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¿Quién o cómo se definió?

      – ¿La conocen todos?

      – ¿Está internalizada?

      – ¿Las acciones se van alineando con la estrategia?

      – ¿Se revisa periódicamente?

      El modelo de pensamiento tiene enorme influencia.

      Si imaginamos una persona, empresa, organismo, etc., que permanentemente mira el pasado, se encuentra completamente cerrada en sus ideas y creencias, se maneja con dogmas rígidos, simplifica en exceso las cosas, con el objetivo de que la realidad sea manejable, y cree que sabe todo acerca del escenario donde se mueve, para eliminar de su mente cualquier atisbo de incertidumbre acerca de cómo son y serán las cosas, verá el futuro como una continuación del pasado, algo inercial, su identidad será rutinaria, con mirada de corto plazo o inmediata, alta resistencia al cambio, atada a las normas y a la burocracia, en el sentido ortodoxo.

      Cuando estas características prevalecen en una persona, empresa u organismo, se la identifica como influida por un “pensamiento tradicional”.

      Pero no es la única opción. Hay otros estilos, perfiles y modalidades individuales y organizacionales; otras características.

      Algunas de ellas son: pensar en el futuro, permeabilidad a nuevas ideas para encontrar nuevas respuestas ante nuevas situaciones. Frente al cambio, de resistirlo pasa a adaptarse, y va por más: produce el cambio, impulsa las transformaciones, es inconformista, está impulsado con una energía diferenciada, se instituye como un activador creativo, dinámico, flexible, capitaliza la información, haciendo uso inteligente de ella, desarrolla capacidades de interpretación y las comparte.

      Es otro tipo de “cabeza”; mejor amueblada, más confortable (dixit Edgar Morin).

      Esta forma de pensar y de representarse las cosas se identifica como: pensamiento estratégico.

      Cuando esta forma de pensar se extiende por la organización a través de todos los agentes, fortalece las capacidades y, por ende, a la institución toda, logrando reconocimiento de la sociedad y de los múltiples actores que tienen interés en sus productos y servicios.

      Los primeros beneficiados son los actores internos, por el orgullo de pertenecer, de sentirse parte.

      Alcanzar para el universo organizacional esta identidad requiere de una “ingeniería de cambio”, de altura, trascendente, continua.

      La “masa crítica” se extiende, se distribuye, no queda reducida a una “elite”, bajo la idea de que unos piensan y otros hacen, sino que se produce una capitalización incremental, permanente, potenciando a la organización en sus ideas y sus acciones, mejorando en forma continua el capital social interno.

      Hablar de pensamiento estratégico refiere a la capacidad para construir una visión de largo plazo, y concebir los medios para alcanzarla. Y de esta forma:

       Convertirse en una organización reconocida por la sociedad.

       Instituirse como líder en sus incumbencias científicas, tecnológicas y profesionales.

       Quebrar sus propios récords, superándose a sí misma.

      En las organizaciones públicas, el desafío es mayor, pues en general son monopólicas en su oferta de servicios, no actúan en condiciones competitivas.

      El futuro no se materializa por el simple hecho de pensarlo como deseable. La definición del lugar a donde queremos llegar es una cara de la moneda del pensamiento estratégico.

      La otra es “el camino” que se necesita recorrer para alcanzarlo.

      “Camino se hace al andar”, pero existen metodologías, modelos, cursos de acción que permiten salir de la improvisación e incursionar en el planeamiento para disminuir las incertidumbres del futuro y estar mejor preparados para enfrentar la complejidad de las situaciones inesperadas.

      Por lo tanto, se va del pensamiento estratégico hacia el Planeamiento Estratégico Participativo (PEP), la consigna y atributo de éxito, mediando la participación e involucramiento, pues exalta la pertenencia y formar parte de un proyecto asegura sus resultados.

      La participación requiere de mecanismos concretos, acciones para hacerla efectiva a través de dispositivos que permitan acumular los resultados y productos de ella.

      Al potenciar las capacidades individuales y capitalizar el fluir de las ideas, creando los espacios adecuados para ello, se producen beneficios duales:

       La gente encuentra más “sentido” a sus acciones y tareas, pues su calificación es reconocida y compartida. La división del trabajo, un “clásico organizacional”, transforma a cada actor en un “especialista” de su trabajo, lo que equivale a decir que es el que más sabe acerca de lo que hace, simplemente porque lo hace en forma continua; esa capacidad especializada, al no ser compartida, queda encerrada en la misma persona, fragmentando el accionar organizativo.

       Compartir es distribuir el conocimiento, dar y recibir, ganan todos (win-win) y, por lo tanto, gana la organización en su conjunto, pues el “todo” es mayor que la suma de las partes y la institución se cohesiona, fortaleciéndose para alcanzar los objetivos planeados.

      La tradición organizativa creó los departamentos de planificación como espacios organizativos “de elite” donde un grupo definía el futuro y rumbeaba a la empresa conforme los datos e información a su alcance para apreciar cómo ese futuro sería y de qué manera la “línea” podía alcanzarlo.

      En general, los departamentos o unidades de planificación, ubicados en los primeros niveles organizativos, o bien agregados a la conducción, incorporaban las funciones de control, asumiendo la denominación de Control de Gestión.

      Es tradicional la concentración unificada del planeamiento y el control en unidades jerarquizadas, delegando en la “línea” la ejecución. Es un formato de la tríada (PGC: Planeamiento - Gestión - Control) dividida, bajo los supuestos del “pensar” y el “hacer”.

      La división entre el pensar y el hacer es un verdadero despropósito, no exento de concepciones precarizantes acerca de la capacidad de las personas, produce la fragmentación organizacional impidiendo la sinergia.

      En efecto, en el formato piramidal de organización es fácil destacar la división precedente y sus impactos en la planificación: arriba se piensa y abajo se hace. Va más allá de las calificaciones, pues se considera que cuando a una actividad se le define una rutina o procedimiento, cualquiera la puede ejecutar haciendo en forma continua siempre lo mismo y requiriendo de su capacidad una parcialidad, la necesaria para ejecutar la tarea y, a través de la repetición, se alcanza la especialización, aumenta la escala, con efectos positivos en los resultados, pues hay más producto en menos tiempo.

      Esta ecuación rige en forma extendida (o muy frecuente) en todas las organizaciones.

      A medida que se desciende en la jerarquía organizativa, se abre la pirámide involucrándose a más gente, hasta llegar a la base de ella.

      La elaboración de manuales, tanto de puestos como de tareas, tiene por objetivo estandarizar las actividades, aprovechar parcialmente las capacidades –solo aquellas necesarias para el puesto– y limitar la potencialidad de la persona, ajustando sus acciones a intervalos de intervención más estrechos que forman parte de los procesos administrativos; al quitar la libertad precarizamos los resultados y la dignidad de la persona.

      El hacer, la acción planificada en otros espacios de la organización (arriba), precariza las capacidades, sujetándolas con exclusividad a la participación específica en un proceso, o un trámite.

      Es, en este sentido, el paradigma de la división del trabajo la expresión más severa del desinterés en la persona por su actividad, la producción de desmotivación y, por ende, una actitud negativa hacia la tarea.

      Lo