores niveles de politización y sindicalización, y una vida personal entremezclada con los ritmos de trabajo de su establecimiento y las relaciones de autoridad allí reinantes. Además, su separación de las capas mejor organizadas del movimiento obrero rural, contribuía al desdibujamiento de los antagonismos de clase que fomentaban la negociación personal y la convivencia diaria con patrones y capataces.
Esta capa de obreros calificados en el manejo de la mecánica y las maquinarias, exigía mayores remuneraciones que las de los braceros de la Bolsa (Bocco, 1991; Fienup et al, 1972). Sin embargo, lo hacían de forma más individual y discreta que ellos, a través de negociaciones bilaterales que apenas mantenían las tablas oficiales como referencia no vinculante. Su único instrumento de presión era la escasez