Una cálida somnolencia le pesaba. Debía de ser el mar cercano. Pero se negó a pedir que detuvieran el auto. Sería un trabajo penoso. Sentía quemarle el rostro, enrojecer pensando en la molestia que podría causar. Un poco más de paciencia y llegarían.
La noche reinaba ahora y los faroles del automóvil rasgaban las sombras del camino. Los árboles circundantes adquirían un aspecto sombrío y asustador. Si miraba el cielo, la noche estaba brillante de estrellas.
—Estamos llegando a la ciudad. Voy a acomodarte mejor en el asiento, ¿quieres?
—No es necesario, tía. Ya estamos cerca. Lo peor ya pasó.
—¿No quieres ver la ciudad?
—Puedo verla así como estoy.
Sentía deseos de llegar pronto, de sentir el viento del mar más cerca de su cuerpo y de su cansancio.
Respiró aliviado cuando las luces fueron desapareciendo y sintió que tomaban el camino de una nueva carretera.
Ahora el auto iba más lentamente y el asfalto había desaparecido, cediendo lugar a un camino pedregoso y áspero.
—Estamos casi en lo alto de la sierra, ¿no es verdad, Nonato?
—Dentro de poco voy a parar y usted podrá ver el paisaje como la otra vez.
—Eso está muy bien. Así Edu podrá encantarse con la casa.
El auto disminuyó la marcha.
—Llegamos, doña Anna.
Frenó el vehículo y descendió, yendo en ayuda de la señora y el niño para que pudieran descender:
—Listo, Edu. Di orden de que dejaran toda la casa iluminada. ¡Y obedecieron! Nonato va a ayudarte.
Nonato lo sostuvo entre sus brazos mientras la tía Anna tomaba las dos muletas.
—Estoy un poco mareado.
—Es natural. Viajaste mucho tiempo sentado.
Eduardo suplicó:
—Tía, necesito quedarme un momento a solas con Nonato.
Anna sonrió en la oscuridad y se alejó hacia abajo, por el camino. Miraba el cielo, tan lindo y estrellado. Esperó pacientemente en esa contemplación hasta escuchar el pequeño ruido sobre la arena. El niño debía de haber sufrido mucho. Ahora todo estaba terminado.
Sabía que podía regresar. Lo hizo con calma.
—Vamos despacito hasta aquella parte más alta.
Apoyado en las muletas. Eduardo caminaba con cuidado; aun así, sentíase amparado por las manos de Nonato en sus espaldas.
Ahora el viento del mar castigaba los rostros.
—¿No es una belleza, Edu?
Como si estuviese anclada en la oscuridad, la casa aparecía toda iluminada.
—La primera vez yo no lo había notado, pero ahora, con más calma, veo que parece un barco anclado en un muelle.
Una sonrisa abrió el rostro de Eduardo.
—No, tía, no es un barco. Es más hermoso que eso. Con todas las luces encendidas, parece un velero de cristal.
2
La conquista del velero
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