El colmo del darwinismo
¡Jóvenes! No crean que siempre fui el viejo caprichoso y enclenque que hoy conocen.
Hubo tiempos en los que destellaba de tanta gracia y belleza.
Las señoritas exclamaban al verme pasar: «¡Oh, qué joven encantador! ¡No hay dudas de que es alguien como es debido!». Y en ese punto las señoritas se equivocaban curiosamente, porque nunca fui alguien como es debido, ni siquiera en los tiempos más recónditos de mi primera juventud.
En esa época, la musa de la Prosa había rozado tenuemente, con la punta de su ligerísima ala, mi frente de marfil.
Además, la naturaleza de mis ocupaciones era poco proclive a impulsarme hacia tan etéreas fantasías.
Me preparaba, gracias a unas prácticas realizadas en las mejores casas de París, para el ejercicio de esta profesión tan desprestigiada en la que se formaron, en el siglo xvii, el señor Fleurant y, en nuestros días, el travieso Fenayrou.
¿Es necesario añadir que el mero hecho de entrar a trabajar en una farmacia daría paso a las más inminentes e irremediables catástrofes?
Mi jefe de turno pasaba rápidamente de sorprenderse a preocuparse y, finalmente, a enloquecer, rayando a veces la demencia.
En cuanto a la clientela, buena parte quedaba diezmada por una prematura defunción; los restantes manifestaban su desconfianza con vehemencia y acudían a otro establecimiento.
En resumidas cuentas, arrastraba entre los pliegues de mi bata el fantasma de la ruina, una ruina de sonrisa sardónica.
Yo era terriblemente escéptico respecto de las sustancias venenosas; tenía un horror instintivo por los centigramos y los miligramos, ¡qué medidas más miserables! ¡A mí háblenme de gramos!
Por eso, a menudo agregaba generosamente los más temibles tóxicos a preparaciones consideradas inocuas hasta entonces.
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Lo que más me gustaba era generar viudas: una ocurrencia mía.
Cuando una clienta medianamente amable venía a la farmacia con una receta médica, yo le preguntaba:
—¿Quién es el enfermo en su familia, señora?
—Mi marido, señor... Pero no es nada grave, eh, un pequeño resfriado.
Ahí yo me decía: «¿Así que tu marido está resfriado? Pues bien, ya me ocuparé yo de devolverle la pureza a su organismo». Y era raro no toparse al día siguiente con un entierro por el barrio.
¡Qué tiempos aquellos!
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En una farmacia en la que trabajaba más o menos por esa época, tenía un jefe que podía ser acólito de la señora Benoîton. Siempre de paseo.
Lo cual me venía de perillas, porque nunca fui un amante de la vigilancia perenne.
Todos los mediodías, un viejo rentista del barrio, una especie de memo enemigo del progreso y clerical acérrimo, venía a enredarme en interminables charlas sobre Darwin como tema principal.
El viejo memo consideraba a Darwin el gran culpable de todo y soñaba con meterlo preso (Darwin aún no había muerto por entonces).
Yo le respondía que Bossuet era un payaso y que, si me enteraba dónde estaba su tumba, iría a cubrirla de excrementos.
Y así transcurrían tardes enteras hablando de adaptación, selección, mutación, herencia. El viejo memo exclamaba:
—¡No me puede negar que la Providencia es la que crea determinado órgano para determinada función!
—No es cierto —le respondía apasionadamente—, su Providencia es más gansa que un asno. El medio trasforma el órgano y lo adapta a su función.
—¡Su Darwin es un canalla!
—¡Y su Fénelon, un mono!
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Ya pueden imaginar de qué forma despachaba yo, durante nuestras discusiones seudocientíficas, las prescripciones médicas.
Recuerdo especialmente a un pobre hombre que llegó en el momento más álgido de la charla con una receta para dos medicamentos: una loción común para masajear el cuero cabelludo y un jarabe para purificar la sangre.
Una semana después, el pobre hombre regresó con su receta y los envases vacíos.
—La cosa va mucho mejor pero, por todos los demonios, esta porquería deja el cabello a la miseria. ¡Y ni hablar de los sombreros!
Eché un vistazo a los frascos.
¡Horror! Me había equivocado de etiquetas.
El pobre hombre había bebido la loción y se había masajeado la cabeza con el jarabe. Me dije: «Bueno, si le funcionó bien, sigamos así».
Después me enteré de que el pobre hombre, que padecía una enfermedad en el cuero cabelludo al parecer incurable, sanó por completo después de un mes de tratamiento invertido.
(Someto el caso a la Academia de Medicina.)
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El viejo memo del que hablaba antes tenía un perro lanudo blanco; estaba muy orgulloso de él y lo había bautizado Black, sin duda porque black significa negro en inglés.
Un buen día, Black comenzó a rascarse mucho. El viejo memo me preguntó qué podía darle contra la picazón.
Le aconsejé un baño de azufre.
En el barrio había justamente un veterinario que, una vez por semana, ofrecía un baño de azufre colectivo a los perros de su clientela.
El viejo memo dejó a Black en un baño de esos y se fue a dar una vuelta mientras tanto.
Cuando regresó, ya no estaba Black.
Sí había, en cambio, un perro lanudo de un negro imponente, del mismo tamaño y forma que Black, empeñado en lamerle las manos con un aire inquieto.
El viejo memo exclamó: «¡Vete de aquí, sucio bicho! ¡Black, Black, pssst!».
Se trataba, en efecto, del mismo Black, aunque de color negro; ¿cómo había podido pasar?
El veterinario no entendía nada.
No era por culpa del baño, porque los otros perros habían conservado su color natural. ¿Entonces?
El viejo memo vino a consultármelo.
Hice como que reflexionaba y, de repente, simulando estar inspirado, exclamé:
—¿Acaso ahora se atreve a negar la teoría de Darwin? No solo los animales se adaptan a su función, sino también al nombre que tienen. Usted bautizó Black a su perro y era inevitable que se volviera negro.
El viejo memo me preguntó si por casualidad me estaba burlando de él y se fue sin esperar respuesta.
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A ustedes sí que puedo contarles cómo fue la cosa.
La mañana en la que Black debía darse el baño, yo me había llevado al fiel animal al laboratorio y lo había rociado con abundante acetato de plomo.
Ahora bien, sabido es que la unión de una sal de plomo con un sulfuro determina la formación de sulfuro de plomo, sustancia todavía más negra que las galerías de hulla de Taupin.
Nunca más volví a ver al viejo memo pero, para mi alegría, no dejaba de ver a Black por el barrio.
Del hermoso negro generado por mi química, su pelambrera mutó en un gris desparejo, luego en un blanco sucio y, bastante tiempo después, recuperó el blanco inmaculado.
À se tordre, 1891