Memorias de una niña Alba. Bruna Faro. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Bruna Faro
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789563175899
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en la cama, me puse de frente a la ventana y abrí la cortina. En la calle aún había gente. Parejas pululaban abrazadas, algunas con niños, otras sin compañía. Justo en frente había un restaurante, pero no fino, de etiqueta, sino de esos en donde la señora con minifalda se para en la puerta invitando a pasar. Dos de esas señoras fumaban y le hablaban a los hombres que pasaban. Algunos de ellos entraban al interior del local, otros simplemente las ignoraban. Comprobé si la parte de arriba se podía abrir. A duras penas pude alcanzar la manilla que logré girar hacia la derecha. Estiré un poco más mi cuerpo, logrando separar la ventana unos centímetros. Miré hacia abajo y me di cuenta de que estaba siendo observada por un cliente del local que fumaba y se tambaleaba abrazado a las señoras de las minifaldas. El hombre me saludaba y me lanzaba besos con la mano. Se tocó los genitales y me los mostró. Caí de vergüenza a mi cama y me escondí tras la cortina. Por un lateral vigilé para ver si se marchaba. Cuando por fin, tras dar una última mirada hacia mi ventana, se adentró al local, rápidamente me puse en puntillas y cerré la manilla que había abierto. Dejé un lateral de la cortina abierto, me tapé hasta la cabeza, pensé por última vez en mi mamá y me dormí.

      8

      Era lunes aún de noche y todas nos despertamos. Ya me sabía las rutinas, y tan solo llevando una semana en el hogar, me parecía que había estado haciendo lo mismo toda la vida. ¿Será que es verdad que cuando se es pequeña el tiempo parece más largo, así como los espacios se ven más grandes?

      Era ya media mañana, cuando una hermana dijo alto y claro mi nombre en la puerta de la sala común. Me paré rápidamente y me puse frente a ella.

      —Ven a cambiarte de ropa para ir a la escuela —dijo rápidamente.

      Mi corazón se aceleró de entusiasmo. ¡Por fin podría ver a mi mamá! En el dormitorio la monja me pasó un jumper, una blusa blanca, calcetines azules y un chaleco de colegio. Jamás había ido con uniforme completo a la escuela. Me vestí rápidamente en mi cubículo y fui en busca de mis zapatos. Cuando volví a la sala común le dije a Margarita que debía quedarse sola durante la tarde, ella trataba de entenderme entre sollozos y yo me deshacía en explicaciones.

      Ver las calles otra vez me resultaba extraño. Me sentía como si hubiese estado años encerrada. La hermana Carmen me llevaba de la mano y torpemente cruzábamos cada calle. Tal vez a ella también le parecía estar ya mucho tiempo en aquel edificio. Apenas doblamos la esquina, divisé los altos árboles que cubrían la parte frontal de la escuela. Los niños entraban y sus mamás esperaban a verlos desaparecer por la puerta de entrada. Algunos de mis compañeros me vieron llegar con la monja y notaba sus caras de desconcierto. Entramos por la puerta hasta el hall. La monja me pidió que avanzara hasta mi sala y me marché.

      Puse un pie en el patio y sonó el timbre. Todos los niños corrían para no llegar atrasados a sus salas y trotando hacia mí, vi mi amiga Mónica.

      —¡Aurora! ¿Por qué no habíai venío? —me preguntó al llegar junto a mí.

      —Porque ahora no vivo na con mi mamá —le contesté.

      —¿Y dónde viví' ahora?

      —En un hogar. Con las monjas.

      —¿Y por qué ahora estái ahí? —me preguntó con asombro.

      —No sé. Mi mamá nos dejó ahí. Dijo que era pa mejor —respondí encogiéndome de hombros—, aunque el almuerzo no es na rico siempre.

      —¿Y dónde queda? ¿Y qué es un hogar?

      —¿Queda acá cerca, por la calle grande.

      —Ah, ¿y qué es po?

      —Es un edificio y viven hartas cabras juntas. Algunas no tienen papá ni mamá. Otras sí tienen, pero no sé na por qué están ahí.

      —¿Y te vai a quedar ahí pa siempre?

      —No. Mi mamá me dijo que apenas pudiera, nos iba a ir a buscar.

      —¿Y estái sola o con el Pato y la Margarita y el César?

      —Solo con la Margarita. ¿Hai visto al Pato?

      —No lo he visto na.

      —El Pato con el César se fueron a otro hogar. Yo creo que no va a venir mas pa ca.

      —¡Apurémonos! Ahí va la tía! —dijo Mónica apuntando a la tía Patricia, que caminaba hacia la sala de clases con el libro de asistencia en la mano.

      Leímos poemas. Pintamos dibujos. Cantamos canciones, y por una hora y media me olvidé de ella. Solo debía trepar la pandereta y podría verla. La campana sonó y salimos, como ovejas liberadas, todos al patio.

      —Ey, mira, ahí viene el David —me comentó Mónica dándome un codazo.

      Paré en seco. Lo vi correr justo hacia donde estábamos. Jamás había hablado con él. Nos habíamos dirigido una que otra mirada y un saludo, en los momentos en que coincidimos en el juego de la pescada. Yo rogaba que me tocara en el equipo contrario para que él tuviera que perseguirme, o viceversa.

      Llegó hasta nuestra altura y, cuando creí que nos miraría y pararía, solo nos esquivó y pasó. Había alcanzado a levantar una mano hasta la altura del pecho para devolverle el saludo. Rápidamente la bajé y lamenté que no me haya mirado. Pensaba que, seguramente, me habría encontrado más bonita con uniforme completo, limpia y peinada. Con decepción retomé el paso con Mónica y le dije:

      —Oye, necesito que me ayudí' en algo.

      —¿En qué cosa?

      —Vamos a la pandereta de atrás para que me ayudes a mirar a mi casa. Le voy a gritar a mi mamá pa verla.

      —Yo te alzo el pie.

      Corrimos rápidamente para que no nos pillara la campana. La pandereta tenía grietas por las que miré. No había movimiento.

      —¡Mamá! ¡Soy la Aurora! —grité pegando los labios en la abertura. Volví a mirar pero nadie salía por la puerta—. Álzame mejor, ven.

      Mónica se acercó, cruzó las manos y puse el pie derecho encima para que pudiera hacerme palanca. Con esfuerzo logró que alcanzara el borde de la cerca y me sujeté. Ella seguía sosteniendo mi pie desde abajo.

      —¡Mamá! ¡Soy la Aurora, sale!

      Esperé y nadie salió, las cortinas estaban cerradas.

      —¡Mamá! Sale.

      —¿Qué estás haciendo ahí? —me gritó la señora Marta caminando hacia la pandereta.

      —Hola, señora Marta. ¿Sabe si está mi mamá?

      —Se fue. Hace dos días, se llevó todas sus cosas.

      No, no era cierto. Mis ojos se nublaron. No encontraba aire. Comencé a llorar. Perdí la fuerza. Resbalé por la pandereta. Mi rostro y manos sangraban, pero no me importaba.

      —¡Por Dios, Aurorita! ¿Cómo estás? —me gritaba la mujer desde el otro lado.

      —No sé —dije entre sollozos.

      —Tu mamá no va a volver. Se fue con el Jaime a una isla en donde él trabaja.

      Jaime era la nueva pareja de mi mamá. En décimas de segundos até cabos. Él era diez años menor que mi mamá y seguramente le había pedido que se fueran, por eso nos internaron. Mi pequeña cabeza analizaba, recordaba, se consolaba. Planeaba cómo decirle a Margarita que no veríamos a la mamá, al menos no pronto. Pensaba en Patricio, en César. En su soledad. ¿Ellos ya lo sabrían?

      Me senté en la tierra y lloré. Mónica se sentó a mi lado y me consoló. Mi mente procesaba todo, entendí que estaríamos en el hogar por un buen tiempo.

      Cuando regresé de la escuela, Margarita estaba en la sala común. Después de cambiarme de ropa fui a buscarla. Corrió y nos abrazamos. No quise decirle nada de mamá. Me sorprendía cada vez más de la madurez que sentía en mis actos.