Memorias de una niña Alba. Bruna Faro. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Bruna Faro
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789563175899
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es la Aurora? —preguntó, alzando una mochila que reconocí enseguida.

      —Soy yo —dije levantando el brazo y caminando hacia ella.

      No supe de qué manera aterricé en el suelo. Sentí escozor en las palmas de mis manos, que instintivamente trataron de frenar mi caída. Escuché una risa burlona coreada por el resto de las internas. Mis ojos se llenaron de lágrimas y quise quedarme ahí.

      De pronto sentí unas manos ayudándome a levantar. Alcé la vista y se trataba de la mensajera que traía mi mochila. Me levanté y ella puso en orden mi ropa. No sé qué expresión debo de haber tenido, porque me acarició la mejilla y me dijo:

      —No les hagas caso.

      Me limpié las incipientes lágrimas con la manga de mi sweater y tomé la mochila en mis brazos. La niña se dio vuelta hacia la mesa al lado nuestro, donde estaba sentada mi compañera de mesa en el comedor.

      —No te pongái weona o te voy a acusar bien acusá. Ya sabí' lo que pasa cuando las viejas se enojan —amenazó a la interna apuntando hacia su rostro con el dedo índice.

      —Si era una broma no más, y se cayó de pura casualidad —le contestó la niña.

      No me atreví a mirarla a los ojos. Tampoco a Margarita. Qué vergüenza que viera a su hermana así, pensé, humillada, llorando y temblando de miedo.

      —Casualidad te voy a ser, asopá. Erí' harto más grande po.

      —Ya oh, si la voy a dejar tranquila.

      Mi mensajera salvadora, me ordenó el pelo, dio media vuelta y se fue.

      Me apresuré para estar de vuelta con Margarita, aunque estaba consciente de que tras mío, unos pasos seguían los míos. Nunca antes debí defenderme de alguien. Solo de mi papá, cuando nos pegaba, pero ese era otro cuento, porque de él no podía defenderme, solo hacerme una bola y esperar, o al menos, eso era lo que nos contaba nuestra mamá.

      Sentí un escalofrío cuando mi perseguidora posó sus dedos en mi pelo. Esperé el dolor en el momento en que lo tirara, pero no ocurrió. Así que me di vuelta hacia ella y bajé la mirada a la espera de su reacción.

      —¿Te lavaron el pelo con cloro? —me preguntó entonces.

      —No, mi pelo es así —dije.

      —¿Y esa chola es tu hermana? —dijo señalando a Margarita, que se avergonzó al sentir las miradas de todas las que estábamos ahí.

      —Sí —dije, con un nudo en la garganta—, pero no es na chola, se llama Margarita.

      —Pero no parecen na hermanas po. Ella es negra y gorda, y tú erí' bien rucia.

      —Pero igual somos hermanas, y no es na negra, ni gorda —dije al momento en que se me quebraba la voz.

      Tan grande y fuerte me había sentido, hasta ese momento. Junté las manos y no supe qué decir. Dejé la mochila en el suelo y a paso firme corrí hasta Margarita que lloraba en silencio. La abracé, la abracé tan fuerte como pude. Sentí miedo, ya no podía protegerla. Tampoco a mí.

      —Vamos al baño —le dije tomándola de la mano.

      Ella no me respondió, solo movió la cabeza de manera afirmativa y tomó de mi mano con fuerza. Caminamos despacio entre las niñas que nos miraban y se reían mientras se decían no sé qué al oído. Yo solo miraba al frente y mi cuerpo temblaba de miedo. Esperé, durante todo el trayecto hacia la puerta, algún golpe o empujón, pero nada pasó, solo las risas hacían eco y competían con el sonido fuerte y rápido de mi corazón.

      Giré el pomo de la puerta y ambas salimos hacia el baño. No aguanté la presión. Una vez enfrente de los lavamanos, lloré. Lloré sin consuelo. No pensé en Margarita. Solo en mí y en mi pena. Odié a mi mamá por habernos dejado ahí. Imaginé que entraría por la puerta y nos diría que todo estaba bien, que venía a buscarnos. Imaginé que la pared del baño desaparecería y veríamos una luz cegadora por donde bajaría una figura paternal con los brazos abiertos para abrazarnos. Imaginé que ese Dios, al cual tanto había rezado en situaciones anteriores, nos iba a rescatar.

      Sin embargo, nada pasó. No fui madura. Lloré hasta que mis ojos se hincharon y ya no me quedaron lágrimas. Cuando la neblina de mis ojos se disipó y comencé a ser consciente de mi alrededor, me di cuenta de que mi hermanita me abrazaba por la cintura fuertemente. Tenía los ojos llorosos que me miraban con compasión. La abracé y se cobijó en mi vientre tembloroso.

      —No eres negra ni gorda —le dije con ternura—. Cuando venga la mamá el fin de semana, le vamos a decir que no queremos estar acá.

      —Me quiero ir ahora.

      —No podemos. La mamá se fue a la casa.

      —Llámala fuerte, como la llamábamos cuando salía y no volvía rápido, ¿te acuerdas? Cuando nos dejaba solos y tú nos cuidabas.

      —Me van a retar si grito ahora.

      —No quiero estar acá —gritó Margarita golpeando el suelo con un pie.

      —Yo tampoco.

      Estuvimos harto tiempo en el baño. El suficiente para analizar si salir o no. Me lavé la cara, me enjuagué la boca y refresqué mis manos.

       5

      El alboroto en el baño antes de acostarse era colosal. Una monja nos vigilaba desde la puerta mientras nos lavábamos los dientes. Descubrimos que teníamos cepillos nuevos y estaban marcados con nuestros nombres, junto al de todas las demás.

      Cuando las internas terminaban de asearse, iban poniéndose en una fila frente a una monja, a la cual no había visto antes en todo el día. Había tantas de ellas, me preguntaba de dónde salían.

      Terminamos de lavarnos, y con Margarita seguimos a la masa y nos pusimos a la fila. A medida que fuimos quedando menos, me di cuenta de que avanzábamos hacia la toalla. Por raro que parezca, era así. La monja iba pasando la misma toalla a cada niña, la cual se secaba bien antes de que le tocara el turno a la siguiente. Cuando llegó el nuestro, la monja nos miró con extrañeza y se dirigió a mí.

      —¿Cómo te llamas? —preguntó con voz cortante.

      —Aurora —respondí con un hilo de voz mirando hacia el suelo.

      —¿Y esta otra? —inquirió, señalando a mi hermana.

      —Margarita —respondí.

      —Séquense rápido.

      Tomé la toalla y sequé a Margarita la cara y manos. Entregué a la hermana la toalla y ella con un movimiento de brazos llamó a una persona que se encontraba a la salida del baño, desde cuyo ángulo no alcanzaba a ver. Por la puerta entró una de las niñas grandes del hogar. Debió haber tenido unos diecisiete años de edad.

      —Lleva a estas dos a los dormitorios —le indicó a la joven.

      —¿A cuál? —preguntó la interna.

      —Tú, ¿qué edad tienes? —preguntó la monja, mirando a mi hermanita. Margarita se asustó y no respondió.

      —Tiene cuatro —dije sin pensar.

      —¿Y ella no sabe hablar? —me dijo la monja con cara de pocos amigos. Yo no respondí, solo miré el piso. —Te pregunté cuántos años tienes. —dijo otra vez.

      —Cuatro años —respondió mi hermanita, que rompió en llanto.

      —¿Acaso alguien te pegó? —volvió a hablar la hermana.

      —No —respondió Margarita.

      —A la de cuatro al segundo piso, la otra aquí arriba. Que les asignen un litera —dijo la monja dirigiéndose a la interna.

      Apenas escuché que iríamos a pisos distintos me prendí a mi hermana con fuerza.

      —La