–¡Ya nunca comeremos juntos! ¿Qué os dije? ¡Nunca más!
El asiento del náufrago quedó vacío en la mesa, y mi madre se aprestó a colgar unas cortinas negras de paño, con objeto de tapar la ventana que miraba al mar. No deseaba ver el mar desde la mesa, porque eso le quitaba el apetito. Tampoco mis hermanos parecían muy ilusionados, y yo, que era el mayor, trataba en vano de persuadirlos, de hacerles ver que no debían sentirse de ese modo, puesto que mi padre siempre supo lo que hacía y así nos lo había mostrado.
Ahora me sentaba en la cerca y pensaba a menudo en él. Habían transcurridos dos años. Todo ello era muy misterioso y me parecía como un interminable sueño. El mismo mar me parecía un sueño, con aquellas leves manchas grises al amanecer. Pocas veces caía nieve sobre el mar, aunque en alguna ocasión sucedió. Había entonces un gran silencio alrededor y las aguas se mantenían inmóviles. En realidad, todo se mantenía inmóvil. Era un paisaje muerto, a excepción de la nieve que no cesaba de caer.
Debería leerte la carta, te digo, pues no en balde la mandó mi padre.
No quedaba ya gran cosa de ropa, pero mi madre seguía tendiendo, cambiando de lugar las sábanas y exprimiéndolas al sol. Daba vueltas y más vueltas, advirtiendo yo de lo que trataba ella era de que me resolviese a leer, de que tomara la decisión por mi mismo, pues, en el fondo, deseaba ardientemente averiguar qué es lo que decía mi padre y, sobre todo, si mandaba algún dinero.
Tuve la impresión, durante muchos años, de que mi madre no perdonaría a mi padre; de que, mientras viviera, pensaría en él con rencor. Había habido una mujer de por medio, y esto no lo olvidaba mi madre. Estoy seguro de que aun entonces, mientras miraba y no la carta, suponía que vivía cerca de esa mujer. Nunca aceptó con naturalidad lo del naufragio. No lograba comprender que un hombre pudiese tener algo misterioso dentro. De ahí que ella conservara –aunque bien que nos lo callaba a todos– la ilusión de que el hombre volvería al cabo; de que algún remordimiento tardío le haría regresar a su lado y reanudar la vida de todos loa días. Esto se hacía sentir justamente cuando alguien llamaba a la puerta. Algo le decía en su interior que mi padre no había naufragado. Pero era una idea tonta de la cual todos nos reíamos. Yo sentía compasión por mi madre y procuraba sobrellevar sus pensamientos. No, nunca llegó a apreciar en lo que valía la grandeza de mi padre.
Aunque quizá lo más lastimoso fuera que se negase ahora a saber de aquella carta, por temor a convencerse, a la postre, de que mi padre sí había naufragado. No olvidaba lo de la mujer; pero tampoco lo deseaba muerto. Era una situación muy enojosa la suya. Tenía miedo de saber, pues recuerdo que el mar siempre la confundió, tan poco.
Toda la ropa se hallaba ya tendida, volando alegremente en el aire, cuando vino a sentarse a mi lado. Parecía un poco sofocada. Yo tenía la carta entre mis dedos y no tuve inconveniente alguno en que la viera. La miraba, sí, pero de reojo. La miraba como por compromiso, con superstición disimulada, ni negando ni afirmando ya que fuese o no de mi padre.
Mi madre no sabía leer. De ahí que repasara extraviadamente la escritura con un gesto de recelo, como quien se asoma a un pozo. También estaba allí la botella, chorreando agua de mar. Entonces mi madre cogió la botella y la miró al trasluz. Y no sé cómo al reflejarse el sol en ella, cómo al llenarse la botella de sol, el sol se volvía verde de pronto y empezaba a gotear en la tierra. Posiblemente pensara mi madre que el dinero se había quedado dentro, y que yo, en mi afán por saber del náufrago, hubiese podido olvidarlo. El verde sol seguía derramándose y pronto la botella quedó vacía. Esto nos entristeció a los dos. Después posó la botella en el suelo y se la quedó mirando otro rato, como esforzándose por leer en ella cierta invisible escritura que a mí se me escapaba.
El sol continúo nublándose en el curso de la mañana y, en un momento dado, comenzó a llover. Era una lluvia menuda, muy fina, pero que impidió, de todos modos, que se secara la ropa. Esto ocurría con frecuencia, especialmente durante la primavera, por lo que mi madre no se conturbó. El huerto entero se hallaba a oscuras. Y otro tanto el mar. Así que mi madre se puso de pie nuevamente, con objeto de recoger la ropa y volverla a lavar, si era preciso.
Meses después vino el otoño, y durante ese tiempo las noches eran más largas y el olor del mar penetraba en la cama, escurriéndose entre las sábanas. Las sábanas, con ese olor, se endurecían un poco y crujían como las velas de un barco. Las velas se endurecían asimismo y triscaban en los palos como las conchas de mar. Durante el resto de la estación, el mar se apoderaba de todo, se hacía cargo de todo, sin que nadie pensara sino en el mar. Pensaban en él hasta las mujeres jóvenes, para quienes el mar, ordinariamente, no significaba nada.
Muchas de estas noches pasaron, y mi madre seguía sin encontrar el momento propicio para ponerse al tanto de la carta. Aquel año había salido demasiada ropa y el tiempo continuaba incierto, engañoso. Rompía a llover impensadamente. Ello determinó que mi madre no se diera abasto durante el otoño. Quizá cuando entrara el invierno. Mañana, pasado. En el invierno sería otra cosa.
Mas iba tan adelantado el invierno, que un día u otro terminaría el año. Ya estaba por terminar, en efecto, cuando me dijo:
–Quisiera no oír más de esa carta y harías mal en volver a hablarme de ella.
Aquella noche se soltó el temporal que acabó por llevarse el rompeolas. Decían que había algunas barcas fuera, y durante la mayor parte de la noche se oyó gente hablar y pasar frente a la casa. El faro daba vueltas sin cesar y su resplandor me llegaba a la cama; pero las olas eran cada vez más altas, dando por resultado que el mar se conservase a oscuras. Rara vez recuerdo haber contemplado el mar en tamaña oscuridad como entonces. Se oían los gritos de los vecinos llamándose a través del oleaje, y ladraban continuamente los perros, porque aquellos gritos no eran usuales y debían alarmar a los perros. Mi madre mantuvo la luz de su cuarto encendida en tanto los demás dormían. Solamente nuestra casa estaba en silencio. Parecía una casa rodeada por el mar. Era como una roca en el mar. Y mi madre entreabrió la puerta, informándose si dormía.
–Puedes entrar, si gustas –le dije–. Estoy a oscuras, pero no duermo. ¿Tienes miedo?
Entró, asegurándose que sí, que sentía bastante miedo, con aquella luz del faro que no cesaba de dar vueltas. La noté francamente afligida.
–Quería confesarte una cosa –expresó–; no me podía dormir sin decírtela. En una noche como ésta es cuando echo de menos a tu padre. En estas noches tu padre sí que me hace una terrible falta.
Después se sentó en mi cama. Yo también me senté.
–¿Crees realmente que haya naufragado?
Mas, de pronto, debió venírsele a la cabeza una rara ocurrencia –como que mi padre podría estar a tales horas fumando en un sofá su pipa, muy lejos del fondo del mar, sin ocuparse de mandar dinero –y empezó a pasear por el cuarto.
–Creo que me voy a acostar –susurró–. Parece que me está entrando sueño.
Allí donde estaba ahora, la luz del faro le golpeaba el rostro, de suerte que la veía aparecer y desaparecer sobre un cielo mortalmente vacío.
–¿Sabías que hay gente fuera? ¡Dichoso mar! Te diré lo que me dijo mi padre en cuanto supo que estaba resuelta a casarme: “Cuídate mucho del mar y su gente. Te harán entre todos muy infeliz”. Durante años, viví atrozmente desamparada. No soportaba el olor del mar. Siempre el olor del mar, estuviese donde estuviese. ¿Pues creerás que todavía es el día en que no soporto ese olor?
Hablaba en la oscuridad. Pero a poco dejó de hacerlo, empujó con el pie la puerta y desapareció. O, al menos, esto supuse, aunque la oí de nuevo:
–Todo eso quería decirte. Eso era todo.