Volvió a recostarse y nuevamente sintió crecer aquel calor esférico. Se abrió la camisa; un círculo rojo le adornaba el pecho, del tamaño de la sombra de una pelota de tenis. Cuando no pudo soportarlo más, se incorporó. Por segunda vez fue notando cómo la temperatura se disipaba. El calor parecía haber quedado adentro del colchón. Movió las sábanas, que ardían en ese único punto. Asomó la cabeza. Debajo de la cama había una naranja. Estiró un brazo hasta tocarla. No estaba caliente. ¿Cómo había ido a parar una naranja debajo de la cama? La paseó entre los dedos, buscándole algún sentido oculto; un secreto que la hiciera capaz de irradiar semejante energía. Palpó el colchón. Estaba tibio.
Eran las nueve de la noche. Había dormido más de cinco horas. Ya tenía que cenar, aunque no había almorzado. El médico no habría venido, o él no había oído el timbre. Puso la naranja en la heladera, sobre una bandeja. Regresó a la habitación. En la cama, el calor se había borrado por completo. Se sentó en la cabecera. Marcó el número telefónico que tenía anotado en un cartón de caja de Marlboro. “Soy Rosana, dejame tu mensaje después de la señal”. No esperaba encontrarse con un contestador.
Un grito claro, tiznado de excitación, llegó desde el departamento vecino a través de la medianera. La gorda se estaba cogiendo a Luis. Berto fue hasta la cocina; buscó un vaso. Lo apoyó invertido contra la pared, para amplificar su audición. Los ruidos eran a colchón y a risas. “Chin-chin, ¡fondo blanco!”. Un par de veces antes había descubierto a su vecino en situaciones similares: mujeres morochísimas, con bigotes, con las panzas hinchadas, petisas, la mayoría de las veces con las tetas pequeñas. Eso era lo más intolerable, según Berto: además de ser gordas, no tenían tetas. Era una tipología de mujer difícil de conseguir, con los cuerpos como lavarropas y las piernas finas como palos de escoba. Todas solían ser muy discretas en el vestir, aunque igual resultaban graciosas. La primera vez que lo vio acompañado, se había reído de él, como si la gorda fuera una chica consuelo. “Te cacé con un chobi”, dijo. Luis no le entendió. “Es Shabha, mi novia. En sánscrito Shabha significa ‘resplandor de la belleza’. No habla castellano; recita Kirtanas de memoria”. Con la novia siguiente, Berto no se atrevió a insinuar la menor broma. Cocinaba Halava, Khir y un flan de batata delicioso: Luis le había dado a probar. El Halava de esta chica, un postre caliente de sémola, bananas y frutas secas, era, según Luis, el mejor que había comido en su vida, porque lo hacía a la manera tradicional, como lo hacen en Nueva Delhi o en Punjab, y no como lo hacían acá en el “Ashrama Internacional para la conciencia de Krishna” de Villa Urquiza, a diez cuadras de la estación. Aunque Luis no había viajado a la India, estaba seguro de que era el plato más ajustado a la tradición. Ella se lo había asegurado. Los nombres de casi todas esas mujeres llevaban una o dos haches en algún lado, generalmente por el medio. Todas, invariablemente, tenían rollos y ojos como huevos, con pupilas de caviar sobre sendos platitos de manteca derretida. “Ji-ji; chin-chin”. ¿Cómo sería navegar por esa celulitis abigarrada, por ese embutido de grasa temblequeante, rebasando bombachas y corpiños, resistiéndose a las más ortopédicas de las fajas? ¿Cómo sería el abrazo sobre aquellas cinturas infinitas, los chupones sobre pezones interminablemente estirados por la piel de las tetas? ¿Cómo serían los juegos previos del amor en aquella masa adiposa; cómo la trepada, el rolido, el pistoneo? Luis tardaría horas en preparar tantos centímetros cuadrados de piel; en lamerla y acariciarla, revisarle los rincones, los pliegues, todos los dobleces. El vaso invertido contra la pared solo trasmitía la vocecita de pájaro de ella. El trinar de la ballena negra.
En la cocina abrió la heladera. Al ver la naranja tuvo la misma sensación experimentada al tocar aquel fantasma en la oscuridad del cuarto de Rosana. Si te destripo, te exorcizo. Llevó la naranja hasta la mesa, la ubicó sobre una tabla de picar y tomó un tramontina. Para hacer el corte contuvo la respiración. Las dos mitades quedaron batiéndose como tentempiés distraídos. No, no había sido un fantasma. Había tocado una musculatura; carne. Y las cosas no se salían así nomás de su pantalón, menos si estaban húmedas y pegajosas. Las mitades de naranja no presentaban ningún detalle extraño. Tal vez el tiempo de criogenia elemental pasado entre las cubeteras hubiera modificado el peso de su esperma, solidificándola un poco, asemejando la condición física del preservativo a la de un llavero. Y un llavero podía resbalarse del bolsillo fácilmente. El del Torino cupé 380, verde esperanza militar, con su pelota de madera y tachas plateadas, se le había resbalado de los pantalones cien veces, por decir una cifra. ¡Es que todas las noches andaba de juerga con alguna conchita, y el sexo salvaje iba precedido por la extracción de la ropa con salvaje violencia!
Decidió volver a llamar a Rosana. Eran las diez y cuarto. Era mucho más probable que el preservativo usado y doblemente anudado se pegara a su bolsillo, indiferente a las condiciones de la temperatura. La posibilidad de que se hubiera caído solo, de tan remota, era absurda. Marcó los ocho números. Cortó. Se sentó otra vez sobre la cama, a pensar. “¡Ah, ah, ah!”, emitía la pared medianera, desde el estar. Sus pescaditos tenían alguna utilidad inconfesable para Rosana. ¿Ella habría vuelto a frizarlos? “Una vez que algo se descongela, el proceso es irreversible”, decía Luis. La cadena de frío del espermatozoide estaría, así, definitivamente rota. Diez y cuarenta. El tiempo del razonamiento es tan volátil como el tiempo en las mañanas, pensó. En ninguna otra ocasión pasa tan rápido. Por la mañana, uno bosteza dos veces, se despereza, patea las sábanas, se saca una lagaña del ojo, vuelve a mirar el reloj y pasaron quince minutos. Pensar es igual. Tenía un plan.
A las doce la llamó. “Escuché tarde tu mensaje” —grabó—. “Por eso pensé en cambiarte el almuerzo por la cena, ¿te va? Son las nueve de la noche, espero tu llamado hasta las diez”. Cortó. No había comido nada. Le quedaba la naranja. En la cocina la volvió a mirar; peló un gajo. Detrás de la ventana cerrada, tres murciélagos lanzaron sus vuelos a la noche; flechas negras en el cielo de Palermo. Los chillidos de los animales parecían provenir de todas partes, de la sustancia misma del vuelo. Berto sentía que la presencia humana incomodaba a los murciélagos, como si él fuera el extraño en aquel edificio, un detalle puesto para perturbarles la fiesta. Esa que tenía lugar cada noche en los taparrollos, en las ventilaciones de las estufas apagadas, en cada una de sus madrigueras oscuras: la fiesta del vacío nictálope. Berto escupió el gajo sobre la mitad aún entera de la naranja: era amarga. La tiró a la basura y cerró la bolsa. Salió al pasillo y tiró la bolsa por el conducto del incinerador.
Al regresar, pegó su oreja sobre la puerta del vecino. Ella le hablaba despacio en otro idioma o le cantaba una canción melosa. Se la imaginó desnuda apretando entre sus adiposidades al pequeño y negro Luis, sobre la alfombra desbordante de colillas, ceniza, servilletas, cáscaras, pedazos de comida, tenedores sucios, botellas vacías, latas abolladas y vasos de plástico. Pudo sentir un olor particular, mezcla de humo y alcohol. Una profunda arcada le subió desde el centro del estómago vacío, por segunda vez en el día.
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