Un dominio obtenido a través de la comprensión de su verdadera finalidad de padre literario de sus criaturas y de lo que el lector quiere recibir EN su creación y DE su inventiva lo libra del peligro de volatilizar con complejidades el fin pretendido o de tornar dispendiosa –de esfuerzos e interés del lector– la tarea de seguirlo e interpretarlo.
Podríase decir, además, que el libro pinta un ambiente de aparente nostalgia que obliga al lector a leer con atención y a reflexionar críticamente, haciendo una revisión de los objetivos familiares y de las ideas pedagógicas. Preocupaciones nunca ajenas a este José Mauro de Vasconcelos que ha probado su inquietud al respecto con su militancia paternal –es padre adoptivo de varios niños, por cuya suerte se interesa y cuyas necesidades cubre holgadamente– y su temática rectamente dirigida a los pequeños, en una gran parte de su producción literaria.
De una manera clara y convincente se va narrando esta historia del desamor y del misterio, a la manera tradicional vasconceliana: con pocos elementos retóricos, desprovista de subterfugios para ganar el interés del lector, con numerosos elementos fantásticos, un mínimo de sofisticados recursos literarios y un máximo de veracidad y humanidad.
Frases cortas, pulidas, dosifican los distintos matices y las diferentes “temperaturas emocionales” del tema. Un vocabulario correcto colocado a su servicio y siempre leve: desprovisto de la densidad que a él le hubiera sido innecesaria. La adjetivación bien medida también es el elemento auxiliar de una prosa que se siente segura y se torna comunicativa para el lector.
En resumen ¿qué es El velero de cristal? ¿Qué representa para el público de José Mauro de Vasconcelos? ¿Qué añade a la literatura de nuestro tiempo?
En primer lugar, significa la evasión del autor de la saga de Zezé. Constituye un prolijo ejemplo de lo que es un buen libro para niños, que no hace concesiones a su público infantil y se comunica con él por el vehículo de la emoción. Simultáneamente, ejemplifica cómo se puede hacer buena literatura para niños, abierta a los adultos, sin resultar melodramática, tediosa ni almibarada. Sensibilizada, sí; pero sin mojigatería. Es la historia de un niño desdichado que se convierte en el símbolo –¿habrá sido intención del autor, me pregunto, o su acierto se debe al acaso?– de la evasión del hombre a través del sueño, de la magia de la imaginación y de la poesía de lo imposible.
En segundo lugar, los lectores del autor de Mi planta de naranja lima reencuentran su estilo y su sensibilidad de “contador de historias”, obteniendo a través de personajes inéditos y de anécdotas no conocidas en su obra creativa la versión fiel de su interés de escritor por la necesidad de la pequeña cuota de magia necesaria al hombre y que el narrador tiene la obligación de aportar a la tediosa y descolorida “vida real”.
En tercer lugar, este libro devuelve a la literatura de nuestro tiempo los valores humanos y trascendentes y las preocupaciones eternas del hombre. “Literatura de compromiso” en su mejor acepción, porque ese compromiso se refiere a los sentimientos, a los derechos de los hombres a aportar los elementos afectivos que les permitan ser felices junto con otros hombres y con los deberes que los rigen, y que de alguna manera están condicionados por los tres pilares en los que se asienta la relación humana: el amor, la comprensión y la solidaridad. Novela contemporánea, responde a las acuciantes necesidades afectivas de siempre, y ante el enigma de las condiciones de la vida humana por venir ofrece claramente su definición, que equivale a una respuesta: solo el amor salvará al hombre.
Y cuando él lo deje huérfano, el sueño, la poesía y la ilusión ocuparán su lugar. Como en la vieja y sabia copla popular brasileña:
“Un sueño para animarme; una poesía para embellecerme;
una ilusión para hacerme fuerte:
y así venceré a la muerte”.
HAYDÉE M. JOFRE BARROSO
Para
Francisco Matarazzo Sobrinho
y
Fayez José Mauad
1
El viaje
Anna se abanicó con el pañuelo y se enjugó la transpiración de los brazos. A pesar de que la tarde comenzaba y el sol tendía a desaparecer, el calor continuaba reinando dentro del automóvil. Todo el viaje había sido hecho bajo el dominio del verano. Las ventanillas bajas dejaban penetrar un viento tibio y pesado.
Eduardo, recostado en el asiento, miraba impasible el cuello de Nonato, el chofer, que no parecía sentir el calor, como si formara parte o fuese la continuación del volante.
Anna miró los ojos semicerrados de Eduardo y sonrió, pasándole las manos por la frente húmeda.
—¿Cansado, querido?
—Un poco, tía. Pero me gusta este viaje.
—¿A pesar de todo este calor?
—A mí siempre me gusta más el verano.
Ella sonrió, comprendiendo:
—Es verdad. A ti siempre te gustó el verano.
Se calló, pensando en el sobrino. En el verano sus piernas no le dolían. Su cabeza parecía tornarse más leve y sus ojos sonreían siempre con alegría. En el invierno llegaba la tristeza. No quería levantarse, se quedaba todo el día encogido en la cama como si vegetase, y gemía mucho cuando era necesario colocarle los aparatos en los pies y las piernas. Además, estaba ese dolor de cabeza que le hinchaba los ojos. Todo lo que hablaba parecía ser la continuación de un gemido.
—¿Necesitas algo?
—No, tía. Muchas gracias.
Pero sí que tenía necesidades. Sentía la vejiga tan llena que dolía. Pero en la parada del viaje, cuando todos descendieron al restaurante, él se negó a ir. Prefería dejar de hacer pipí antes que transformarse en motivo de curiosidad y de pena.
—¿Todavía falta mucho, tía?
—Cuando bajemos la sierra tomaremos el camino. Calculo que más o menos una hora. ¿Estás cansado, no, hijo?
—No mucho.
—Cuando lleguemos a la ciudad tomaremos un camino particular que va subiendo; después, comienza el descenso y se avista la casa. ¡Mira, Edu, pocas veces vi una casa tan linda como esa! Tiene una piscina entre las piedras. Con cuidado, hasta podrás bañarte en ella.
—¿Crees que eso servirá para algo?
—Sin duda. Te pondrás fuerte, de buen color, bronceado y...
—¿Y qué, tía?
—Nada. Serás muy feliz. Yo estoy aquí para cumplir todos tus deseos. ¿No basta eso?
Desmañadamente acarició la mano de la tía en un gesto de afecto. Sabía el significado de su reticencia. ¡Pobre tía Anna, que ignoraba la mitad de lo que él descubriera!