Dejó la taza vacía y recogió la bola de papel del rincón en el que había caído, alisándola.
«No puedo fingir que se trata de un asunto ligero… bromear con ello», pensó. «En cuanto él vea lo que hice con la hoja, sabrá que me importaba… que me irritó. No puedo permitirlo. No hasta que esté segura».
Bruscamente fue consciente de lo mucho que se había desviado de su incredulidad original. Recordó un artículo que leyó en una revista en la peluquería. Titulado El Corazón Falso, había detallado algunas de las maneras para comprobar si un hombre era infiel. «Y uno de los síntomas de mayor peligro», recordó con un vuelco del corazón, «eran las ausencias prolongadas e injustificadas».
–Ryan… ¿dónde demonios estás? –dijo en voz alta, casi desesperada.
«No», decidió apretando la mandíbula. No se permitiría pensar de ese modo. Cinco años de amor y confianza no se podían destruir con un simple acto de maldad. No lo permitiría. No iba a mencionarle la carta, se dijo, respirando hondo. De hecho, haría como si nunca la hubiera visto. Que no existía. No lanzaría ninguna acusación grave, no soltaría ninguna insinuación velada. Actuaría de forma completamente natural, afirmó con fiereza. Pero… también estaría en guardia.
Rompió la carta en dos, luego en cuatro, antes de reducirla a tiras y después a fragmentos ínfimos que depositó en un plato y quemó.
Hizo desaparecer las cenizas en la pila y deseó que sus palabras pudieran borrarse de su mente con igual facilidad.
Abrió una botella del burdeos favorito de Ryan. Un gesto amable y cariñoso para darle la bienvenida a casa. Salvo que no había una garantía absoluta de que regresara… Pero ya pensaría en ello cuando no quedara otra alternativa.
Se acurrucó en el sofá, bebió vino y miró la televisión, consciente de la luz que desaparecía del cielo encima del río. Pero las palabras y las imágenes de la pantalla pasaron de largo, como si fuera ciega y sorda. Tenía la mente ocupada con pensamientos perturbadores.
Con una sensación de desconcierto descubrió que reinaba una oscuridad total, y se dio cuenta de que llevaba sentada allí mucho tiempo. Eso reforzó el hecho de que todavía se hallaba injustificadamente sola.
«No va a volver», pensó angustiada. «¿Y cómo voy a soportarlo…?» El súbito sonido de una llave en la cerradura hizo que girara en redondo, con el corazón desbocado.
–¿Ryan? –preguntó sorprendida–. Oh, Ryan, eres tú.
–¿Esperabas a otra persona? –quiso saber con tono ligero, aunque la miró con ojos inquisitivos. Cerró la puerta y dejó el maletín.
–Claro que no, pero empezaba a preocuparme. No sabía dónde estabas.
–Lo siento, pero desconocía que estarías aquí para preocuparte –enarcó las cejas–. ¿A qué debo este inesperado placer?
Kate notó que Ryan llevaba sus pantalones grises preferidos, con una camisa blanca, una corbata de seda y la chaqueta negra de cachemira. En absoluto su indumentaria informal de los fines de semana.
–Oh, la novia se asustó y canceló la boda. La primera vez que le sucede eso a Ocasiones Especiales. Toda esa comida estupenda, y la tienda más bonita de Inglaterra, sin nadie para disfrutarlas –comprendió que empezaba a divagar y se mordió el labio.
–Ah, bueno –comentó Ryan–. Probablemente sea una bendición oculta. Un error menos para sumar a la experiencia. Un dígito menos que añadir a las estadísticas de divorcio.
–Es un punto de vista muy cínico –lo miró súbita y totalmente impresionada.
–Pensé que estaba siendo realista –hizo una pausa–. ¿Te causó muchos problemas?
–Los suficientes –se encogió de hombros–. Pero también me devolvió el fin de semana –titubeó–. Te llamé y te dejé un mensaje. Debiste estar fuera todo el día.
–Casi –asintió, quitándose la chaqueta y dejándola sobre un sofá.
Kate lo observó desabrocharse los primeros botones de la camisa con ansia súbita y primitiva. ¿Cuánto había pasado desde la última vez que hicieron el amor? Por lo menos unas tres semanas, comprendió con una mueca interior. Justo antes de experimentar aquel súbito dolor de estómago que le duró veinticuatro horas. «Pero he estado mucho fuera por trabajo», se recordó a la defensiva, «y Ryan a menudo trabaja hasta tarde, y estoy dormida cuando llega a la cama».
«Pero no esta noche», se prometió. «Me encargaré de tomar extremas precauciones para mantenerme despierta». Le sonrió.
–¿Te gustaría una copa de vino? No… no sabía qué hacer para cenar…
–Ya he cenado, gracias. Pero me encantará un poco de vino.
–Estás muy elegante –comentó con tono casual; le sirvió una copa y se la pasó–. ¿Has visto a Quentin?
–No –meneó la cabeza–; tenía que realizar algo de investigación.
–Oh –Kate volvió a llenarse su copa y se sentó–. Creía que eso lo hacías por Internet.
–No todo –dio vueltas inquieto por el salón. Se detuvo junto al teléfono–. ¿Ha habido algún otro mensaje?
–Al parecer no –Kate dio un sorbo de vino–. ¿Esperabas uno en particular?
–No. A propósito, había algunas cartas para ti. ¿Las viste?
–Sí. Oh, sí, gracias.
–¿Qué le ha sucedido al suelo –se detuvo y con el ceño fruncido bajó la vista–. ¿Y a la alfombra?
–Fue por mi torpeza –ella logró reír–. Tuve una pelea con una taza de café y perdí. ¿Se nota mucho? Mandaré la alfombra a que la limpien, y hay un producto especial para el parqué.
–No, déjalo –dijo Ryan con una mueca–. De hecho, me gusta la idea de que al fin hemos conseguido dejar nuestra marca en este lugar. Empezaba a pensar que íbamos a pasar por aquí sin dejar huella.
–¿Pasar? –repitió Kate–. Suena raro.
–Sólo es una forma de hablar –se encogió de hombros.
–Y no es «este lugar» –continuó ella con cierta vehemencia, sintiéndose incómoda–. Es un hogar. Nuestro hogar.
–¿De verdad, cariño? –Ryan rió–. Yo pensaba que era una especie de declaración.
–¿Y no puede ser ambas cosas? ¿Está mal que nuestro entorno exprese quiénes somos… nuestras aspiraciones y logros? –notó que alzaba la voz.
–Eso depende de las aspiraciones y logros –repuso él–. Aunque nadie que viera todo esto podría dudar del éxito que hemos tenido –alzó la copa en brindis irónico y se tragó el resto del vino–. Demostrado queda.
«Dios mío», pensó ella. «Casi nos estamos peleando, y eso es lo último que quiero». Dejó la copa y se acercó a él; le rodeó la cintura con los brazos y aspiró su familiar fragancia masculina.
–Bueno, a mí me encanta nuestro éxito –lo miró y habló con fingido reto–. Y más aún nuestra felicidad. Y, de regalo, el día de mañana lo pasaremos juntos –trazó el cuello abierto de su camisa con el dedo índice–. Domingo, dulce domingo, solos –bajó la voz–. Podemos levantarnos a la hora que deseemos. Dar un paseo por el parque o quedarnos en casa a leer el periódico. Descubrir un restaurante nuevo donde cenar. Como solíamos hacer antes.
–Lo siento, mi amor –meneó la cabeza–, pero mañana no. Iré a Whitmead a comer con la familia.
–¿Oh? –Kate se puso rígida al instante–. ¿Y cuándo lo decidiste?
–Mi madre llamó durante la semana.