Sin embargo, como dijo Eurípides: “Es más fácil dar consejos que sufrir con fortaleza la adversidad”. Debo confesar que el aprendizaje más importante acerca de cómo afrontar una crisis lo adquirí por mi propia experiencia personal, a partir de la enfermedad de mi esposa, quien sufrió un accidente cerebrovascular hace siete años, quedando hemipléjica y con un importante trastorno del habla. Estos últimos años de cruel lucha contra la incapacidad me obligaron a aferrarme de todos los medios disponibles, para no sucumbir en el camino.
¿Por qué cincuenta estrategias? Por supuesto, son muchas más. He hecho la selección de aquellas que me parecieron más útiles y efectivas. En realidad, la mejor estrategia es aquella que funciona en uno mismo. No sé cuál podría funcionar en el lector, que tiene la condescendencia de leer este libro, pero es posible que, entre las cincuenta, alguna opere adecuadamente.
Lo importante es no resignarse a la calamidad ni nunca perder la esperanza. Siempre Dios tiene un refugio para alcanzar una vida digna y más libre. Quizás ese auxilio se encuentra en las páginas de este libro. Por lo menos, le sugerimos que intente buscarlo. ¡Ojalá pueda descubrir la solución!
Capítulo 1
Cuando sobreviene la crisis
“Dios convierte las crisis en oportunidades, las pruebas en enseñanzas y los problemas en bendiciones” (Paulo Coelho).
A diez mil metros de altura, en el silencio de la noche, se escuchó la voz del capitán del vuelo de Mexicana N° 1.691, el 22 de enero de 2009, diciendo: “Señores pasajeros, iniciamos nuestro descenso hacia el Aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México. Pongan el asiento en posición vertical, ajusten su cinturón y aseguren la mesa de servicio”. Fue entonces cuando mi esposa dijo: “Quiero ir al baño”. Recorrimos los quince metros que nos separaban de la cola del avión donde estaban los gabinetes. Mi esposa entró consciente, pero ya no pudo salir igual. Perdió el conocimiento mientras estaba sentada en el sanitario. La saqué, con la ayuda de varias azafatas, para depositarla en el piso. Creí que era un simple desvanecimiento, como le había ocurrido en otra ocasión, también en un vuelo. Entonces apareció sorpresivamente un médico, quien la examinó, para advertirme que estaba aterrizando en la más espantosa geografía de mi vida.
–Para mí, es un ACV (Accidente Cerebro Vascular) –me comentó.
–Avise a la torre de control que llamen una ambulancia con los paramédicos. Que estén enseguida que aterricemos –ordenó a las azafatas.
Aunque seguía pensando que era un desvanecimiento pasajero, observaba, consternado, los ojos bien abiertos de Nair, con el rostro apático, esforzándose infructuosamente en hablar, mientras intentaba responder a las órdenes del médico.
–Señora, mueva esta pierna. Por favor, señora, mueva este brazo.
Pero ni la pierna ni el brazo derechos respondían, desplomándose como muertos a los intentos de levantarlos.
Estábamos de rodillas las tres azafatas, el médico y yo, rodeando el cuerpo yaciente de Nair, cuando apareció el capitán:
–Vamos a aterrizar. Pónganse de rodillas y afírmense bien.
Y aterrizamos en la pista del terror, en la peor de mis pesadillas, con el alma llena de espanto y el corazón estremecido y sobresaltado por la incertidumbre. Se abrió la puerta de la cola del avión y ascendieron los paramédicos, quienes me informaron:
–La señora no puede continuar en este estado. Hay que internarla.
Enseguida, la subieron en una camilla y la bajaron a una ambulancia estacionada junto a la escalinata. Salimos del aeropuerto por una puerta lateral, sin pasar por migración ni aduana.
–¿Dónde la llevamos? –me preguntaron.
Desperté un instante de mi estupor y desesperación, para responder.
–No sé; díganme ustedes, yo no conozco esta ciudad.
–Hay un hospital muy bueno, a unos quince minutos de aquí. Se llama “Ángeles México”, y a la misma distancia hay otro más económico, que se llama...
–¡No! Lléveme al mejor.
–Bien. Vamos al Hospital Ángeles –indicó el paramédico al chofer.
Allí fue donde se desencadenó todo el aparato del espanto y la angustia, cuando sentí que me lanzaban a los abismos de lo trágico. El médico de emergencias me informó:
–Le hicimos un TAC. Enseguida va a venir el neurólogo.
Poco después, llegó el Dr. Antonio Navarro. Insertando la placa de la tomografía en los ganchitos de una ventanita iluminada, me mostró varias imágenes del cerebro.
–Aquí está el problema –dijo con actitud docente, mostrando una zona oscura en las sinuosidades de la figura de algo parecido a un río–. Está tapada la arteria central izquierda del cerebro. El hemisferio izquierdo es el responsable del habla y de las funciones cognitivas. ¿Ve? Aquí no pasa la sangre. Fíjese la diferencia con el hemisferio derecho.
Estaba en estado de shock. No dije nada, pero entendí que era algo grave. Adoptando un aire serio de circunstancia, agregó:
–Es grave. Hay compromiso de vida. El déficit neurológico puede ser muy grande.
Me sentí envuelto en el pánico. Comprendí que había alcanzado el grado máximo del terror. Después de un silencio atroz, continuó con otros detalles su clase de neuroanatomía. Finalmente, concretó:
–Tenemos que hacerle una resonancia magnética, para medir el déficit y hacer la intervención.
Ante mi desconcierto, explicó:
–Tenemos que llevarla al hospital Ángeles Metropolitano, pues allí tienen toda la tecnología necesaria. Además, la persona que va chequear puede hacer el procedimiento de abrir la arteria, si es posible...
Cuando el Dr. Navarro me habló del “procedimiento”, la esperanza destelló brevemente. Comprendí lo que significaría perder a mi esposa y que toda su vida dependía de esa intervención. Descubrí un intersticio de esperanza en medio de la desesperación. Entonces continué leyendo los signos de ese destino perverso, que me arrastraban en una nueva ambulancia hasta el “Ángeles Metropolitano” (¿qué cantidad de “Ángeles” hay aquí?), donde me esperaban otros despachos y salas de espera.
–Firme aquí la autorización para la resonancia magnética –me dijo alguien.
Firmé otro formulario. Llamé a mi hija, Ana, por teléfono, y le informé lo sucedido. Su respuesta me emocionó:
–Voy para ahí. Viajo lo antes posible.
Sabía que estaba terminando su residencia de especialista en Medicina y tenía requisitos que cumplir, pero dejó todo y viajó. Al otro día, estaba en México. Fue un consuelo y una ayuda extraordinaria.
Llegó el Dr. Navarro para mostrarme los resultados de la resonancia y presentarme al Dr. Ángel Sánchez, quien hizo el estudio. Me hizo entrar en una sala que parecía el centro espacial Houston, llena de monitores y aparatos. En una pieza contigua pude ver a Nair, yaciendo inconsciente, sobre una superficie plana, dentro de un enorme aparato. El Dr. Sánchez me acercó a un monitor, donde, otra vez, aparecían los cortes del cerebro con mejor definición.
–Aquí está la trombosis de la arteria. Esta zona está muerta –dijo, señalando con un cursor de forma circular ciertas sinuosidades–; pero estas otras tienen oxígeno.
Me explicaba, maniobrando el mouse con destreza y tocando algunas teclas que hacían aparecer en la pantalla unos numeritos con porcentajes de oxígeno y otros datos.
–Si consiguiéramos desbloquear la arteria, toda esta zona se podría recuperar –mostrando gran parte del hemisferio izquierdo–. Pero es una intervención de mucho