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Vestido con sus mejores galas, el vallenato ingresa al diccionario
Alguna vez escribí –y es probable que usted lo encuentre en estas mismas páginas– que no hay un arma más poderosa que el lenguaje. Pero tampoco la hay más débil. Esa es la gran paradoja.
La palabra es tan demoledora que puede destruirse incluso a sí misma. Por eso abundan en lengua castellana los proverbios y refranes con los cuales la palabra devora palabras: el silencio es oro, en boca cerrada no entran moscas, nadie se arrepiente de lo que calla, cada uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras. He ahí unos pocos ejemplos apenas.
Se trata, como pueden comprobarlo, de un insólito caso de autofagia en el cual el caníbal se come su propio cuerpo. (Bueno: no la busquen más, que la palabra autofagia la inventé yo porque no figura en el Diccionario de la Real Academia. Parece que también se devoró a sí misma).
Cuando digo que el lenguaje es el arma más demoledora que se conoce, me siento en la obligación no solo de explicarme sino de ponerles algunos ejemplos. Vean este: con solo cambiar cuatro letras se pueden crear dos mundos que no son únicamente diferentes, sino contrarios, opuestos, adversos, enfrentados, antagónicos.
El caso más elocuente que he encontrado en nuestra lengua castellana es el de utopía. La vida entera se nos ha ido soñando con esa quimera, el mundo ideal, un universo donde las ilusiones se vuelven realidad, donde no existen el dolor ni la angustia. La Arcadia feliz. La maravilla. El hombre ha soñado con ese reino de la utopía desde que pasó lo que pasó entre los matorrales del paraíso terrenal y la humanidad fue condenada a padecer por cuenta de Adán y Eva.
La palabra utopía fue inventada hace casi quinientos años por Tomás Moro, un sacerdote católico inglés. En el idioma griego antiguo significaba “lugar que no existe”. Con ella describió Moro una isla desconocida en la que se había organizado la sociedad ideal, sin injusticias ni deferencias, sin padecimientos, en la que reinaba la dicha completa.
Por el contrario, la vida real es tan malvada que, como prueba de que no existe ese mundo feliz, el propio Moro murió decapitado por orden del rey de Inglaterra. El vaticano lo canonizó como mártir del catolicismo.
Hasta ahí la historia es conocida en todas partes. Lo curioso, como dije al comienzo, es que basta cambiar unas cuantas letras para que aparezca el antagonismo. Mucho tiempo después de la vida y muerte de Moro, varios escritores también ingleses inventaron a principios del siglo veinte el término contrario, dis-utopía, que las gentes de nuestra época no conocen, y que significa “lugar indeseable”.
Novelistas como George Orwell y Aldous Huxley escribieron obras que ocurren en un mundo futuro donde todo es terrible, una sociedad alienada y triste en la que no hay sueños ni existen las ilusiones y se llama, precisamente, distopía.
¿Lo ven? Con solo cuatro letras de diferencia dos palabras del mismo origen pueden significar exactamente lo contrario.
Mientras escribo estas líneas trepa a mi escritorio una hormiga casi invisible, delgadita, de color rubio, que en la región del Caribe llaman “hormiga candelilla”. Tienen fama de picar fuerte y de provocar ronchas y rasquiña. Sube por mi mano y empieza a dar vueltas en redondo, pero me niego a matarla porque el corazón no me da para eso. La sigo con la mirada mientras hace piruetas y entonces recuerdo que corazón es otra de las incontables palabras que a mí me llaman la atención y me quitan el sueño. Porque hasta los órganos humanos suelen estimular la curiosidad creativa del lenguaje.
La sola mención del corazón, o su simple recuerdo, pueden implicar sentimientos distintos o emociones encontradas. Es una de las palabras más bellas del idioma cuando un muchacho apasionado la usa para expresar amor, ternura, cariño. Pero en boca de un amante celoso el corazón estrujado es una tragedia. Ni para qué hablamos de infartos.
Siendo tan minúscula, ¿la hormiga que ahora sube por mi brazo tiene corazón? Si lo tiene, ¿de qué tamaño puede ser? Y, si lo tiene, ¿por dónde le corren venas y arterias?
Mejor termino aquí porque creo que estoy empezando a volverme loco.
La discriminación social de las letras
Después de tantos años quemándome las pestañas en noches de vigilia y madrugones de verano, solo ahora vengo a confirmar una sospecha que me estaba agobiando desde el principio: que entre las letras, tal como ocurre entre los seres humanos, también existen la injusticia social y las discriminaciones, los favoritismos y la inequidad.
Son varios los casos que he podido comprobar en la larga historia del alfabeto castellano. Eso fue lo que ocurrió, por ejemplo, con la letra q. De modestos orígenes fenicios, hija de mercaderes y marineros de la legua, los comerciantes de Cartago que navegaban por el mundo la llamaban quof en su lenguaje. De allí la heredamos nosotros.
Lo extraño es que durante muchos años, en textos de gramática o en los venerables diccionarios, aparecía escrita con c en vez de q: la letra cu. Solo en tiempos recientes las autoridades de la Real Academia Española resolvieron hacer justicia, aunque fuera de manera simulada, y la anotaron de ambas formas, cu y qu, en el diccionario oficial.
Mejor le fue a la letra k por sus ancestros arraigados en la nobleza y la sinarquía. (Otra vez me meto en problemas: ahora tengo que hacer una pausa para aclararles a ustedes que, en la Edad Media, sinarquía era la palabra que se usaba para describir a un grupo de personas poderosas que con su dinero controlaban el gobierno y los asuntos políticos de un país).
Íbamos en los orígenes de la k. Proviene de los lenguajes ancestrales semíticos de los judíos, que la llamaban kap. Así aparece en numerosos textos de la antigüedad, inclusive en narraciones bíblicas y epopeyas anteriores a Jesús.
Pues bien: en el diccionario del idioma español, la letra k siempre ha aparecido escrita con k y no con c: figura como letra ka y no como letra ca. Esos son los privilegios que disfrutan los hijos de mejor familia.
Como pueden confirmarlo ustedes, en esta vida todo es relativo. Lo que deprime al oso polar es el verano. Las posibilidades del lenguaje son tan infinitas que el propio destino, sin proponérselo, puede terminar armando unos poemas hermosos con los nombres de una persona. También el amor y la belleza residen en el reino de las palabras.
Cuando