«Dormir», pensó somnolienta. «No debo dormirme. Tengo que esperar… esperar a Ryan…»
Fue el frío lo que la despertó. Se sentó con un escalofrío, y girar la cabeza le reveló que seguía sola. El reloj le indicó que era más allá de la medianoche. Salió de la cama, se puso la bata y bajó al salón.
Ryan estaba dormido en uno de los sofás. La televisión zumbaba con la pantalla en blanco.
Kate la apagó antes de inclinarse sobre su marido para moverle el hombro con delicadeza.
–Ryan –susurró–. Cariño, no puedes quedarte aquí. Ven a la cama… por favor.
Él musitó algo ininteligible, pero no se movió, ni siquiera cuando ella lo sacudió con más fuerza.
Aguardó un momento más, luego, con gesto derrotado, volvió al dormitorio. Incluso bajo las sábanas, la cama grande era fría y nada invitadora.
«Bueno», pensó, «se quedó dormido ante el televisor. Sucede. No es nada importante».
Y de pronto descubrió que tenía muchas ganas de llorar. Porque sí era importante.
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