También debo reconocer la contribución que han tenido para el desarrollo de algunas ideas de este libro mis conversaciones con Adrían Carra y Fernando Labaig. Con ellos he mantenido numerosas discusiones y debates sobre muchos otros temas, pero que han proporcionado siempre una mirada distinta al complejo universo de la educación.
Lógicamente, tengo que mostrar mi gratitud al Bauhaus Archiv y al HfG Archiv Museum Ulm, las dos instituciones que han mantenido el legado de las escuelas de las que se ocupan estas páginas. Pero también quiero recordar el estímulo y que supuso hablar de estos temas con protagonistas directos. Bernard E. Bürdek, alumno del IUP y profesor de la Hochschule für Gestaltung de Offenbach, autor de numerosas obras sobre diseño, me ha proporcionado una visión general de las conexiones entre la práctica profesional y las instituciones educativas. Gerhard Curdes, profesor del Institut für Umweltplanung, me hizo ver con más claridad el final de aquel gran proyecto que fue Ulm. A David Oswald, de la Hochschule für Gestaltung Schwäbisch Gmünd, debo agradecerle su paciencia y su disposición a orientarme en el intrincado universo de la herencia de Ulm que tanta importancia tiene aún hoy para quienes se acercan a ese fenómeno. También quiero reconocer la deuda con la obra de Paolo Nicoloso, de la Universidad de Trieste, centrada en la difícil relación entre vanguardia y fascismo.
Quisiera mostrar mi profundo agradecimiento a muchas otras personas que han contribuido a formar mis ideas sobre el asunto central de este libro, y extiendo mis disculpas a cualquiera que pueda haber ignorado sin darme cuenta.
PARTE I
La realidad de la Bauhaus
El domingo 2 de octubre de 1955, un soleado día de otoño, tuvo lugar la apertura oficial de la Hochschule für Gesltaltung en Ulm. En la colina de Kühberg, en las afueras de la ciudad, cerca de donde estuvo preso el líder del SPD Kurt Schumacher, se procedió a la inauguración del edificio concebido por el artista y arquitecto suizo Max Bill. Hasta aquel día, las clases se habían impartido en el viejo edificio de la Volkshochschule, la escuela de adultos que Inge Scholl, Otl Aicher y Hans Werner Richter habían fundado poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial en el centro de la ciudad.
Por muy diversas razones, la presencia en ese acto de Walter Gropius tenía un significado excepcional. Tras fundar la Bauhaus en 1919 y dirigir la escuela hasta 1928, se había convertido en una figura de renombre internacional tras una brillante carrera en Estados Unidos. Gropius representaba el vínculo que la nueva institución quería mantener con la que había sido cerrada por los nacionalsocialistas en 1933. Pero también expresaba la relación que la cultura de la República Federal (con poco más de cinco años de existencia) quería mantener con Estados Unidos, su principal valedor.
Más de quinientas personas se agolpaban en la entrada de un edificio de nueva planta, desparramado por la colina de Kuhberg donde aún pastaban las ovejas y apenas unos pocos automóviles salpicaban el paisaje. A Richard Hamilton, que visitaría la escuela unos pocos años más tarde, no dejó de sorprenderle el edificio:
“Su coherencia era más evidente en las fotografías aéreas que cuando uno se encara con él. El lugar, una colina elevada fuera de la ciudad y la distribución desordenada de bajos edificios hace difícil ver otra cosa que una vista fragmentada. A un lado [los] automóviles […] se alinean en el parking; al otro, un arado tirado por bueyes trabaja en el terreno adyacente” (Hamilton, 1958).
La fotografía de Walter Gropius con los brazos cruzados, sentado junto a Inge Scholl, refleja la autoridad del fundador de la Bauhaus y su convicción en la pervivencia de los principios que dieron forma a su proyecto. A pesar de la gran afluencia de visitantes, no estuvieron ni el comisionado de Estados Unidos, John McCloy (que había concedido el dinero para la construcción de la nueva escuela), ni el influyente ministro de economía Ludwig Erhard, ni ninguna otra figura política de relevancia. Habría que esperar a 1958 para que el presidente federal Theodor Heuss, tan ligado a la cultura de Weimar, visitara la escuela.
Ante un pequeño atril, fueron pronunciados los correspondientes discursos en un clima de relativa formalidad. El acto se inició con un breve parlamento de Inge Scholl en el que subrayó las dificultades de todo tipo que habían sido necesario superar para llegar a aquel momento:
“Tenemos claro nuestro objetivo; todo lo que hacemos en la Hochschule für Gestaltung es trabajar conjuntamente para construir una nueva cultura, y ese objetivo es crear un estilo de vida que esté en consonancia con nuestra era tecnológica” (Spitz, 2002, 174).
Gropius, por su parte, comenzó haciendo referencia al momento culminante de la Bauhaus cuando en diciembre de 1926 se inauguró el edificio de la escuela en Dessau. Los noticiarios de la época recogieron sus palabras en una filmación del acto:
“Hace casi treinta años me encontraba en una situación parecida a la que hoy vive el profesor Max Bill, la apertura de un edificio propio para la Bauhaus en Dessau en 1926. […] Para experimentar se necesita absoluta libertad y un apoyo de las autoridades que, con visión de futuro, sean benevolentes con algo nuevo que a menudo es difícil de entender en sus inicios. Demos tiempo a la Hochschule für Gesltaltung para que se desarrolle tranquilamente. Eso llevará años. Sé lo que padecimos en la Bauhaus, cuando cada pequeña iniciativa que poníamos en marcha era sometido a crítica”.
Gropius escenificó la continuidad entre dos etapas de la historia alemana separadas por una guerra brutal que había tenido, entre otras consecuencias, la división del país en dos estados. Era un vínculo con todo aquello que el nacionalsocialismo había interrumpido o destruido, y un signo de la esperanza en una nueva República Federal integrada en el capitalismo y en la democracia parlamentaria. Aquel acto protocolario simbolizaba la permanencia de la Bauhaus a lo largo de todo el siglo XX.
I.
Alemania entre dos guerras, esperanza y tragedia
La Bauhaus abrió sus puertas en la primavera de 1919 y fue clausurada en el verano de 1933. Su existencia corrió paralela a la República de Weimar, el régimen parlamentario instituido entre las dos guerras mundiales. Ambas experiencias concluyeron trágicamente y cada una de ellas, a su manera, intentó revivir tras la enorme derrota de 1945. Mientras la democracia reaparecía en una versión muy cautelosamente corregida y tutelada con la fundación de la República Federal Alemana, la Bauhaus haría algo parecido en la ciudad de Ulm con la Hochschule für Gestaltung.
No cabe entender la Bauhaus sin conocer, aunque sea someramente, lo que la República de Weimar fue y supuso para la cultura y las artes de su tiempo. La inestable democracia de aquel periodo trajo consigo aires de libertad y, con ellos, una cultura diversa, innovadora (en ocasiones, ingenuamente pretenciosa) que dejó una inmensa huella en la historia de Europa.
Por otra parte, el régimen parlamentario que surgió tras la derrota de 1918 nació en las peores condiciones posibles: un país obligado a aceptar las duras cláusulas del Tratado de Versalles, dividido en facciones y empobrecido por la crisis económica. En palabras de Peter Gay, “la república nació en la derrota, vivió en la confusión y murió en el desastre” (Gay, 1984, 11). En consecuencia, la Bauhaus acusó todos los vaivenes políticos acaecidos durante su corta existencia: tanto el traslado de Weimar a Dessau, como el que la llevó finalmente a Berlín, estuvieron motivados por la derrota de los partidos republicanos en las ciudades en que se estableció la escuela. Su clausura fue consecuencia natural de la llegada de Hitler a la cancillería en enero de 1933.
República, democracia y revolución
La Gran Guerra llevó a Alemania a la ruina. En septiembre de 1918, el general Erich Ludendorf (jefe adjunto del Estado Mayor alemán), consciente ya de la inminente derrota, hizo todo lo posible para que la responsabilidad de la capitulación