Berto ni le contestó. Salió a un jardincito abundante de dalias y hortensias, pasó una verja entre dos pilares que terminaban en enanos de cemento. Los enanos estaban pintados de blanco. Tanteó las llaves en su bolsillo, tanteó la billetera. Estaban en sus sitios. Abrió la puerta del auto, se subió, arrancó. El primer semáforo, a tres cuadras, lo tomó por sorpresa. Frenó sobre la senda peatonal. Metió las manos adentro de cada uno de los bolsillos, hasta el fondo. Tiró de los géneros hacia afuera; uno por vez. No todo estaba en su lugar. Le faltaba el preservativo.
2
Las luces del semáforo le decían “pará, Berto, revisá bien”. La luz roja era un lunar de carne; la amarilla era un preservativo sin usar; “ahora seguí, Berto, seguí”. Verde. Berto pensó que no sabía cómo seguir, qué tenía que hacer para recuperar el semen extraviado. El semáforo no indicaba el camino, simplemente bajaba la bandera de largada y se lavaba las manos. “Mierda”, dijo Berto.
Estacionó a doscientos metros, frente a la puerta de un restorán. Faltaban varias cuadras para llegar a su edificio, pero no podía seguir manejando. Estaba perturbado. Miraba pasar a la gente como desde una jaula de cobayos; como si todas esas mujeres que iban y venían fueran investigadoras y él, pobrecito, ratón. Mujeres con sombreros, adolescentes en delantales y medias tres cuartos, cuarentonas en taxis, gimnastas de pantalones chillones, señoras de compras, ejecutivas entalladas, embarazadas, niñas, abuelas. ¡Cuánta gente para las ocho de la mañana! A Berto le encantaban las mujeres; es más: se hubiera cogido a muchas de las que pasaban, menos a las abuelas, a las que arrastraban changos, a las embarazadas que habían cumplido el sexto mes y a la más petisa de las que llevaban sombrero, que era enana. ¡Si se había cogido a una jipi con lunares cancerosos! A esa que pasaba ahí también le habría hecho el favor, claro. A la del júmper. Los júmpers eran las ropas más sensuales para Berto, porque el cuerpo quedaba desvestido en una sola movida. Y quedaban al descubierto las nalgas apretadas, las tetas de pezones duros. Todas tenían algo. Con todas las mujeres de su vida se podía armar una Frankenstein de ensueño, ochenta por ciento judía, sacando las piernas de una, el cuello de otra, los ojos de una tercera. ¡Hasta podía incluir partes de Rosana! Todas tendrían algo para contribuir a aquella mujer perfecta, pero ninguna de ellas, de eso Berto estaba seguro, querría guardar su semen, salvo la última. ¿Cuánta vida tenían los espermatozoides fuera de su cuerpo? Seguramente más de lo que Berto tardaba en producirlos de nuevo. Él entendía que si estaban en un medio cálido y viscoso (por ejemplo: el cuello del útero), podían aguantar uno o dos días. La única señora que vio con delantal tenía los pechos grandes y blandos. Para rebotar, pensó Berto. La mujer sacó un celular de su cartera. “Hola, Saravia, feliz año”. Berto miró la fecha en el reloj. Jueves siete de enero. Puso primera. Arrancó.
En su departamento lo esperaban tres llamados y dos tarjetas postales. Una tarjeta y un llamado eran de su trabajo. “Feliz Año Nuevo” y “Bonjour, monsieur: ¿agreglo citas paga hoy y mañana, o las paso paga la semana pgróxima?”. Era la secretaria de Mondrián, una pituca de la Alianza Francesa llamada Dominique, de cincuenta y tantos años muy deteriorados, renga de la pierna izquierda. Una francesa nacida en Bernal, que pronunciaba a lo Cousteau. Le habían puesto la menos excitante de todas las mujeres para que él pudiera hacer su trabajo, y para que la dejara trabajar a ella. Desde que Dominique había entrado a la oficina, Berto odiaba a los discapacitados. Ese año había devuelto sin abrir las tarjetas de salutación que los pintores sin manos venían enviándole para las fiestas y él compraba sin chistar. Hizo suspender la compra mediante la propia Dominique. Sin embargo, la voz de ella en el contestador lo calentaba. Algo había allí de la aprendiz de francesita que habría sido en el Liceo, en sus años de llevar polleras y escotes. La otra tarjeta era de su vecino. Traía una foto de una naranja en tamaño natural, con la inscripción “Beto: dulce año para ti y los tuyos”. ¡Dulce año! Parecía una propuesta gay. ¡Dulces lechitas! Aunque Luis, el vecino, no era gay. Era hindú. Berto soportaba sin corregirle el hecho de que lo hubiese apodado Beto, sin erre, porque le parecía que Luis lo hacía de cariñoso. La naranja era un lunar de carne varias veces aumentado.
Los otros dos mensajes eran de Rosana. Uno decía:
“Tratemos de tranquilizarnos; es el principio del año y sería bueno que nos siguiéramos viendo... ¿Hola? ¿Estás ahí?”.
El segundo mensaje decía:
“Ya encontré el forro, no te hagas mala sangre. ¿Almorzamos?”.
Berto decidió llamar solamente al trabajo. Dijo que estaba indispuesto, porque de verdad se sentía así. Indispuesto para subir al tren en la estación Carranza, para viajar apretado por la gente, bajarse en Retiro, caminar las cuadras que lo separaban del edificio Mondrián, en Plaza San Martín. Tenía que descansar. Escuchó el chirriar de la puerta de su vecino Luis. Miró el sobre. ¿Había ido hasta el correo a enviar la postal, había gastado un franqueo, había molestado al servicio de carteros y al mismo portero del edificio pudiendo, simplemente, entregarla en mano? “Este Luis...”. Berto se asomó al pasillo antes de que su vecino cerrara la puerta. Varias bolsas de supermercado esperaban en el umbral. Tenían el logotipo de Jumbo y la estampa de un pino con adornos. Berto levantó las bolsas y entró al departamento contiguo gritando: “Jo,jo,jo,jo: ¡Namasté y Feliz Navidad!”.
—Hindúes no festejamos Natividades, Beto —contestó Luis, desde la cocina. Un leve acento árido cortaba las palabras en sílabas, como si dijera: “hin-dú-es-no-fes-te-ja-mos-na-ti-vi-da-des”. Acomodaba la compra en la heladera—. Tenemos el Holi, el Diwáli, el Dashehará…
—Ya, ya —dijo Berto.
—Nin-gu-na-ti-vi-dad. Namasté —agregó Luis, uniendo las palmas de las manos a la altura del pecho—. Además, ya pasó.
Salió de la cocina y se abrazaron. Luis tenía la piel del color del Río de la Plata; era petiso, esmirriado y una cicatriz le cruzaba media mejilla. El pelo y las pupilas eran negros; el blanco de los ojos, color manteca. Este detalle se veía solo a veces, porque Luis acostumbraba a llevar los ojos entrecerrados como los de una lagartija. Los hacía pestañar constantemente, lo que provocaba desconfianza en casi toda la gente que lo conocía, salvo en Berto. Para colmo, usaba zapatos blancos. Para hacer las compras, para ir a ver clientes, para pagar los impuestos o pasear. Indistintamente de mañana o de noche. Hasta el día en que conoció a Luis, Berto había pensado que nadie que usara zapatos blancos podía ser persona de fiar.
Luis estudiaba computación y coleccionaba artículos científicos. Si Berto tenía problemas en la oficina con la computadora, hacía que lo llamaran a él. Habían arreglado cómo debía pasar las facturas, y aunque Luis era muy bueno en lo suyo, aún no había logrado que lo contrataran. Un contrato de Mondrián significaría un buen impulso a su carrera de técnico informático. Luis lo sabía, pero no era eso por lo que cuidaba tanto la relación con su vecino de departamento. Se estimaban, simplemente. Los dos eran solteros y rondaban los cuarenta años. Berto le alcanzó las bolsas de la fruta. Luis le convidó una lata de boukhah, una grapa oriental.
Se sentaron para brindar por el Año Nuevo. Sobre la mesa había unos recortes anaranjados y puntiagudos, dispuestos a modo de piezas de rompecabezas. Berto tomó uno. Eran cáscaras de naranja. “¿Y esto?”, dijo. Luis comentó que estaba saliendo con una chica obesa que hacía manualidades.
—Sabés que me gustan rellenas, mnnn...
—¿Es india?
—Hindú. Piel ce-tri-na como la de un durazno macerado; mu-lli-dez de montaña de heno. ¡Imposible sentir sus huesos!
Berto se rio.
—Es muy halibidosa.
—Habilidosa.
Luis asintió.
—Monda naranja con una cuchilla sis-sis; triangula los orillos con tijera de peluquería... ¡Ah...!
—¿Y no se pudre?
—¡No, le encanta!
—Digo, la cáscara.
—Todavía