Las canciones revolotean, escandidas por el tintinear de los vasos y las cascadas de risa perlada de las bellas muchachas.
Y de pronto el viejo reloj del comedor interrumpe su monótono tic-tac para chirriar con rabia, como hace siempre que se dispone a dar la hora.
Es medianoche.
Los doce repiques caen lentos, graves, solemnes, con ese aire de reproche particular de los viejos relojes heredados. Parecen decir que ya han sonado muchas otras veces para nuestros ancestros desaparecidos y que sonarán otras tantas para nuestros nietos, cuando uno ya no esté más aquí.
Como era de esperar, los alegres amigos acallaron el bullicio y las bellas muchachas dejaron de reírse.
Pero Albéric, el más loco del grupo, levantó su copa y, en un tono cómicamente serio, dijo:
—Señores, es medianoche, hora de negar la existencia de Dios.
¡Toc, toc, toc!
Llaman a la puerta.
—¿Quién está ahí...? No esperamos a nadie más y los criados tienen el día libre.
¡Toc, toc, toc!
La puerta se abre y aparece la enorme barba plateada de un anciano de elevada estatura, vestido con una larga túnica blanca.
—¿Y usted quién es, buen hombre?
—Soy Dios.
Ante esta declaración, el grupo de jóvenes se sintió un poco incómodo pero Albéric, que decididamente tenía sangre fría, replicó:
—¿Supongo que eso no le impedirá brindar con nosotros?
Dios, en su infinita bondad, aceptó el ofrecimiento del joven y pronto todos estaban cómodos de nuevo.
Volvieron a beber, reír, cantar.
La mañana azul hacía empalidecer a las estrellas cuando pensaron en retirarse.
Antes de despedirse de sus anfitriones, Dios admitió, con toda la gracia del mundo, que él no existía.
Le Courrier Français,1 de septiembre de 1885
Collage
El doctor Joris-Abraham-W. Snowdrop, de Pigtown (Estados Unidos), había alcanzado la edad de cincuenta y cinco años sin que ninguno de sus parientes o amigos hubiesen podido endilgarle una mujer.
El año pasado, unos días antes de Navidad, entró en la gran tienda ubicada en 37 Square (Objetos artísticos de banaloide), para comprar sus regalos de Christmas.
El doctor fue atendido por una joven pelirroja tan encantadora que lo conmovió por primera vez en su vida. Y enseguida fue a la caja a averiguar el nombre de la muchacha.
—Miss Bertha.
Así que le preguntó a miss Bertha si quería casarse con él. Miss Bertha respondió que, por supuesto (of course), sí quería.
Quince días después de este encuentro, la seductora miss Bertha se convertía en la bella mistress Snowdrop.
A pesar de sus cincuenta y cinco años, el doctor era un marido absolutamente presentable. Abundantes cabellos de plata enmarcaban su rostro galán, siempre afeitado con esmero.
Estaba loco por su mujercita, le daba todos los gustos con una ternura conmovedora.
No obstante, en la noche de bodas le había dicho con terrible tranquilidad:
—Bertha, si alguna vez me engaña, arrégleselas para que yo lo ignore.
Y había agregado:
—Es por su interés.
Por entonces, el doctor Snowdrop, como muchos médicos estadounidenses, acogía en su casa como pensionista a un estudiante que asistía a su consultorio y lo acompañaba en las visitas; excelente forma de educación práctica que deberíamos aplicar en Francia. Quizás así lograríamos reducir ese índice de mortalidad que afecta tan cruelmente a la clientela de nuestros jóvenes doctores.
El alumno del señor Snowdrop, George Arthurson, un apuesto joven de unos veinte años, era hijo de uno de los más antiguos amigos del doctor, y este lo quería como si fuera su propio hijo.
Al joven no le resultaría indiferente la belleza de miss Bertha pero, como era un muchacho honesto, reprimió sus sentimientos en lo más hondo de su corazón y se dedicó a estudiar para mantener la mente ocupada.
Por su parte, a Bertha también le había gustado el muchacho enseguida pero, como era una esposa fiel, quiso esperar a que George le hiciese la corte primero.
Esta artimaña no podía durar mucho tiempo. Y un buen día George y Bertha cayeron uno en brazos del otro.
Avergonzado por haber sido débil, George juró que no volvería a intentarlo, pero Bertha se juró lo contrario.
El joven le huía; ella le escribía cartas de pasión desmedida:
«...Estar siempre contigo; no separarnos jamás; ¡que nuestros cuerpos sean un único ser!... ».
La carta en la que destacaba este pasaje cayó en manos del doctor, quien se limitó a murmurar:
—Es muy factible.
Esa misma noche, cenaron en White Oak Park, una propiedad que el doctor tenía cerca de Pigtown.
Durante la comida, una extraña e invencible somnolencia se apoderó de los dos amantes.
Ayudado por Joë, un atlético negro que estaba a su servicio desde la guerra de secesión, Snowdrop desvistió a los culpables, los acostó en la misma cama y completó la anestesia aplicándoles un carburo de hidrógeno de su invención.
Preparó sus instrumentos de cirugía tan tranquilamente como si fuera a sacarle un callo a un chino.
Después, con notable destreza, quitó el brazo derecho y la pierna derecha de su mujer, desarticulándolos.
Repitió la misma operación con George, quitándole la pierna y el brazo izquierdos.
A lo largo del lado derecho de Bertha y del lado izquierdo de George, separó una tira de piel de tres pulgadas de ancho.
Entonces, acercó ambos cuerpos de modo que las dos heridas en carne viva coincidieran. Las mantuvo pegadas juntas, muy fuertemente, por medio de una larga cinta de tela con la que envolvió unas cien veces a los jóvenes.
Durante toda la operación, Bertha y George permanecieron inmóviles.
Después de comprobar que se hallaban estables, el doctor les introdujo en el estómago, con una sonda esofágica, un buen caldo y un burdeos añejado.
Bajo la acción del narcótico administrado con habilidad, permanecieron así quince días sin recuperar el conocimiento.
Al decimosexto día, el doctor comprobó que todo estuviera correcto.
Las heridas de hombros y muslos habían cicatrizado.
Los dos lados ahora eran uno solo.
Entonces, Snowdrop, con un brillo triunfal en los ojos, suspendió los narcóticos.
Al despertar, Georges y Bertha creyeron ser presas de una horrible pesadilla.
Pero la cosa se agravó cuando advirtieron que no se trataba de un sueño.
El doctor no podía contener su sonrisa ante tamaño espectáculo.
Por su parte, Joë se doblaba de risa.
Bertha era quien más chillaba, como una hiena enloquecida.
—¿De qué se queja, querida mía? —la interrumpió con suavidad Snowdrop—. No he hecho más que cumplir su deseo más caro:
«...Estar siempre contigo; no separarnos jamás; ¡que nuestros cuerpos sean un único