Sin embargo, por lo menos hasta 1914, la agricultura pampeana no sólo no expulsaba obreros, sino que los atraía. Los jornaleros que levantaban las cosechas del “granero del mundo” formaban un numeroso ejército de braceros que hacia 1910 estaba compuesto por entre 300.000 y 500.000 hombres ocupados entre noviembre y mayo, sumado a otro medio millón de obreros rurales permanentes (Volkind, 2009a; Ascolani, 2005; Barsky y Gelman, 2001; Sartelli, 1997). Al filo de comenzar la primera guerra mundial —más allá de los matices regionales y del trabajo familiar— los campos basados en la explotación de estos asalariados dominaban el 60% de la superficie agrícola (Barsky y Gelman, 2001; Pucciarelli, 1986). De modo que esta vía de desarrollo agrario absorbió a buena parte de ese aluvión inmigratorio en la condición proletaria, mixturándolo con las masas desposeídas criollas, y ofreciéndoles como parte de sus medios de vida levantar la cosecha de otros.
Eso era ciertamente una necesidad crucial del capitalismo agrario. El grueso de la cosecha de granos dependía del trabajo manual de esos miles de trabajadores asalariados (Frank, 1960; Coscia y Torchelli, 1968; Coscia y Cacciamani, 1978). A tal punto, que incluso chacareros de base familiar a cargo de unas 200 hectáreas de trigo o maíz, se veían obligados a convocar entre quince y veinte obreros para levantar su cosecha, empleados por ellos mismos o por un contratista a su servicio (Sartelli, 1994; Boglich, 1937). En los calurosos días de la recolección de trigo los campos eran un hervidero de gente trabajando en la siega y la trilla, mientras que las jornadas más frías de la juntada del maíz no se quedaban atrás. Sólo la etapa del desgrane del cultivo americano requería de alrededor de veinte hombres, además de los muchos otros que lo juntaban manualmente de los surcos con maletas de cuero y lo amontonaban en los trojes (Volkind, 2011; Ascolani, 2009). Una vez embolsados en el campo, los granos eran transportados por incontables carreros a caballo. Algunos de ellos eran propietarios cuentapropistas y otros hacían el trabajo por un sueldo. Luego, una numerosísima tropa de estibadores esperaba el cargamento en las casas cerealistas para descargar, secar, limpiar y clasificar los granos apilados en gigantescas cumbres de bolsas dentro de los galpones en que se depositaría la carga hasta su envío al puerto. Por último, otra división del mismo ejército de estibadores realizaba el manipuleo del cargamento final hasta su embarque a los confines del mundo.
Semejante aglomeración proletaria supuso el abono de una considerable masa salarial de parte de los patrones. Eso no significaba que cada peón recibiera salarios “altos” —como señalaron Scobie (1968), Flichman (1978) o Laclau (1973), entre otros—, sino simplemente que chacareros y contratistas de trilla pagaban una gran cantidad de jornales, ya que las condiciones técnicas reinantes al menos hasta 1920 requirieron la contratación de muchos hombres. De hecho, este importante costo laboral explica dos cosas. En primer lugar, que los empleadores hayan intentado palmo a palmo pagar la menor cantidad posible de dinero a cada obrero, y prolongar durante la mayor cantidad de horas su jornada, como denunciaban los trabajadores de Pergamino en 1904. En segundo lugar, ello también explica que desde entonces hasta nuestros días —como veremos en los capítulos siguientes— los esfuerzos patronales estuvieran centrados en eliminar la mayor cantidad de hombres que se pudiera del proceso de producción agrícola, en función de achicar —justamente— esos costos laborales, a la vez que facilitar la disciplina de la mano de obra.
Respecto de los salarios, estudios recientes señalaron que los percibidos por la mayoría de los peones rurales sólo superaban los de un trabajador no especializado del ámbito urbano (Volkind, 2009a). Lamentablemente no hay datos exactos sobre el poder adquisitivo de estas remuneraciones, es decir, sobre el salario real (Sartelli, 1997). Con todo, para una masa importante de trabajadores, la zafra era la única fuente de ingresos, lo que los obligaba a atravesar condiciones laborales muy adversas para obtener un sustento para el resto del año. El pago a destajo, además, alentaba el estiramiento del tiempo diario de labor, acicateado por las necesidades que muchos braceros debían satisfacer todo el año con el dinero reunido en las cosechas. Para colmo, su paga estaba sujeta a los “registros” de producción de los empleadores, lo cual era objeto de durísimas controversias informales.
No obstante, existía una minoría de obreros de oficio que podía conseguir mejores remuneraciones que el resto. Entre ellos, naturalmente, estaban los maquinistas de trilladora y desgranadora. Pero no muy lejos estaban los foguistas, sus ayudantes y los engrasadores, así como los conductores de segadoras y atadoras. Por debajo, estaban los peones de siega, trilla y desgranada en general, así como los juntadores de maíz y los hombreadores de la estiba. Es decir, los trabajadores eminentemente manuales (Sartelli, 1997). Todos ellos, a su vez, recibían un trato personal muy distinto que el de los peones permanentes que participaban de la siembra y los cuidados previos a la cosecha, los cuales hacían “una vida casi común con el pequeño colono, [que] come mejor y hace el trabajo más a gusto” (Bialet-Massé, 1985: 92).
En relación a la jornada —igual para todos— un día de labor en las cosechas era muy prolongado, probablemente mucho más que en la ciudad (Volkind, 2010a). Bialet-Massé señalaba que “todos los trabajos son duros, tanto por las altas temperaturas en que se opera como por lo excesivo de la jornada, y aunque se dice que se hacen de sol a sol, es falso, porque se aprovecha la luna, al alba, o después de puesto el sol, para alargar la jornada” (1985:97). Veinte años después, un artículo del periódico anarquista La Protesta del 3 de enero de 1928, reclamaba que se trabajaba “[…] desde las 4 de la mañana hasta las 8 de la noche en la engavilladora, emparvadora y máquinas trilladoras, un matadero donde el individuo sano muere por el esfuerzo físico que hace, sale completamente aniquilado e inutilizado por un largo tiempo” (Sartelli, 1993a: 245). Además de larga, la jornada era físicamente extenuante, el ritmo de trabajo muy intenso y las tareas muy peligrosas. No sólo para los braceros, sino también para los estibadores, que en los galpones “solían recibir la bolsa de 70 kg, arrojada desde lo alto de la estiva, a 4 m, aprisionándola en el aire contra la pila y cargándola luego a lo largo de más de 30 m” (Ascolani, 2009:31). Encima, el alojamiento y alimentación durante las temporadas de zafra eran pésimos, y hasta el “lodo” que recibían los obreros por agua era motivo de quejas (Volkind, 2010a; Sartelli, 1993a). A tal punto la alimentación era de mala calidad que constituía por sí sola una demanda frecuente en las reivindicaciones gremiales (Craviotti, 1993).
Prácticas de confrontación y formas de conciencia político-sindical
Este conjunto de trabajadores iba siendo uniformado y asimilado por su destino proletario. Pero hacía allí eran arrastrados por la corriente campesinos, ex-campesinos, semiproletarios, artesanos, cuentapropistas, pasados o futuros comerciantes, y todo tipo de variantes de tránsito y mixturas que condensaban diferentes clases sociales (Pianetto, 1984; Azcuy Ameghino, 2011). Sin ir más lejos, gran parte de los carreros eran propietarios de sus caballos y carros (Ansaldi et al 1993). Este espectro de situaciones pudo delinear diferentes habilidades y segmentos de remuneraciones, pero también diversas expectativas o demandas, y aún posibilidades de autosubsistencia que trazaran una disparidad de actitudes con quienes “no tenían otra mercancía que ofrecer más que su fuerza de trabajo”. En otras palabras, es probable que las familias que dispusieran de alguna parcela en el viejo continente o en el norte de nuestro país, capearan mejor las situaciones adversas del mercado de trabajo rural que sus compañeros ya totalmente desposeídos. Acaso eso también haya marcado identificaciones o apatías tanto hacia el gremialismo acabadamente proletario, como hacia los patrones agrícolas, que en la figura de los chacareros representaban un polo no menos difuso que el de muchos de estos obreros asalariados, ya que en la mayoría de los casos también participaban del trabajo físico (Balsa, 2006). En definitiva, la multitud trabajadora que hacía girar una de las ruedas maestras de la Argentina agroexportadora estaba atravesada por infinidad de diferencias significativas: de clase, de nacionalidad, de lenguaje o de índole cultural. También se