Salió de su habitación dando un sonoro portazo. Diez minutos era tiempo más que suficiente.
Berlioz
Su pecho se inflamó cuando vio aparecer a OFELIA en el escenario. Shakespeare le atraía, pero nunca supuso que Hamlet comprendería una mujer tan indeciblemente hermosa.
Buscó en el programa el nombre de la actriz. Harriet Smithson, así estaba escrito. Con esas letras que a él le sonaron a su sinfonía favorita de Beethoven: la Heroica. Leyó el nombre una vez más: Harriet Smithson. Y otra. Y otra. Entonces estuvo a punto de gritar. Nada nuevo en él. Pero el grito se le quedó en la garganta. Levantó los brazos al cielo y se imaginó besando la mano de aquella mujer. Que tendría que ser suya.
Terminó la función y el teatro se desplomó en aplausos. La gente parecía estar poseída de una energía que la desbordaba. Gritaba el nombre de Shakespeare, gritaba el nombre del actor, gritaba el nombre de ella. La voz de Hector-Louis Berlioz se levantaba más alta que las demás. Su volumen era cosa de asombro. Porque no sólo era su voz. La portentosa cabeza de Berlioz, su larga y aristocrática melena, parecía secundar la estridencia. Tal frenesí no pasaba inadvertido para los demás; y no lo aprobaban. Hubo algunas cabezas que se volvieron a Berlioz y exclamaron gestos de franca reprobación. Pero bastó con que el compositor se percatara para que su énfasis fuera aún más desbocado. Pues ahora levantaba los brazos al mismo tiempo que brincaba sobre la butaca, los agitaba en el aire y hacía gestos como si lo suyo fuera dejar una marca indestructible.
Pronto la gente comenzó a abandonar el recinto. Unos iban para la calle, y otros para los camerinos. A él, ambas direcciones lo atraían por igual.
Si se dirigía directamente hacia la calle, sus pasos lo conducirían sin remedio hacia la orilla del Sena. Porque el río era su interlocutor. Con él estableció su primera amistad apenas llegó a París. Aún llevaba en el corazón la maldición que le había proferido su madre. Luego de suplicarle de rodillas que no cambiara la medicina por la música, lo sentenció: “Te maldigo. Si escoges la música no quiero verte nunca más. Te maldigo con mi odio y mi desprecio”.
Eso le había dicho, y esas palabras las llevaba Berlioz en el tuétano. Tenía que desahogarse con alguien, y buscó en el silencio del Sena al amigo paciente y sabio. Le confesó su dolor al río y esperó a que el flujo acuático le respondiera. Había salido reconfortado de la experiencia.
Se convirtió en una costumbre aquella forma de dialogar. Todos sus secretos los compartía con el Sena. Y eso que tenía amigos inteligentes y cabales. Sensibles e incondicionales. Hombres fraguados en la lucha del arte: Chopin, Dumas, Delacroix, Liszt, Ingres, Balzac. Pero con nadie se sentía en absoluta plenitud como con el Sena.
Así que ésa era su primera opción. La segunda era encaminarse a los camerinos. Seguir a la gente. Formarse y esperar.
Sintió en el interior el llamado de la selva. La inminencia del desafío. Aún se convulsionaban sus extremidades. Aún sentía el sudor del impacto de aquella mujer resbalar por su nuca. Y decidió encaminarse a los camerinos. Se topó con una fila interminable. Pero al parecer avanzaba a buen paso. ¿Tanta gente admiraba el teatro en París? ¿De verdad había esa avidez de Shakespeare? Delante de él se encontraba formada una pareja. Su olfato le dijo que era un matrimonio. Se compadeció del varón. ¿Con qué cara se aproximaría ese hombre a Harriet Smithson? ¿Con qué ojos se atrevería a mirarla? Con su esposa al lado tendría que ocultar su admiración a la belleza personificada.
Avanzó un par de metros.
De pronto se percató de que la distancia entre él y su amor había disminuido notablemente. A este ritmo, en un santiamén estaría delante de la OFELIA de Hamlet y entonces podría contemplarla a su antojo. Nada más para él. Una belleza nada más para él. La mujer más bella del universo para su contemplación personal.
Avanzó cinco metros más.
Ya sólo restaban tres, dos, uno.
Ya sólo estaba a una zancada. Pero entonces se arrepintió. Llevaba el programa de mano para el autógrafo, y lo estrujó hasta el tamaño de un puño enfurecido. Se dio media vuelta y salió sin excusarse ni pedir permiso a nadie. El día de mañana aquella mujer, se dijo, sería suya. Como las sirenas de la fantasía. La fantasía. Ahí estaba todo. Crearía una obra fantástica para conquistarla. No iba a acercársele con las manos vacías.
El Sena lo esperaba.
Un cuarteto sin nombre
Joseph Haydn miró aquella particella en el atril. Delante de sus ojos, los acordes parecían brillar con luz propia. Nadie como él conocía los secretos de la música. Aclamado por propios y extraños, había empezado su carrera en la música desde muy niño; pero fue expulsado de una escuela y otra. Sus maestros no podían admitir que un niño con tantas aptitudes para la música, desperdiciara su tiempo en bromas y travesuras en clase y fuera de ella. O lo disciplinamos o lo disciplinamos, había dicho una de las autoridades de la escuela. Y ¡expúlsenlo!, sentenció otro director cuando vio una sonrisa dibujada en el expresivo rostro de aquel chiquillo.
Lo que aquel niño quería era muy diferente. Nadie lo sabía y nadie se había preocupado por averiguarlo. Por su enorme disposición para la música, desde sus seis años había sido separado de sus padres, a quienes no vería nunca más. Esos seis años habían sido de música y diversión en casa. Pero llegó un momento en que sus progenitores decidieron enviarlo a una ciudad en donde pudiera adquirir los conocimientos de un futuro gran músico. Esa había sido la causa de la separación. Sin embargo, y paradójicamente, en lugar de sentir animadversión por la música, lo primero que afligió su corazón fue la necesidad de expresarse musicalmente. Extrañaba a sus padres, a su hermano menor Michael, pero más lo desesperaban los métodos para aprender composición, así como los maestros y compañeros, y quizás por esto se lo pasaba haciendo bromas.
Aunque al paso del tiempo, finalmente se había expresado. Lo había logrado —para todos los auditorios del mundo