Hace algún tiempo Daniel Samper Pizano escribió en la última página de la revista Carrusel una crónica deliciosa en la cual, burla burlando, se ocupaba de esa nueva costumbre que está haciendo estragos en los restaurantes colombianos, desde los más encopetados hasta los más humildes: el afán petulante de ponerles nombres distinguidos a los platos típicos de la cocina nacional.
Son los riesgos que se corren con lo que ahora llaman “la globalización”, que viene siendo una especie de “apertura gastroeconómica”, para usar el lenguaje apropiado a las nuevas tecnologías y a los nuevos vientos que soplan sobre el mundo.
Uno de los ejemplos más aparatosos que conozco es el de una fonda especializada en culinaria costeña que funciona en Cartagena de Indias, cerca del Centro de Convenciones, por la zona donde antiguamente llegaban al mercado público las goletas cargadas de plátanos. Muerto de ganas de volver a probar las inolvidables vituallas de mi tierra cordobesa, un sábado al mediodía ocupé mesa y pedí la carta.
Imagínense ustedes el tamaño de mi asombro cuando empiezo a buscar en la lista de platos aquel caldo espeso que María Nalga nos hacía de almuerzo en San Bernardo del Viento, tan apetitoso como la ambrosía que les daban a los dioses en los montes griegos, y lo que encuentro es esta joya de definición: “Suflé de tubérculo tropical con islas flotantes de gruyère de Montería”. Lo único que entendí fue “islas”. Llamé al mesero, un muchacho antioqueño de apellido Buelvas, aficionado al aguardiente, un flaco amable al que le pedí que me explicara en qué diablos consistía semejante potaje.
–Se trata –dijo él, con una sonrisa indulgente ante mi ignorancia– de una deliciosa crema característica de las regiones campesinas, donde la gente se alimenta con los productos de la tierra.
Quedé viendo un chispero.
–Perdóneme usted –le dije–, pero sigo sin entender ni jota.
Cerró el menú, se secó las manos en el delantal marcado con la propaganda de un vino francés, meneó la cabeza con impaciencia y por fin me contestó:
–Ay, señor: es lo mismo que los corronchos de antes llamaban “mote de ñame con queso”.
Sentí ganas de echarme a llorar sobre la mesa. Ya veo que falta poco tiempo para que el incomparable ajiaco sabanero, la mejor idea que se la ha ocurrido a Bogotá como aporte a la culinaria nacional, se transforme en “olla podrida del altiplano con patatas picadas y legumbre de la familia de las compuestas”. Las tales compuestas vienen siendo las mismas humildes hojitas de guasca, que antaño, cuando se llamaban así, no eran tan pretenciosas sino sabrosas, y crecían silvestres en las colinas de Boyacá.
Lo que pasa es que el esnobismo está haciendo estragos a nombre de la apertura internacional, con un refinamiento falso y más bien cómico. No quiero ni pensar lo que ocurrirá el día en que a uno le ofrezcan de postre, en el mismo restaurante de la familia de las compuestas, una “sobremesa sápida de la sustancia espesa, untuosa, blanca o un poco amarillenta que sobrenada en la leche que se deja reposar”. En mis tiempos uno iba al Palacio del Colesterol, frente al estadio de fútbol, en Bogotá, y pedía un postre de natas. Le servían lo mismo que la sustancia esa, pero sin tantas arandelas. Recuerdo que los primeros narcotraficantes, hablando entre ellos una jerigonza, para que las autoridades no los entendieran, llamaban a la cocaína “postre de ñatas”. Miserables.
Cada día que pasa me siento más preocupado por el futuro que nos espera en esas materias. Me cuentan mis compañeros de la época de RCN que “Donde el Sucio”, aquella modesta cafetería bogotana en que solíamos tomar un desayuno frugal después del noticiero, la misma en la que atendía Sofi, una campesina risueña que era exacta a la monja del cuadro de Botero, ha caído también en las garras de esas tentaciones. Ayer estaban estrenando carta, hecha en una imprenta callejera, con errores de ortografía incluidos, y apareció un plato nuevo, deslumbrante y misterioso: Parrot eggs. Tulande dice que, hasta donde se lo permiten sus rudimentarios conocimientos del inglés, tiene suficientes motivos para sospechar que se trata de los mismos huevos pericos de toda la vida, pero ahora con un aire presumido. Ya no queda nada de qué alarmarse: el establecimiento mismo, con sus taburetes desfondados y su piso de aserrín, se llama ahora “Sucio´s Inn”.
Hay que someterse al imperio de las novedades aunque sean tan estrambóticas. El otro día paré la oreja para oír, en una playa de Santa Marta, la conversación entre un turista, colorado por el sol como un camarón, y la fritanguera que lo atendía mientras soplaba la candela del caldero.
–¿Cómo se llama eso? –preguntó él, por meterle broma, señalando un disco dorado que flotaba a sus anchas en la manteca hirviente.
La señora carraspeó dos veces, para aclararse la garganta, que es lo primero que hacen los colombianos cuando quieren impresionar a alguien.
–Eso –respondió con una voz de catedrática– es una fécula aliñada con especies que en su interior contiene un producto derivado de la consorte del gallo.
–Paisana –la interrumpió él, atragantado de risa–: yo me crié en Miami, pero nací en Fundación. Y en Miami eso también se llama arepa de huevo...
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