El regreso del circo. Alfredo Gaete Briseño. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alfredo Gaete Briseño
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789566039631
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      Miguel sonrió.

      ―Por supuesto que aquí estaremos… ¿Les parece a las tres?

      Alicia le devolvió la sonrisa.

      ―Sí, es una buena hora. Los estaremos esperando.

      Horacio también sonreía y el semblante de Delia se veía despejado; Camila, en cambio, permaneció seria.

      Sofía mantenía su expresión.

      ―Nosotras ahora tenemos que terminar de ayudar en esto. ―Se agachó, dándoles la espalda. Su hermana y Juan la imitaron.

      Miguel echó a andar seguido de muy cerca por Delia. Poco más atrás avanzaban Camila y Horacio.

      ―¿Tenemos que venir? ―La voz de Camila sonaba como si le costara dejarla salir.

      ―¡Por supuesto! ¿Por qué dijiste que sí, si no querías?

      ―No, si yo digo, nomás, porque como habíamos quedado de salir en bici. El día está buenísimo para ir a dar una vuelta a la playa.

      ―Pero podemos venir en bici.

      ―¿Crees que ellas tengan?

      ―No sé, tal vez, tendríamos que haberles preguntado.

      Delia, por su parte, tuvo deseos de girarse para mirar hacia atrás, pero temió que fuera una conducta demasiado evidente y no se atrevió. Reflexionó en cómo había cambiado su vida de un momento a otro, de manera tan inesperada. Siempre le había gustado un poco Miguel, pero no tanto como para hacérselo saber ni demostrar demasiado interés; no obstante, en el lugar que menos había esperado, apareció Juan, cuyo físico llamó de inmediato su atención, al igual que su timidez, lo que, junto a verse mayor, le gustó; de seguro tendría una manera de pensar que lo haría interesante. Por otra parte, venía a romper la monotonía de estar viendo siempre a las mismas personas.

      Horacio también permanecía en silencio. Tenía presente el rostro de Alicia con su pelo oscuro tan corto que lo había sorprendido, el cual contrastaba con el potente azul de sus ojos, que se veían enormes. No podía negar que era aún más linda de lo que recordaba, y su atracción aumentaba al percibir que se había convertido en lo que solo supo definir como “toda una mujer”. Miró de reojo a Camila, quien continuaba caminando a su derecha. También le gustaba mucho, como siempre, pero nunca se había animado a decírselo y ahora, que había pensado en hacerlo, se encontraba frente a una difícil disyuntiva. Se preguntaba si realmente era posible que pudieran gustarle dos niñas a la vez o decididamente debía optar por una, lo que no quería hacer. Se sentía atrapado por las circunstancias y lamentó que ambas fueran parte del mismo grupo de amigos; eso, claro, dificultaba las cosas. Solo resultaba posible estar con ambas si estaba dispuesto a callar ante las dos sus intenciones amatorias.

      Camila lo observaba por el rabillo del ojo, tratando de que no se diera cuenta. Le molestaba la sonrisa socarrona que llevaba, quizás qué estaría tramando en su mente. Debió reconocer que sentía una mezcla de irritación y pérdida de seguridad en sí misma que la desequilibraba. Sus celos eran mucho más furiosos de lo que hubiera podido imaginar y sintió miedo de que la traicionaran; tenía unas ganas locas de darle un beso, pero debía controlarse para no actuar de manera desenfrenada. Al mismo tiempo quería pegarle un buen par de patadas en las canillas, lo que pensó le ayudaba a contenerse para no hacer algo de lo cual después pudiera arrepentirse.

      Pasaron por el lugar donde antes estaba el matorral que durante tanto tiempo había sido su punto de encuentro.

      Camila miró la casa que había sido de la vieja Ester cuando se aprovechaban de su ancianidad y, sin saber, del principio de alzhéimer que la aquejaba. Desde hacía un par de meses estaba vacía. La habían recogido en una ambulancia y después no supieron más de ella. Decían que había muerto y un día el lugar apareció con un letrero “Se vende” en una de las ventanas. El alto pasto del antejardín, con su tonalidad amarillenta, tenía aspecto de maleza. Desde hacía cerca de un mes, había escuchado decir varias veces que estaba vendida, pero aún nadie la ocupaba.

      En casi dos años, todo había cambiado mucho. Ellos eran bastante mayores y, salvo que hicieran algún desarreglo o flojearan en sus estudios, sus padres los dejaban juntarse en sus casas. En la suya, sobre el techo del garaje que estaba adosado a uno de los muros laterales, debajo de unas parras que habían crecido en forma salvaje con gruesos brazos de los que nacía un centenar de ramas que en la época daba unos racimos de pequeñas uvas negras que nadie comía, salvo ellos cuando comenzaban a convertirse en pasas, se juntaban a conversar y aprovechaban de fumar a escondidas.

      Horacio se detuvo.

      ―¿Vamos a tu casa?

      ―Sí, podría ser… Todavía es temprano como para ir a almorzar.

      ―¡Sí, vamos al club!

      Camila y Delia permanecían calladas. Ellos las miraron preguntándoles con la expresión de sus ojos.

      A Delia no le atraía la idea. Lamentó que Juan no estuviera presente.

      ―Prefiero irme a mi casa, así tendré más facilidades para que me dejen ir a juntarme con ustedes después de almuerzo y otra vez en la noche.

      Camila hubiera querido ir para pasar más tiempo con Horacio, pero no lo haría sola.

      ―Yo haré lo mismo que la Delia. Mejor juntémonos más rato.

      Capítulo 3

      El nuevo club

      Entre las ramas, Miguel había hecho un espacio que servía para guardar algunas cosas que le interesaba mantener ocultas. Sacó una caja de fósforos y una cajetilla de Ópera, marca de fuertes cigarrillos baratos sin filtro, de tabaco oscuro.

      Horacio estiró la mano para coger el que le ofrecía su amigo y acercó su cabeza a la llama que apenas se distinguía debido a la luminosidad del sol.

      Bajo el humo que se elevaba con insuperable libertad, iniciaron una de sus notables conversaciones.

      Horacio tenía fija la mirada en la punta encendida del suyo.

      ―La Camila está muy molesta con la aparición de las gemelas, y la verdad, yo no he ayudado mucho para arreglar eso. ―Ofreció una sonrisa sarcástica―. Me dijo que no creía que fuera buena idea ir a meternos al circo, que le parecía una lata, que habíamos quedado de salir en bici. Y no le atraía nada ir a buscarlas y salir a caminar quizás para dónde con ellas. ―Dejó salir una bocanada de humo.

      ―Y tú, ¿qué le dijiste?

      ―Que no lo encontraba para nada latoso, que con ellos podíamos hacer algo diferente.

      Miguel mantenía esa sonrisa socarrona, similar a la que a veces ponía su amigo y tanto molestaba a Camila. Dio una chupada a su pitillo y botó con lentitud el humo por la nariz, como si eso lo hiciera más adulto y le permitiera plantear sus ideas con mayor ascendencia.

      ―Yo tampoco creo que sea para nada aburrido. Por lo demás, nadie habló de salir a caminar, igual iremos en las bicis.

      ―Pero ellas a lo mejor no tienen.

      ―¿Quién te dijo eso? ¿Cuándo has visto un circo sin bicicletas?

      ―Sí, pero no son bicicletas normales. Capaz que salgan pedaleando en una sola rueda.

      Rieron con ganas.

      Miguel armó con su boca algunas argollas de humo y rompió el silencio.

      ―Ellas tienen sus propias bicis.

      ―¿Cómo lo sabes?

      ―Porque le pregunté a Sofía y le encantó la idea. Saldremos los siete en bici.

      ―¿Los siete?

      Miguel lo miró con los ojos muy abiertos y una nueva sonrisa socarrona.

      ―Claro, los siete. Juan también irá con nosotros.

      ―¿Tanto