–Estaba... –se interrumpió–. Estaba Klaus.
Lothar y Marienetta se miraron. Habló él:
–Un sueño interesante...
–No puedo contarlo en clase.
–¿Cómo que no puedes contarlo?
–No me atrevo.
–¡Claro que te atreves! Además, apuesto a que a ese Klaus le gustará el sueño. ¿A que sí, Marienetta?
No dijo nada al llegar al colegio. No pensaba hacerlo. Se sentó y miró de reojo el pupitre de Klaus. No había venido. No era normal, porque Klaus no era de los que vivían en el este. Por alguna razón, empezó a inquietarse y se revolvió en el asiento, incómoda. El niño llegó cinco minutos después y sus miradas se cruzaron durante un instante. Exactamente lo que tardó Martha en bajar la cabeza.
Lo siguiente que recordaba era la voz de la señorita Ida Siekmann retumbando en las paredes de la clase. Se imaginó un derrumbe de piedra sobre una ladera de metal.
–¡Martha Müller y Klaus Brueske! ¡Despierten inmediatamente! Esto empieza a ser intolerable. Se quedan ustedes sin recreo hasta nuevo aviso –aulló, y justo en ese momento, los niños se miraron y estornudaron a la vez.
Martha no pudo evitarlo: imaginó que eran muñecas sincronizadas bailando en una caja de música.
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