–¿Chloe está disgustada? –preguntó con sorpresa, pasando de la rabia a la sorpresa, incluso tal vez a la preocupación.
–Me parece lo más lógico, sobre todo teniendo en cuenta que ella cree que su padre no la quiere.
–¿Eso ha dicho?
Penny asintió, un poco menos enfadada.
–¿Y tú la crees?
–Lo que yo crea no importa; importa lo que sienta Chloe, y es lo que ella siente. ¿Y cómo no va a sentirlo si su padre no ha ido nunca a verla hasta que murió su madre?
–No tienes ni idea de lo que dices –soltó él en tono enfadado.
Penny observó la tensión en su cuerpo y en su cara, y se dijo que debía tener cuidado con lo que le decía.
–Entonces cuéntamelo –le exigió–. Dime exactamente por qué Chloe dice que no sabía nada de ti hasta que murió su madre.
Siguió un silencio prolongado, que a Penny se le hizo eterno.
–Porque mi esposa nunca me dijo que tenía una hija.
Se le veía tan dolido, que Penny no pudo ignorar su expresión.
–Cuando me dejó estaba embarazada, pero debía de estar de muy poco tiempo, porque yo no tenía ni idea; y como te he dicho, ella no me dijo nada. Luego ya no volvió a ponerse en contacto conmigo, ya que el divorcio lo hicimos a través de nuestros abogados. Fue muy egoísta por su parte ocultarme la existencia de mi propia hija.
Penny se quedó sin palabras, muy afectada por la noticia. ¿Cómo podía una mujer ocultar la existencia de un hijo a su padre? Se le encogió el corazón de pena por haberle hablado de esa manera, y se sintió muy culpable.
–Lo siento. Sé que no servirá de nada, pero es la verdad. Lo siento mucho.
Y sin pensarlo se acercó a él y lo miró a la cara.
–De verdad…
Stephano la abrazó impulsivamente con un quejido de pesar. Penny levantó la cara y lo miró a los ojos, unos ojos donde se reflejaba la turbación de su alma; y cuando se inclinó sobre ella, cuando tomó sus labios y su boca, lo hizo tan ardientemente que Penny entendió que deseaba librarse de aquellos pensamientos aciagos.
Penny dejó que el beso embriagara sus sentidos y también lo besó, con el deseo intenso de ser amada. Casi como si él le hubiera leído el pensamiento, le susurró al oído:
–Penny, duerme esta noche conmigo.
Penny sabía que no la amaba, que sólo quería perderse en su cuerpo; claro que ella también deseaba lo mismo. Sabía que era una auténtica locura, que ella no quería liarse con nadie de ese modo. Pero también sabía que aquello no desembocaría en una relación seria; que sólo sería una noche de pasión. ¿Qué daño podía hacerle?
Pero mientras le daba vueltas a la cabeza, Penny le respondió con un beso tan ardiente que hasta ella misma se sorprendió. Porque ella nunca había hecho nada tan impulsivo en su vida.
Al instante, Stephano la tomó en brazos, la apretó contra su cuerpo y la llevó arriba con agilidad, como si no pesara más que su hija.
Penny sintió los latidos de sus corazones. Stephano era el hombre más viril que había conocido jamás, y el aroma de su piel era tan intenso y sensual que resultaba mareante.
Cuando la puerta de su dormitorio se cerró con suavidad a sus espaldas, Stephano relajó los brazos y la bajó muy despacio, dejando que se deslizara sobre su cuerpo fuerte y caliente; centímetro a centímetro, asegurándose de que ella notara lo mucho que la deseaba.
Su erección era colosal, magnífica, imposible de ignorar. La fiereza y fuerza de su persona la aturdía y excitaba como nada, privándola totalmente del raciocinio; de tal modo que se apretó contra su cuerpo y le echó los brazos al cuello para que él besara sus labios, sedientos y receptivos.
Fue un beso fiero, ardiente; intensamente erótico. La lengua de Stephano invadía su boca, la acariciaba y la incitaba, provocando en ella una respuesta aún más salvaje.
Penny le agarró la cabeza y enroscó con los dedos su pelo negro, mientras él la transportaba a un lugar donde nunca había estado, a un lugar donde nada salvo Stephano tenía sentido.
Todo era tan fuerte: sus besos, el placer de sus caricias, su aroma; un aroma tan intenso que embriagaba más que el alcohol.
Estaba ebria de deseo; un deseo real, un deseo que rugía en su cuerpo con la fuerza de un ciclón. Quería agarrarse a Stephano por si esa energía le hacía flaquear.
Penny no sabría decir cómo pasó, pero de pronto se estaban devorando el uno al otro. Momentos después estaban en la cama, ella totalmente desnuda ya.
Stephano también lo estaba. Tenía la piel aceitunada, en contraste con la suya, pálida; el torso bien formado, y unos muslos fuertes potentes.
Sin dejar de mirarla a los ojos, Stephano empezó a explorar su cuerpo con sus dedos ágiles de un modo tan sensual que Penny se dijo que no aguantaría mucho rato así. Ella había pensado que la tomaría con pericia y rapidez, saltándose los preliminares; pero se había equivocado totalmente. Trazó con ternura el contorno de sus cejas, la simpática línea de su nariz y la delicada curva de las orejas.
Cuando llegó a sus labios, ella gritaba con silencioso deseo, y lamió sus dedos con anhelo, mientras ella también le tocaba la cara. Stephano era un hombre orgulloso, un hombre tremendamente apuesto; y también arrogante y hábil; pero en ese momento, dependía de ella.
Él la necesitaba. Quería que olvidara sus malos recuerdos, quería perderse en ella, junto a ella, con ella… Y ella… Y ella no podía sino complacerlo.
Stephano sabía que lo que estaba haciendo era arriesgado, que no quería tener una relación, y menos con la niñera de su hija; pero al mismo tiempo sentía la necesidad de librarse del tormento que encerraba su alma.
Su propia hija creía que él no la amaba, y eso le había parecido horrible. Al día siguiente se ocuparía de eso; pero de momento sólo quería sumergirse en las profundidades del placer. Y mientras Penny supiera lo que sentía él, mientras no esperara más de él, ella sería el antídoto perfecto.
–Sabes lo que haces, ¿verdad? –le preguntó en tono sensual, sin separar apenas los labios de los de ella, al tiempo que jadeaba con anhelo.
Bebió de sus labios el néctar más exquisito, que fue para él un afrodisíaco del que no podía saciarse. En ese momento comprendió que con ella no bastaría con una vez.
Era una situación peligrosa, suicida, y se dijo que tal vez debería retirarse ya, mientras estuviera a tiempo.
–Lo sé, Stephano, pero no puedo evitarlo. También te deseo.
Con un gemido ronco, él reclamó su boca y la besó con tanto ardor que su dolor, su tensión y su malestar empezaron a ceder de nuevo.
Penny sintió el cambio en él, como si de pronto Stephano se hubiera liberado de sus tensiones, como si hubiera dejado atrás sus dudas. Y si él se sentía libre, ella también.
Se abandonó a sus besos, que devolvió con avidez, y cuando él se retiró un poco para explorar la dulce curva de su cuello, Penny apoyó la cabeza suavemente sobre la almohada y volvió a acariciarle el pelo con sensual abandono, mientras se acostumbrada a su tacto, a su calor, a su forma.
Pero cuando él empezó a acariciar sus pechos con los dedos, la lengua y los labios, y agasajó dulcemente los pezones firmes, ella se olvidó de su pelo y apoyó las manos a los lados, jadeando sin consuelo.
–¡Oh, Stephano!
Al oír su voz, él hizo una pausa y levantó la cabeza.
–¿No