—¿Está bien?
—Sí, no le pasa nada. —Hizo una pausa—. Más o menos.
—¿Qué quieres decir?
—Quién sabe —contestó Sheila.
—Bueno, entonces, ¿qué vas a hacer? Hoy no tienes que ir a trabajar, ¿verdad? Si puedo escaparme, ¿quieres que comamos juntos? Estaba pensando en algo especial, podríamos ir donde ese tío que vende perritos calientes al lado del parque.
—Esta tarde tengo clase —me recordó—. Además, antes tengo que hacer un recado, y puede que también me acerque a ver a mi madre. —Me lanzó una mirada intensa—. No para pedirle dinero, no.
—De acuerdo. —Decidí que no le preguntaría nada más. Ya me lo explicaría cuando estuviera preparada.
Kelly entró en la cocina justo al final de la conversación.
—¿Qué hay para desayunar?
—¿Quieres cereales, cereales o cereales? —preguntó Sheila.
Nuestra hija pareció considerar las opciones.
—Tomaré cereales —dijo, y se sentó a la mesa.
En nuestra casa, el desayuno no era una comida de las que reúnen a toda la familia como la cena. En realidad, la cena muchas veces tampoco lo era, sobre todo cuando yo me quedaba hasta tarde en alguna obra, o Sheila estaba trabajando o tenía que ir a clase. Pero al menos intentábamos que la cena fuese un acontecimiento familiar. El desayuno, sin embargo, era una causa perdida. Yo me tomaba una tostada y un café de pie, normalmente alisando el Register de la mañana sobre la encimera con la mano y leyendo los titulares por encima mientras pasaba las páginas. Sheila se iba metiendo en la boca cucharadas de fruta y yogur mientras Kelly se tragaba sus Cheerios, intentando comérselos todos antes de que se empaparan de leche.
—¿Por qué la gente quiere ir al colegio de noche cuando ya son mayores y nadie les obliga a ir? —preguntó entre cucharada y cucharada.
—Cuando termine este curso —explicó Sheila—, podré ayudar más a tu padre, y eso ayuda a toda la familia, o sea, que a ti también.
—¿Cómo me ayuda eso a mí? —quiso saber Kelly.
Entonces intervine yo:
—Porque, si a mi empresa le van bien las cosas, ganamos más dinero, y eso sí que te sirve de algo, ¿o no?
—¿Para que podáis comprarme más cosas?
—No necesariamente.
Kelly dio un buen trago de zumo de naranja.
—Yo nunca... nunca iría al colegio de noche. Ni en verano. Tendríais que matarme para conseguir que fuera a la escuela de verano.
—Si sacas muy buenas notas, eso no será necesario —repuse con un deje de advertencia en la voz. Su profesora ya nos había llamado una vez diciendo que no hacía todos los deberes.
Kelly no tenía nada que contestar a eso, así que se concentró en sus cereales. De camino a la puerta le dio un abrazo a su madre, pero yo tuve que conformarme con un gesto de la mano. Sheila vio que me había dado cuenta del desaire de mi hija.
—Es que eres muy malo —dijo.
Llamé a casa desde el trabajo a media mañana.
—Diga —contestó Sheila.
—Estás en casa. No sabía si aún te pillaría ahí o no.
—Aquí sigo. ¿Qué ocurre?
—El padre de Sally.
—¿Qué ha pasado?
—Sally lo ha llamado a casa desde la oficina y, al ver que no cogía el teléfono, se ha ido para allá. Acabo de llamar para saber cómo iba todo y ya no está con nosotros.
—¿Ha muerto?
—Sí.
—Dios santo. ¿Cuántos años tenía?
—Setenta y nueve, creo. Casi había cumplido los sesenta cuando tuvo a Sally. —Sheila conocía la historia. El hombre se había casado con una mujer veinte años más joven que él y, aun así, había conseguido sobrevivirla. Ella había muerto de un aneurisma unos diez años antes.
—¿Cómo ha sido?
—No lo sé. Bueno, tenía diabetes y hacía tiempo que padecía también del corazón. Es posible que haya sido un ataque cardíaco.
—Tenemos que hacer algo.
—Me he ofrecido a pasarme por allí, pero me ha dicho que ahora mismo tiene un montón de cosas que hacer. Seguramente el funeral será dentro de un par de días. Podemos hablarlo cuando vuelvas de Bridgeport. —Allí era donde Sheila hacía el curso.
—Hagamos algo. Siempre hemos estado ahí cuando nos ha necesitado. —Casi podía verla sacudiendo la cabeza—. Oye —dijo—, me voy ya. Os dejaré lasaña para Kelly y para ti, ¿vale? Joan la espera hoy después del cole y...
—Entendido. Gracias.
—¿Por qué?
—Por no rendirte. Por no dejar que las cosas te abrumen.
—Solo hago lo que puedo —dijo.
—Te quiero. Ya sé que a veces puedo ser como un grano en el culo, pero te quiero.
—Lo mismo digo.
Eran más de las diez de la noche. Sheila ya tendría que haber regresado a casa.
Intenté llamarla al móvil por segunda vez en diez minutos. Después de seis tonos, saltó el buzón de voz: «Hola, has llamado a Sheila Garber. Siento no poder atenderte. Deja un mensaje y me pondré en contacto contigo». Luego el bip.
—Hola, soy yo otra vez —dije—. Me estás asustando de verdad. Llámame.
Coloqué el teléfono inalámbrico de nuevo en su base y me apoyé en la encimera de la cocina con los brazos cruzados. Tal como había prometido, Sheila había dejado dos raciones de lasaña en la nevera, para Kelly y para mí, cada una meticulosamente sellada con film transparente. Ya le había calentado a Kelly la suya en el microondas al llegar a casa y ella había querido repetir, pero no había encontrado la fuente de horno con el resto de la lasaña. También es cierto que podría haberle ofrecido la mía, que unas horas más tarde seguía aún en la encimera, sin tocar. No tenía hambre.
Estaba hecho un manojo de nervios. El trabajo escaseaba. El incendio. El padre de Sally.
Pero además, aunque hubiese conseguido recuperar el apetito para cenar algo, el hecho de que Sheila no hubiera llegado aún a casa me había puesto al límite.
Su clase, que se impartía en la Escuela de Negocios de Bridgeport, había terminado hacía más de una hora y media, y solo tenía un trayecto de media hora para volver. Lo cual quería decir que hacía ya una hora que debería haber llegado. No era mucho, en realidad. Había una serie de explicaciones posibles.
Tal vez se había quedado a tomar un café con alguien después de clase. Eso había sucedido en un par de ocasiones. O a lo mejor había encontrado mucho tráfico en la autopista. Solo hacía falta que alguien parase en la cuneta con una rueda pinchada para entorpecer toda la circulación. Incluso podía haberla retenido un accidente.
Sin embargo, ninguna de esas posibilidades explicaba que no contestara al móvil. Alguna vez se le había olvidado volver a encenderlo al salir de clase, ya lo había pensado, pero entonces saltaba automáticamente el buzón de voz. Esta vez, no obstante, el teléfono sonaba. A lo mejor lo tenía tan enterrado en el fondo del bolso que no lo oía.
Me pregunté si habría decidido ir a Darien a ver a su madre y