En la Antigua Grecia, el modelo cuaternario constituía un principio ordenador fundamental. Todo estaba repartido en cuatro: las cuatro edades del hombre, los cuatro elementos, las cuatro estaciones, los cuatro climas. La teoría de los cuatro biotipos era una actualización de la antigua teoría de los cuatro humores, según la cual existían cuatro humores o sustancias corporales, que a su vez se correspondían con los cuatro elementos de la naturaleza: la sangre sería caliente y húmeda como el aire; la flema, fría y húmeda como el agua; la bilis amarilla, caliente y seca como el fuego; y la bilis negra, fría y seca como la tierra. Según Galeno, cada líquido tendía a moderar y a contrarrestar los efectos de los demás, atemperándolos. De acuerdo a la particular proporción en la que los humores se componían en cada individuo, resultaba uno u otro tipo de temperamento, que también eran clasificados en cuatro: el temperamento sanguíneo o impulsivo; el bilioso o colérico; el flemático o tranquilo; el atrabiliario o melancólico.
La teoría de los cuatro humores y de los cuatro temperamentos permaneció vigente durante dos mil años, inspirando a médicos, adivinos y artistas. En el marco de esta teoría humoral, sanar el desequilibrio orgánico, generado por la carencia o el exceso de uno de los cuatro humores, significaba agregar o quitar lo que estaba de menos o de más, siguiendo una lógica termodinámica de tipo compensatoria. Lo que sanaba era el principio alopático según el cual contraria contrariis curantur (lo contrario cura lo contrario): el calor cura el frío y el frío cura el calor. Recién a mediados del siglo XVI, Paracelso, el médico y alquimista suizo, reformuló la lógica alopática, al retomar un principio contrario también conocido en la antigüedad, según el cual “quien hiere también cura”, o bien, “el escorpión cura el veneno de escorpión”, es decir: lo similar cura lo similar, inaugurando así la medicina homeopática. Desde entonces, salud y enfermedad ya no pueden contraponerse sencillamente. Una se volvía instrumento de la otra de acuerdo al principio fundamental de la inmunología moderna: el remedio para el mal sería tolerar el mal en dosis que pueden inmunizar contra él, de manera análoga a la vacunación, al phármakon y a la figura ambivalente de la Gewalt.
En el siglo XVIII, con la introducción de la anatomía patológica por Giovanni Battista Morgagni, aparece el concepto de organismo y la localización de las enfermedades en uno u otro órgano, dando a luz a la nosología, es decir, la taxonomía sistemática de las enfermedades. Tiempo después, con la teoría microbiana de Pasteur y el desarrollo de la bacteriología, se creyó que el problema clínico quedaba reducido a la búsqueda de microbios externos al organismo. Pero fue la bacteriología misma la que comenzó a revelar la variedad de reacciones individuales a un mismo microbio, lo que volvió a centrar la atención en la pregunta por la constitución individual.121 La primera mitad del siglo XX verá proliferar entonces toda una serie de corrientes médicas neo-hipocráticas que pretendían alzarse con un enfoque sintético, tomando en consideración a la vez a la enfermedad y al enfermo, a los microbios y a los temperamentos, a soma y a psique. Para Nicola Pende, este retorno a la medicina clásica permitiría volver a clasificar las diversas complexiones individuales en una serie elemental de biotipologías, impidiendo que el problema de la singularidad de cada caso se sustraiga a toda norma, volviéndose inaccesible para la ciencia. Así, la biotipología recuperaba la primacía venerable del número cuatro como principio de la salud. La función de los órganos (fisiología) y su forma (morfología), darían lugar a los cuatro biotipos: el euritipo (predominio del tronco sobre los miembros), el estenotipo (figuras delgadas, de tronco corto), el normotipo (o tipo medio), y los tipos mixtos e impuros. Cada uno de ellos se relacionaría con determinadas fórmulas endócrinas, determinados ritmos circulatorios, determinadas formas de respirar, determinadas capacidades neuropsíquicas, determinados temperamentos y determinadas tendencias a contraer enfermedades.
Esta confluencia neo-hipocrática entre forma y función hará aparecer una antropometría clínica obsesionada, como la frenología del siglo XIX, con la medición de los cuerpos. Mediciones pormenorizadas que servirían no solo para tratar enfermedades, sino, más aun, para orientar profesionalmente a los sujetos, elaborando biotipos de acuerdo al esquema VARF. Por ejemplo, a un biotipo llamado “longilíneo esténico”, caracterizado por su rapidez y habilidad motora, pero sin gran fuerza ni resistencia, le convendrán las profesiones de electricista, montador, tornero, o impresor, “a las cuales se adapta por elegancia y precisión de los movimientos, exigidos por los trabajos de mecánica y metalurgia”. Para un biotipo “longilíneo asténico”, caracterizado por su fuerza insuficiente y por su débil resistencia neuromuscular a los esfuerzos y a las emociones, se escogerán profesiones que demanden rapidez, precisión y habilidad motora, pero no fuerza ni resistencia, como la relojería, la conducción de automóviles, el diseño, el desarrollo de juguetes o la joyería.122 Siguiendo este esquema, cada cual encontraría su justo lugar. Cada trabajador se adaptaría, sin grandes inconvenientes, al puesto de trabajo al que estaba constitutivamente predestinado.
Pero, ¿cómo fue que el trabajo industrial se convirtió en un problema de interés en el país agro-ganadero? El quebranto mundial de 1929 había resultado desastroso para la tradicional inserción argentina al mercado mundial. Mientras el pacto Roca-Runciman intentaba restablecer el agotado modelo anterior, la presión de la crisis iba gestando un desarrollo industrial incipiente orientado a satisfacer el consumo interno. Las nacientes industrias nacionales contaban con gran disponibilidad de trabajadores que habían migrado desde el campo a las ciudades, ya que el agro había agotado su capacidad para absorber mano de obra. Paradójicamente, la crisis orgánica del modelo agroexportador había resultado “germinativa”, estimulado el florecimiento de la industria nacional como un mecanismo compensatorio puesto en marcha ante la caída de los precios internacionales de las materias primas y el abroquelamiento proteccionista de las metrópolis otrora compradoras. Aunque en Argentina no habían faltado esfuerzos para ampliar el rango de lo fichable y de lo archivable (desde la dactiloscopia de Vucetich hasta las fichas sanitarias obligatorias, desde la antropometría criminológica al Instituto de Psicotécnica y Orientación Profesional creado en 1923 por el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de la Nación), el impulso industrializador que había adquirido la economía argentina mientras se precipitaba en una severa crisis política redoblaba el interés por las modernas técnicas de profilaxis laboral y selección de personal.
Además de la psicotecnia, los biotipólogos incorporaron la ergonomía y la medicina psicosomática, entre otros saberes. Como neo-hipocráticos, reclamaban una comprensión integral y totalizante de los individuos, involucrando a toda su persona en tanto síntesis psicosomática, contra la mirada localista, despedazante y dualista, dominante en la medicina moderna desde Descartes. Paradójicamente, la biotipología se declaraba a favor de la personalización de la medicina mientras extremaba la tipologización de las personas, naturalizando el lugar contingente y subordinado que los trabajadores ocupan en la división social del trabajo, haciendo de la herencia endócrina, es decir, de un factor involuntario, la base de la identidad y de la personalidad. En este sentido, la biotipología, verdadera ciencia reaccionaria, contradecía una tendencia progresiva puesta de manifiesto por el capitalismo al destruir todos los sistemas de castas y todas las jerarquías sociales legitimadas en base a la tradición y el peso del pasado, esto es: el polimorfismo y la adaptabilidad del trabajo humano, la relevancia determinante de la educación y del aprendizaje a la hora de definir el destino de las personas, por encima de toda discriminación racial o genetista.123
La biotipología hacía pasar el encastramiento de los cuerpos a las necesidades de rendimiento del capital por una determinación científicamente fundada que el trabajador debía aceptar como su justo lugar. Era, en términos de Pende, una “clínica para sanos” 124 cuyo fin consistía en potenciar las capacidades de los trabajadores y predecir su performance. De este modo, la biotipología adjudicaba los accidentes y enfermedades de trabajo a causas intrínsecas al individuo y que el medio fabril solamente “revelaba o precipitaba”, especialmente entre ciertos individuos anormales, con mayor “predisposición