Bueno, aquello no era del todo cierto. Nick tenía ya veintiún años. Y la verdad era que a él le gustaba el muchacho. Nick, Nicholas, para ser más exactos, era un joven agradable, de buena familia y un sólido futuro ante él. Lo había conocido cuando había ido con Dawn a pasar un fin de semana a Florida. Los dos jóvenes se habían pasado horas mirándose el uno al otro como si el resto del mundo no existiera. Y ése era precisamente el problema. El mundo existía, y su hija todavía no lo conocía lo suficiente como para saber lo que estaba haciendo.
Chase había intentado decírselo, pero Dawn se había mostrado implacable. Al final, no le había dejado ninguna opción. Legalmente, Dawn ya era adulta, no necesitaba su consentimiento. Y, como su hija se había apresurado a comunicarle, Annie ya le había dicho que le parecía una idea estupenda.
Así que él había tenido que tragarse sus objeciones, le había dado un beso, le había estrechado la mano a Nick y les había dado su bendición. Como si pudiera tener alguna importancia.
Podía bendecirse la unión de dos jóvenes todo lo que se quisiera, pero eso no significaba nada. El matrimonio, especialmente entre jóvenes, no era más que la legitimación de una locura hormonal.
Lo único que podía esperar era que su hija y su futuro yerno fueran la excepción a la regla.
–¿Señor?
Chase miró a su alrededor y descubrió a un joven en la puerta de la iglesia.
–Me han pedido que venga a decirle que ellos ya están listos para empezar.
«Señor», pensó Chase. Todavía podía recordar la época en la que se dirigía de aquella forma a los hombres mayores que él. En realidad, sólo era un eufemismo para no llamarlos viejos; y así era como él se sentía. Como si se hubiera convertido ya en un anciano.
–¿Señor?
–Sí, ya te oído –contestó irritado, pero inmediatamente forzó una sonrisa–. Lo siento, supongo que estoy sufriendo los habituales nervios del padre de la novia –y sin dejar de esbozar aquella sonrisa, que parecía más una mueca, entró en la iglesia.
Annie se pasó lloriqueando toda la ceremonia.
Dawn estaba preciosa, parecía una princesa de cuento de hadas. Y Nick permanecía a su lado con una expresión que hablaba a gritos de sus sentimientos.
La expresión de Chase era igualmente elocuente. El rostro de su marido parecía una máscara de granito. Había sonreído una sola vez a Dawn mientras la acompañaba por el pasillo hasta el altar.
Y a continuación había ocupado su asiento al lado de ella.
–Espero que sepas lo que estás haciendo –había murmurado mientras se sentaba a su lado.
Annie había sentido que se tensaban todos los músculos de su cuerpo. ¿Cómo se atrevía a hablarle de esa forma? ¿Y de qué se quejaba? ¿De que la boda no se hubiera celebrado en un lugar más prestigioso, como la catedral? ¿Le molestaría que en aquella iglesia no hubiera espacio suficiente para invitar a sus importantes clientes y convertir un acontecimiento familiar en una ocasión para los grandes negocios?
Quizá le pareciera que el traje de novia de Dawn era demasiado anticuado, o que los arreglos florales, de los que se había ocupado ella personalmente, eran excesivamente provincianos. En lo que a Chase concernía, ella nunca hacía las cosas bien.
Veía a Chase por el rabillo del ojo, a su lado, erguido y emanando, como siempre, una impactante virilidad.
Había habido una época, hacía ya muchos años, en la que estar a su lado, sintiendo su brazo rozando ligeramente el suyo y apreciando la suave fragancia de su colonia, habría sido suficiente para…
¡Bang!
Annie se sobresaltó. Las puertas traseras de la iglesia se abrieron de golpe. Se oyó un murmullo de sorpresa entre los invitados. El ministro calló y alzó la mirada hacia el pasillo.
Alguien esperaba en el marco de la puerta. Al cabo de un momento, un hombre se levantó, cerró la puerta y le indicó a la recién llegada que pasara.
–Es mi hermana. Me alegro de que por fin haya llegado.
–Una muestra más del típico histrionismo de las Bennett –murmuró Chase.
Annie se sonrojó violentamente.
–¿Perdón?
–Ya me has oído.
–Desde luego, y…
–Mamá –Dawn se volvió hacia su madre.
–Lo siento –contestó Annie, todavía más sonrojada.
El ministro se aclaró la garganta.
–Y ahora, si nadie tiene un razón por la que no deba celebrarse el matrimonio entre Nicholas Skouras Babbitt y Dawn Elizabeth Cooper, continuaremos…
Unos minutos después, la ceremonia había terminado.
Era interesante ser el padre de la novia en una boda en la que la madre de la misma ya no era su esposa. Entre otras cosas porque Dawn había insistido en que se sentaran los dos en la mesa principal, con ella.
–Podrás mantener la calma, ¿verdad, papá? –le había preguntado–. Me refiero a que espero que no te importe estar sentado al lado de mamá durante un par de horas.
–Por supuesto que no –le había contestado él.
Llevaban cinco años divorciados. Las heridas ya habían cicatrizado. No creía que les costara demasiado intercambiar educadas sonrisas durante un par de horas.
Pero la realidad resultó ser completamente diferente a lo que había imaginado.
No contaba con encontrarse ante el altar con Annie a su lado. Una Annie con un aspecto sorprendentemente juvenil y, era absurdo negarlo, increíblemente hermosa. Su pelo continuaba siendo aquel racimo de rizos que ella siempre había odiado y que él adoraba. Y tenía la nariz sospechosamente roja; había llorado además varias veces durante la ceremonia. Y, caramba, él también había sentido un nudo en la garganta en un par de ocasiones. De hecho, cuando el ministro les había instado a todos a que se dieran la paz, había estado tentado de rodear los hombros de Annie con el brazo y decirle que no estaba perdiendo una hija, que estaba ganando un hijo.
Pero si lo hubiera hecho, habría mentido como un bellaco. Ambos habían perdido una hija, y todo por culpa de Annie.
Y en el momento en el que se adelantaron para saludar a todos los invitados, se sentía tan malhumorado como un león con una herida en la zarpa.
–Sonreíd –les había siseado Dawn, y ambos habían obedecido, aunque la sonrisa de Annie había parecido tan falsa como la suya.
Por lo menos habían ido hasta el hotel de Stratham en coches separados. Pero en cuanto habían llegado allí, los habían sentado juntos en la mesa del estrado.
Chase sintió que se le helaba la sonrisa en el rostro. Y así debía de haber ocurrido, pues Dawn lo había mirado y había alzado significativamente las cejas.
De acuerdo, Cooper, se había dicho a sí mismo. Tenía que intentar salvar la situación. Él estaba acostumbrado a hablar con desconocidos. Tenía que ser perfectamente capaz de mantener una conversación con su ex-esposa.
Miró a Annie y se aclaró la garganta.
–Bueno, ¿y qué tal estás?
Annie volvió la cabeza hacia él.
–Lo siento –dijo educadamente–. Estaba distraída. ¿Estabas hablando conmigo?
Tenía que mantener la calma, se dijo Chase, y esbozó una nueva sonrisa.
–Te he preguntado que qué tal estabas.
–Muy bien, gracias. ¿Y tú?
–Oh,