Las situaciones dramáticas que se registran en los expedientes legales, en que alguien que intenta quitarse la vida es puesto frente a la máquina judicial que busca descifrarlo y juzgarlo, pero que, sobre todo, lo castiga, vuelve su vida aún más desgraciada de lo que era. Asimismo, la confiscación de los bienes o la condena a infamia que sufre el cuerpo de quien se suicida muestra estas escenas como piezas de una siniestra tragedia. El contacto con el poder empapa estas realidades de más miseria y crueldad.15
Estas vidas, que estaban destinadas a transcurrir y a desaparecer sin que fuesen mencionadas, han dejado huellas gracias a su fugaz relación con el poder. Solo se puede llegar a ellas a través de las declaraciones, las tácticas o las mentiras impuestas que suponen las relaciones de poder en los tribunales de justicia. Para que algo de esas vidas y de esas muertes llegara hasta nosotros fue preciso que un “haz de luz”, durante un instante, se posase sobre ellas; una luz que les venía de fuera fue lo que las arrancó de la noche en la que habrían podido, y quizá debido permanecer; esa luz fue su encuentro con el poder. Sin este choque ninguna de las palabras de los que intentaron suicidarse habría permanecido para recordarnos su trayectoria.16
Homicidio de sí mismo y suicidio: las palabras
Algunas palabras, como fenómenos de larga duración, llegan quedamente de las profundidades de los tiempos y tienen la ventaja de aflorar, de nacer y de aportar así elementos de una cronología sin los cuales no hay ninguna historia que merezca ese nombre.17 Su uso es inseparable del pensamiento, pues las palabras son su soporte recóndito, por ello, el problema merece una corta digresión. El término “homicidio de sí mismo”, que se usa en este libro para designar lo que hoy se denomina “suicidio”, se empleó hasta principios del siglo XIX en los tribunales neogranadinos. La expresión puede parecer rara en una primera aproximación, pero es importante, significativa e histórica.
La comprensión de la conducta suicida pone en juego una gran variedad de aspectos, pertenecientes a diferentes ámbitos de pensamiento. Se puede entender el suicidio como la muerte que se produce una persona a sí misma, con total conciencia de la acción, como resultado de su propia voluntad.18 Pero la definición dada por Émile Durkheim en su célebre obra El suicidio (1897) se convirtió en canónica: “se llama suicidio toda muerte que resulte mediata o inmediatamente de un acto, positivo o negativo, realizado por la misma víctima”.19
El suicidio es un concepto moderno. En inglés, la palabra surgió solo alrededor de 1650 y en las lenguas francesa e italiana no lo hizo antes del siglo XVIII. En español, hasta el siglo XVIII, lo que hoy conocemos como “suicidio” se designaba con las expresiones “homicidio de (contra) sí mismo” o “asesinato propio” (o nombraba el método que se había elegido para terminar con la vida: “se envenenó”, “se ahorcó”, etc.). El término “suicidio” entra en el Diccionario de la lengua española en 1817 como “el acto de quitarse uno a sí mismo la vida”.20 La voz se forma a semejanza de homicidio; viene del latín sui (de sí mismo) y caedere (matar). En el Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y forense (1838), aparece la entrada “homicidio de sí mismo” y remite ya a la palabra “suicidio”, que es definida así: “Homicidio de sí mismo o la acción de quitarse a sí mismo la vida”.21
Existe cierta unanimidad sobre las dos ideas que se conjugan en el término “suicidio”. La primera es que la víctima es causa, autor de la propia muerte; la segunda, que el autor es consciente y obra voluntariamente, busca matarse queriéndolo.22 De ahí que no se aborden en este libro situaciones como la muerte por sacrificio o el fallecimiento ascético, producto del martirio.
La muerte voluntaria era considerada un crimen contra Dios y contra la sociedad, así como una transgresión a las leyes de la naturaleza; además, quien se daba muerte no solo era considerado una víctima, sino también un criminal y un pecador. La invención de la palabra “suicidio”, a juicio de algunos pensadores, reflejaría una persecución penal menos rigurosa del “homicidio de sí mismo” y un hito en el proceso histórico de su despenalización y patologización.23 A pesar de la aparición del neologismo, la estigmatización social hacia esta conducta transgresora no desapareció,24 también sufrió algunas transformaciones en ciertas sociedades.25
En este libro, se utilizarán las expresiones homicidio de sí mismo, muerte voluntaria y suicidio indistintamente para nombrar esta conducta; el empleo del último término es anacrónico, pero se hizo para aligerar la escritura y facilitar la lectura.
No es fácil hallar fuentes para el estudio del suicidio. En la sociedad colonial, muchas veces la muerte voluntaria no se denunciaba; se ocultaba intencionalmente o se disimulaba como accidente o muerte natural por las penas de índole corporal y pecuniaria que la justicia establecía para las tentativas o los suicidios consumados y por los castigos que la Iglesia imponía sobre el entierro.
Las fuentes empleadas para explorar las muertes voluntarias son diferentes de las vinculadas con las muertes naturales. Los registros de defunción no prestan ningún auxilio al investigador, porque los suicidas no tenían derecho a los ritos ni a la inhumación religiosa. El investigador debe entonces dirigirse a los archivos judiciales, ya que en esta época la muerte voluntaria era tratada como un crimen, como un delito; pero tampoco allí las fuentes son muy abundantes, por la poca eficacia de la administración de justicia (parsimonia de comunicaciones, negligencia de los funcionarios, falta de jueces en algunos lugares, irregularidades en los procesos) o por la pérdida o el mal estado de algunos archivos o fondos documentales. Estos archivos son también muy fragmentarios (casos de los que solo se encuentra la sentencia o la declaración de un testigo); por ello, debe recurrirse a fuentes más variadas.
A esas dificultades sobre las fuentes se añade otra: un suicidio no se estudia como si fuera una muerte producto de de una enfermedad, de una peste o de una epidemia, porque la muerte voluntaria posee una significación que no es tanto de orden demográfico, como sí del filosófico, religioso o moral. El silencio y la disimulación que lo han rodeado durante mucho tiempo han instaurado alrededor suyo un clima de misterio.26
Con todas sus limitaciones, los archivos judiciales resultaron muy útiles para este trabajo. Los tribunales de justicia son lugares de expresión, no solo de relaciones de poder, también de representaciones culturales y sociales, y de los tejidos emocionales vigentes en un momento y territorio específicos. Allí se hace evidente lo que es considerado permitido o prohibido, justo o injusto, falso o veraz, simulado o auténtico en la sociedad estudiada.27 Se exploraron con cautela los fondos judiciales pertenecientes al periodo colonial y a una parte del periodo republicano en varios archivos, especialmente en el Archivo General de la Nación, el Archivo de Bogotá, el Archivo Histórico de Antioquia, el Archivo Central del Cauca, el Archivo Histórico Judicial de Medellín, así como el Archivo Nacional de Madrid y la Sección de Libros Raros y Curiosos de la Biblioteca Nacional de Colombia.28
Las crónicas de Indias, las relaciones de méritos, los repertorios de anécdotas de la época y la prensa también se emplearon como fuentes, aunque en menor proporción. Los artículos o las noticias recogidos en esta última indican la naturaleza de las normas vigentes en una sociedad y su forma de concebir este tipo de muerte. La prensa muestra algunas de las tensiones que atravesaban esta sociedad, a veces, signadas por la pesadumbre o la desesperación.
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Las emociones aparecen de diversas formas en el trabajo histórico y más en exploraciones de esta naturaleza. Los procesos criminales