Los Buguis. Joe Iljimae. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joe Iljimae
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786124835810
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—me contradijo Miguel—. Los tombos deben estar cerca... Además, todo es la culpa del enano.

      —Tiene razón —opinó Jesús—. Mejor vamos a su casa.

      —¿Y si no está? —pregunté.

      —Lo esperamos —sentenció Elías.

      La respuesta no me gustó del todo. Jon era el más pequeño de la banda; el más tranquilo también. Nunca había ganado una sola pelea y sus piernas eran demasiado cortas para correr a nuestro ritmo. Le gustaba vagar con nosotros y sacar a pasear a su enorme perro Draco. Se había unido a Los Buguis porque no tenía otro camino. ¿Qué opción podía tener un niño cuando el barrio entero era de un equipo de fútbol diferente? ¿Qué podía hacer cuando sus amigos iban contentos a reventarse en las grescas callejeras? Un imán colectivo había empujado a Jon a ser uno de Los Buguis. Y no se quejaba. Era feliz empozado en su condición de aprendiz, de cachorro. Estaba siempre en los ensayos de guerreo, en las excursiones a El Puquio, en las reuniones de cuadrilla, en las pequeñas transacciones de pitillos.

      —No podemos esperar —dije exaltado—. Lo pueden chapar los tombos o los cagones. Tenemos que ir a buscarlo.

      —No —volvió a repetir Miguel—. Es su culpa. Tiene que aprender a ser un bugui. Toda la vida la misma huevada. Si no sabe cuidarse solo, peor para él. ¿Acaso eres su viejo?, ¿o fácil eres su mamita?

      —¡Hijo de puta! —vociferé y me lancé sobre él, enfurecido por tomar la desaparición de Jon como la de un simple perro. Estuve a punto de cogerlo por el cuello y estrangularlo, pero un brazo me detuvo y me tiró al suelo como un pedazo de basura.

      —No, Fernando —dijo Elías con calma—. No.

      Me levanté de un salto.

      —¡Pendejo! —le grité—. ¿Tú también te cagas en los patas?

      —No —contestó—. Yo me encargo de cuidarlos a todos.

      —¡Mentira!

      Un puñete se estrelló contra mi cara y me dejó en shock. Vacilé por dos segundos y caí nuevamente al suelo. Elías me miraba impasible, como si nunca hubiera soltado el golpe, como si nunca se hubiera movido de su sitio.

      —¡Por qué! —grité— ¡Por qué!

      —Cálmate —dijo.

      El murmullo del río comenzó a crecer después de aquel golpe. Nos quedamos sumidos en un silencio hosco, triste. Era la primera vez que Elías me golpeaba. Siempre habíamos sido buenos amigos, grandes camaradas de guerra. Me puse de pie cogiéndome el rostro. Estaba adormecido y caliente. Me sentía confundido y todo se deslizaba a gran velocidad por mi cabeza.

      —Tú y yo iremos a la Estación —me dijo—. Los otros irán a buscarlo a su casa.

      El río avanzaba furioso por encima de las piedras. Era como si se burlara de nosotros con una sostenida carcajada. Arriba, en el cielo, un grupo de gallinazos se mecía en el aire en busca de una presa. Tenían traza de adolescentes desamparados. Se parecen a nosotros, pensé con desánimo.

      —Pero es peligroso —objetó Miguel.

      —Los tombos deben seguir dando vueltas —dijo Roberto.

      —Y los de San Pancho pueden estar cerca —agregó Jesús.

      Elías observaba en silencio la invicta carrera del agua. De pronto, enojado, gritó fuera de sí:

      —¡Somos Los Buguis, carajo! ¡Los Buguis!

      Una vez más nos quedamos mudos.

      —Vayan a su casa —ordenó—, y si no lo encuentran, búsquenlo en el barrio.

      —¿Y ustedes? —preguntó Roberto.

      —Nosotros iremos a los vagones —dije con un fugaz viso de orgullo.

      —Cuidado con los tombos —balbuceo Jesús—. También con los cagones. Ya saben, es su barrio.

      —No pasa nada —dijo Elías.

      Ambos partimos con dirección a la Estación Central de Ñaña. Los otros treparon el repecho de polvo y piedra rumbo al barrio. Jon, hijo de puta, ¿dónde te habías metido? ¿Por qué demonios no corriste con nosotros? ¿Por qué siempre te gustaba meterte en problemas? ¿Tenías que formar parte de Los Buguis? ¿Alguna vez fuiste un verdadero bugui?

      —Fernando —dijo Elías y me tomó del brazo. Estábamos muy cerca a los vagones del tren, a unos cien pasos del establo Las Cadenas—. Eres un buen amigo, un gran muchacho...

      —Soy un bugui —le contesté feliz.

      2

      No le crean al idiota de Fernando. La verdadera historia ocurrió dos días después de la bronca con los cagones de San Pancho. Elías y Fernando fueron a buscar a Jon por las filas de los trenes, pero no lo encontraron. Nosotros tampoco pudimos encontrarlo y eso fue peor.

      Ese día, Elías salió de la casa de Jon con los ojos repletos de rabia. Su piel amarillenta, casi enfermiza, parecía la de un viejo. Caminaba como un zombi y había algo horrible en su mirada. ¿Quién podía adivinar lo que sucedía en su interior? Era el jefe y nosotros lo respetábamos por eso. Bueno, no todos. Pero sí la gran mayoría. Si él quería estar lleno de furia, pues era su problema. De esa forma llegó hasta nosotros y, tras cimbrearse por algunos segundos, cayó de rodillas en la tierra.

      —¡Hijos de puta! —gritó—. ¡Conchesusmares!

      Todo el barrio quedó conmovido por la familia de Jon y por Jon mismo. Nos sabíamos culpables, cogidos por las garras de un oscuro crimen. Pobre Jon, me dije entonces, no debió alejarse de nosotros, no debió dejar de correr a nuestro lado. Pero esas pequeñas piernas, esos pies planos, esa terrible mala suerte, lo fregaron como siempre.

      —Hay que vengarse —exclamó Fernando, apretando los puños.

      Nunca me había gustado Fernando, siempre andaba con sus aires de sabiondo y genial. No sé por qué rayos paraba con nosotros. Siempre había dicho que prefería más los libros que las broncas, el frío que el calor, el porno que el fútbol. ¿Quién chucha se creía ese huevón?

      —Sí —grité mirándolo—. Hay que cagarlos.

      Lo dije pero no sabía cómo lo haríamos. Supongo que no podía quedarme callado después de haber escuchado al baboso de Fernando.

      —Roberto —llamó Miguel, llevándome a un costado—: no están todos Los Buguis... Tráelos.

      Me di la vuelta y salí en busca de los otros buguis. Un pequeño grupo de muchachos se había reunido alrededor de Elías formando un desordenado disco humano. Tenían los rostros contraídos y los puños apretados. Cada movimiento de su cuerpo tenía algo de salvaje, de animal. Si algún adulto se hubiera atrevido a reprenderlos en aquel momento, lo hubieran hecho polvo en el acto. Los más grandes fumaban y los pequeños se empujaban entre ellos. Algo tenían en sus ojos que me parecieron pozos llenos de terror. Los dejé allí y avancé hasta la primera casa.

      Una vez frente al portón, empecé a lanzar fuertes silbidos desde el poste.

      Nuestra banda, como casi todas las pandillas, tenía una singular manera de silbar que la diferenciaba de las otras. El sonido era la copia del runrún que hacen esos cuetecillos que salen disparados hacia el cielo. Un largo chiflido que termina en una mediana y rápida explosión.

      Los silbidos, como los choques de puños o los gestos con las manos, son los viejos códigos que posee cada barrio, son las pequeñas contraseñas que propulsan los engranajes de la cuadra, las señas de reconocimiento entre camaradas. A veces, cuando uno crece o rompe con todo su pasado, lo único que queda es la resonancia del silbido. De este modo, se llega a convertir en la cicatriz de lo que fuera el viejo barrio.

      Tras silbar por unos segundos, salió mi amigo Diego.

      —Hay