Otra cuestión relevante relacionada con el concepto de expresión es la que se refiere a su vínculo con la noción misma de “contribución al debate público”. Si el acto de expresarse para participar del debate público fuera lo que el derecho a la libertad de expresión protege, entonces ese derecho no se vería afectado si por razones justificadas en aquellos mismos presupuestos de la protección se impusieran límites desde el Estado para continuar haciendo el mismo punto que ya se hizo y que se encuentra presente en el debate público. En términos concretos, si el acto de bloquear una ruta fuera exitoso en el sentido de llamar la atención sobre una determinada demanda social se logró con éxito y se ha conseguido incorporar ese planteo como insumo al proceso deliberativo, ¿podrían imponérsele límites, una vez que hizo su contribución discursiva o en la medida en que no se impida que la haga? Lo mismo podría suceder con los aportes en dinero a las campañas políticas. Aun si se piensa que la contribución en dinero es una forma de expresión —algo que sería debatible, tal como lo demuestra la jurisprudencia controvertida de la Corte Suprema de los Estados Unidos al respecto32—, ¿podría considerarse una violación a ese derecho el que se impongan límites a esos aportes? Si con un determinado aporte de dinero una persona ha logrado no solo expresar sus convicciones políticas, sino también contribuir a que quienes se postulan a conquistar el voto de la ciudadanía puedan hacerlo gracias a ese aporte, impedir que el aumento de la contribución distorsione el debate público atrayendo una porción exagerada de la atención limitada de la ciudadanía no parece afectar la libertad de expresión. Por el contrario, parece beneficiar esa libertad en cabeza de terceros al tiempo que favorece la libertad política.
De vuelta a la relación entre libertad de expresión y democracia, incorporando ahora el debate sobre la noción misma de lo que significa “expresión”, una pregunta aceptable sería por qué deberíamos optar entre una relación débil y una fuerte, menos o más demandante respecto de lo que significa expresarnos en el sentido de hacer una contribución al debate público. ¿Por qué no exigir una relación débil y fuerte a la vez? ¿Por qué no consideramos que la libertad de expresión requiere que todos se expresen sin interferencias estatales de ningún tipo, y que, además, utilicemos al Estado para incluir más voces en el debate público y tendamos también a generar una práctica de intercambio y deliberación que mejore la calidad de nuestra democracia? El problema es que en algunas situaciones relevantes —aunque excepcionales—, según sostienen autores como Meiklejohn o Fiss, parece ser necesario limitar la libertad de expresión de algunos para lograr que todos puedan ejercer esa misma libertad. Esta es la ironía de la libertad de expresión de la que nos habla el último de esos dos autores. El derecho requiere ser limitado en el caso de algunos individuos para que otros puedan ejercerlo y para que todos puedan gozar de la libertad política.
Un buen ejemplo en este sentido es el de los límites a las donaciones de individuos y empresas para las campañas políticas al que me referí más arriba. Nuevamente, las metáforas del libre mercado de ideas o de Hyde Park y la de la asamblea de ciudadanos resultan ilustrativas para mostrar el modo en que esas tensiones podrían resolverse de modos divergentes. Los modelos expresados en las dos primeras metáforas no objetarían la presencia de aquellos que buscan impedir el normal desarrollo del debate o la ausencia de una verdadera deliberación. Sin embargo, la metáfora de la asamblea de ciudadanos presupone que la ausencia del moderador y la falta de aplicación de las reglas de la deliberación —incluyendo la adhesión a la agenda de la reunión— conducen a la imposibilidad de realizar el autogobierno y la autonomía. Además, darían un poder extraordinario en el sistema democrático a aquellos actores capaces de imponer su punto de vista no como consecuencia de sus argumentos e información, sino por otros factores como el volumen de su voz, su desprecio por los buenos modales o simplemente su poder o su fuerza, lo cual no puede estar más enfrentado con los ideales de autonomía y de autogobierno.
La tesis que casi de forma excluyente asocia a la libertad de expresión con el ejercicio de la autonomía entiende, por ejemplo, que cualquier restricción o tope a la donación de dinero de particulares o empresas para campañas políticas o cualquier límite al derecho de manifestarse en las calles bloqueando el paso de automóviles o transeúntes resultan en una afectación de la libertad de expresión. Pero ¿es así? ¿Y si el problema surge a partir de una mala formulación de la pregunta, que no matiza el significado del término “expresión”? ¿Realmente estamos limitando la libertad de expresión de los que quieren donar más dinero si imponemos desde el Estado un tope para esa donación? ¿Obligar a donar menos de lo que se desea donar significa que esas personas se ven impedidas de expresar sus ideas o de apoyar a quienes las expresan? ¿Qué quiere decir “expresarse”? Si por “expresarse” entendemos tener la capacidad de sumar a la deliberación una perspectiva, de ofrecer las razones que la justifican, de brindar los datos y la información que la respaldan, entonces ¿qué tiene que ver eso con los límites a las donaciones? ¿Acaso el que dona, y supuestamente se expresa haciéndolo, se expresa menos o deja de expresarse si no puede donar más dinero? Aportar más a una campaña electoral no implica necesariamente expresarse más, en el sentido de aportar más información, más ideas o más argumentos, sino de influir en el debate público con mayor potencia, algo así como sucede con el que más grita o utiliza amplificadores de voz más potentes en Hyde Park o en la asamblea de ciudadanos.
Lo mismo sucede con la protesta social como forma de expresión. ¿Más protesta en el sentido de más días de bloqueo de calles implica siempre más expresión? Si los manifestantes ya han logrado llegar con su perspectiva al debate público y sus conciudadanos están discutiendo acerca de lo que los manifestantes proponen, ¿no han ejercido ya su derecho a la libertad de expresión? ¿Es imprescindible que se sigan manifestando como parte de su ejercicio de la libertad de expresarse? Imponer límites a la prolongación por más tiempo del corte de las calles o establecer topes a la donación de dinero a una campaña electoral, ¿implica que esos manifestantes y esos aportantes están siendo censurados? Las manifestaciones que bloquean rutas tienen sentido como medio para visibilizar una posición y hacerse oír, pero si pudiéramos visualizarlo en un gráfico de coordenadas, ese vector ascendente de expresión llega en algún momento a un punto de meseta a partir del cual la manifestación deja de ser una expresión que fuera silenciada y que lucha por hacerse oír para convertirse en la repetición sin fin de la misma idea que deja de perseguir el objeto de introducir una perspectiva, una idea o información. Ya no sería una mera expresión y pasaría a convertirse en uso de fuerza y presión —que como tal podría estar permitida basada en otro derecho, pero no por ser ejercicio de la libertad de expresión—. Lo mismo sucede con el aportante a la campaña electoral. Una cierta cantidad de dinero aportado a la campaña electoral de un candidato puede ser muy útil para poner a ese candidato y sus ideas y propuestas en el debate público, pero hay un punto en que la cantidad de dinero aportada ya no se asocia con la intención de darle visibilidad a una idea o propuesta y empieza a parecerse a una maniobra de imposición de esa idea por la fuerza del poder del dinero, a un punto tal que ya no justifica seguir viendo la donación partidaria como expresión y comienza a asemejarse a una presión o desplazamiento de otras voces con menos poder económico.
Este argumento que presento aquí podría tener un problema: supone que los individuos que reciben una perspectiva expresada “con más fuerza” —traducida como más cantidad de minutos en televisión o más presencia en las redes sociales, por ejemplo— van a tomar decisiones menos autónomas. En otras palabras, supone que el proceso de formación de preferencias individuales puede ser manipulado y, en consecuencia, supone que las personas no somos capaces de actuar autónomamente en ciertas circunstancias. De algún modo, este argumento presume que, dadas esas circunstancias, los seres humanos no somos autónomos, y esto es justamente lo que la tesis tradicional de la libertad de expresión encuentra problemático en la tesis de la libertad de expresión derivada de una concepción de la democracia deliberativa. En respuesta a esa posible crítica, sugiero revisitar los argumentos que ofrecí más arriba sobre interferencias estatales paternalistas con la autonomía y los que presento en la siguiente sección sobre formación de preferencias.