–¡No sé hacer eso! –protestó la niña. Era como si le pidieran que estornudase con los ojos abiertos.
Klaus Brueske frunció el ceño antes de hablar, sin bajar el dedo.
–Claro que sabes. Llevabas tres años sin hacerlo.
Olga apareció por allí en ese momento y le bajó el dedo al chico de un manotazo.
–¡Vete de aquí, imbécil! Martha puede soñar lo que le dé la gana, ¿sabes?
Erich se acercó también. Tenía un carácter más tímido y apocado.
–¡Eso! –apostilló, y era bastante para tratarse de él.
También Rudolf, Dieter, Lutz, Werner y todos los demás que habían aparecido en los sueños de Martha se pusieron de su lado. Aunque pareciera increíble, los que habían sido castigados por la profesora fueron quienes la arroparon. Klaus los miró.
–Estáis todos locos –masculló antes de irse.
•4
SE LO CONTÓ A SUS PADRES al llegar a casa. Por la ventana del salón, Marienetta la había visto llegar cabizbaja, con pasos lentos y arrastrados, y adivinó que algo no marchaba bien.
–¡Lothar! –gritó por el telefonillo que comunicaba con el taller–. Sube inmediatamente. Algo pasa con la niña.
Se sentaron los tres. Martha había intentado no llorar; pero cuando llegó a la parte en la que Klaus le prohibía soñar con él, no fue capaz de contener las lágrimas, y las acompañó de unos hipidos sonoros. Siempre que tenía hipo se imaginaba que alguien, escondido en algún lugar, se divertía mientras apretaba el botón de un control remoto para que ella saltara.
–¡Nadie puede prohibirte soñar, mi vida! –Marienetta se había sentado a su lado y la rodeaba con sus brazos–. Hay cosas que no se pueden prohibir.
–Eso no es verdad –sollozó.
–¡Claro que es verdad! –apoyó su padre–. ¿Podría prohibirte yo que me oyeras ahora mismo? ¡No! Me oyes aunque no quieras. ¿O pensar? ¿Acaso te puedo prohibir pensar? ¡Tampoco!
–Claro, mi niña. Y con los sueños pasa lo mismo: nadie puede obligarte a no soñar. Lo haces sin querer. Los sueños no se dominan.
Martha rompió a llorar más fuerte aún y escondió su cara entre los brazos cruzados, que había apoyado sobre la mesa.
–¡Pues yo no quiero soñar nunca más!
Los señores Müller se miraron, más que sorprendidos, abrumados. Habló Marienetta:
–Llevas años deseando soñar. ¡Claro que quieres!
–Ya no –gimió–. Además, ¡solo sueño con mis compañeros! ¡Y los castigan porque sueño con ellos! ¡Prefiero soñar cosas raras!
Marienetta se inclinó sobre ella y le acarició la espalda.
–Eso no es así, mi vida. Los castigan porque se duermen en clase o porque no se saben la lección.
–¡Pero solo les pasa a los que acaban de aparecer en mi sueño!
–Son coincidencias.
El señor Müller, que había estado callado los últimos minutos, tomó la palabra.
–¿Cosas raras? Claro, es fácil: cuando te acuestes, piensa en las cosas raras con las que te gustaría soñar.
–Es que no quiero pensarlo, papá. ¡Prefiero que me sorprenda! Como... –volvió a hipar–. ¡Como el hipo!
El señor Müller miró por la ventana. La fachada del edificio de enfrente no impedía que entraran los rayos de sol a esa hora. Se quedó pensativo.
–Hummm, claro, cosas que te sorprendan. Lógico –murmuró.
Después se levantó de su silla para acercarse a Martha, la ayudó a incorporarse, le limpió las lágrimas con los pulgares y le dio un beso en la frente.
–Estate tranquila. Estoy seguro de que seguirás soñando, y soñarás cosas raras. Cosas que te sorprenderán. Y en cuanto a ese Klaus... Háblame de él. ¿Sabes dónde vive?
No soñó nada en las tres noches siguientes. Casi prefería que fuera así. De soñar, que fuera con Chris Guefroy. Si no, mejor no hacerlo. Klaus se había acercado a ella el primer día, con el mismo tono amenazador de la última vez.
–No habrás soñado conmigo, ¿verdad?
–¡Déjala en paz! –Olga se interpuso entre ambos.
–Que no se le ocurra soñar conmigo, ¿me oyes? Díselo tú, que ya veo que, desde que sueña, no sabe hablar.
Soñó la cuarta noche. Y esta vez sí fue un sueño extraño. Demasiado. Tanto que habría preferido no tenerlo. Estaba en un iglú, sobre una piel oscura con forma de foca y en bikini. Fuera había una ventisca tremenda y ella tiritaba acurrucada y trataba de abrigarse abrazándose el cuerpo, como si fuera a tirarse en bomba a la piscina. De repente, a gatas por el agujero de entrada aparecía un chico: Klaus Brueske. También llevaba un bañador, pero traía en las manos chaquetas para ambos. Se abrigaron y se sentaron juntos. Apenas recordaba lo que habían hablado. Luego entraba su padre.
–¿Ves como nadie puede prohibirte soñar? –le decía.
Ella le preguntaba:
–¿Es esto un sueño, papá? Parece muy real.
–Claro que es un sueño, Martha. Los sueños auténticos siempre parecen verdad.
Después, Klaus salía del iglú y se perdía en la tormenta, mientras Lothar Müller la envolvía a ella en una manta y la mecía en sus brazos fuertes de herrero, como si fuera un columpio hecho a su medida.
•5
A LA MAÑANA SIGUIENTE, Martha Müller se levantó asustada, acordándose perfectamente del sueño. Y estornudando. Y cansada. Se imaginó que era un pequeño conejo, acurrucado en el fondo de su madriguera porque hay un zorro esperando a que salga. Por ganas, se habría dado la vuelta en la cama y habría seguido durmiendo, pero sus padres la esperaban ya para desayunar. Olía a pan recién tostado.
–He soñado.
Lo dijo sin el entusiasmo de las primeras veces, dejándose caer en su silla.
Marienetta posó en la mesa la tostada a medio untar y apoyó su mano sobre la de la niña.
–¿Con el accidente?
–No. Con un iglú.
–¿Con un iglú? –intervino Lothar–. ¡Estupendo! Yo creo que esto ya está superado. Soñar con un iglú es un sueño raro, ¿verdad?
Martha asintió, al tiempo que estornudaba.
–¿Has cogido un catarro, mi vida? –preguntó su madre tocándole la frente. Miró a Lothar y frunció el ceño.
–Creo que sí.
–Normal, sueñas con iglús... –bromeó el hombre.
Martha se zafó de la mano de su madre y cogió un trozo de pan.
–Y yo estaba en bikini –añadió.
Lothar detuvo su taza de café antes de que le llegara a la boca y abrió mucho los ojos.
–Eso sí que es un sueño raro. Sí que lo es. Sí señor –dijo, y dejó finalmente que el borde de la taza apoyara en sus labios.