Entonces la voz femenina lo interrumpió. ¿Estás pensando qué nombre ponerle?, escuchó. Yo ya lo decidí. Es el nombre de un guerrero y de un artista. De un hombre que no conoció el miedo y que el valor fue la única pasión que movió su voluntad. De un héroe que desde su montaña distinguía entre la cobardía y la valentía.
—¿Qué nombre es ése? —preguntó Paganini, cegado por la curiosidad. —Aquiles —respondió la mujer. —Que ése sea su nombre. Aquiles Paganini, hijo digno de su padre.
70 florines
Ferdinand Schubert cerró los ojos de su hermano Franz. Luego de arrodillarse y de externar una oración, su primer impulso fue hacerle llegar una misiva a su padre comunicándole el deceso. Pero se preguntó en qué términos debía redactar esa carta. Los últimos tiempos del compositor, su padre había permanecido distanciado de él, por, según decías, la vida licenciosa que llevaba; y no nada más los tiempos más recientes, sino más atrás, cuando Schubert había decidido no seguir siendo su empleado en la escuela de música de su propiedad; eso le había causado un tremendo disgusto. Todos sus hijos trabajaban para él en una actividad que los honraba, ¿por qué Franz no se sometía a su voluntad? Era algo que no comprendería jamás.
Tenía que pensar.
Puso el dorso de su mano derecha en la alguna vez rozagante mejilla de Schubert.
Había muerto a las tres de la tarde de ese 19 de noviembre de 1828, no había pasado más de una hora, y aún la piel se sentía tibia. Hombre de trabajo administrativo además de músico más o menos profesional, más o menos aficionado, lo ignoraba todo en asuntos de la salud; excepto que su hermano había padecido sífilis —tifus no, como algunos médicos se empeñaron en hacérselo creer— los últimos siete años de su vida, terrible enfermedad que lo había hecho aferrarse con desesperación a su magra existencia.
Lo cual no se reflejaba en su música. Aunque estuviera atravesando las circunstancias más difíciles en cuanto a la pobreza; dolorosas en cuanto a la enfermedad, o melancólicas en cuanto a una tristeza insondable, Schubert era capaz de crear la música más dulce y apacible jamás escrita.
Ferdinand contempló con ojos acicateados por la curiosidad, el libro que su hermano tenía en el buró para leer a ratos: El último de los mohicanos de James Cooper. Lector de Homero y de Goethe, de Heine y de Shakespeare, aparte de tantísimos poetas a cuya obra constantemente ponía música, también se entretenía leyendo novelas de aventuras. Y claro, recordó cuando le regaló Ivanhoe de Walter Scott —cómo habían comentado el trabajo que le había costado localizar el volumen, lo que se prestó a infantiles bromas entre hermanos.
¡Qué poco sabía el padre de Schubert de su hijo! De esto no tenía ni idea, reflexionó Ferdinand. Lo único que parecía importarle era que su familia mantuviera una moral severa, a costa de cualquier precio. Desde que había enviudado.
Su padre era músico, y ni aun así parecía comprender la esencia del alma de su hijo. Esa alma suya, que reunía en torno espíritus afines, de artistas, sobre todo de poetas —y cantantes, que estrenaban sus lieder en el ámbito doméstico donde corría el vino y la gracia femenina.
Pero no era esa ignorancia lo que influía en su ánimo para resistirse a informar a su padre; más bien la indiferencia paternal.
Su padre sabía de sobra la agonía pavorosa por la que había cruzado Franz. Sabía que llevaba más de una semana sin probar alimento porque su estómago lo devolvía todo; sabía que el compositor más amado entre sus contemporáneos —no necesariamente músicos, por supuesto— sufría fiebres altísimas que lo hacían perder la razón y convulsionarse. ¿Y cómo no iba a ser amado si sus melodías —príncipe de la melodía, se había ganado el sobrenombre— apenas conocidas por unos cuantos, elevaban el espíritu y tornaban en alegría el desasosiego, y en esperanza el desconsuelo?
Eso lo sabía.
Vino a su mente cuando los hermanos y el progenitor tocaban música de cámara, Franz a la viola y su padre al violonchelo, y él y su hermano Ignaz a los violines. Sin duda, allí había aprendido Franz las bases de lo que más tarde se convertiría en uno de sus torrentes más vigorosos y expresivos, de coraje y enjundia punzantes: el cuarteto de cuerdas.
La indiferencia no era nada más hacia su hermano, también lo era para él, Ferdinand.
Habría querido tenerlo a su lado en ese momento. Abrazarlo y que lo abrazara. Refugiarse en él. Que el hombre llorara y que ambos encontraran alivio, el uno en el otro.
Empezó a redactar la carta.
Un deber moral lo obligó. Su padre no se había presentado en casa cuando menos para despedirse de Franz Schubert. Eso no podía quedar impune. No delante de él. No para él, se dijo con el corazón sangrando. ¿Qué podría hacer para que el hombre se conmoviera, para que se percatara de lo que había hecho? Lo que habría dado Franz por verlo. No lo pensó dos veces. El entierro saldría en 70 florines. Le diría que él, Ferdinand, pondría 40, y que en consecuencia le corresponderían a él, al padre de aquella familia, 30. Tampoco era mucho.
La Pietà
Para TT
Antonio Lucio Vivaldi puso el violín en la gran mesa de caoba. Lo hizo con sumo cuidado, para que la madera no sufriera el menor rasguño. Se preparó para recibir a Anastasia Lido, su alumna estrella. Tocaba como un ángel —si es que los ángeles tocaban, porque más bien había que imaginárselos cantando.
Desde su niñez, Vivaldi había escuchado los epítetos más pronunciados por su genialidad indiscutible. “El dios de la música”, o bien, y que era su favorito: “Su Majestad el violín”. Que el vulgo le hubiera puesto esa corona en su cabeza a través de un sobrenombre, lo hacía sentirse orgulloso. No era fácil que eso ocurriera, y menos en una población donde la música era el pan de todos los días: Venecia. Porque musicalmente todos eran rivales de todos. Bastaba con salir a la calle, con acercarse a la Plaza San Marcos, con alquilar una góndola, para que la música colmara los oídos. Proveniente de todas partes, había que aguzar los oídos para disfrutarla. Los gondoleros se comunicaban entre sí cantando, y lo mismo hacían los mendigos para pedir limosna, o los marchantes para vender su fruta.
Sacerdote de formación, Il Prete Rosso —o el Cura Rojo, por su larga cabellera pelirroja y su condición sacerdotal—, sin embargo no estaba obligado a oficiar misa por padecimientos que lo eximían, como las crisis de asma. No era de lo más sencillo que las autoridades eclesiásticas hubieran estado de acuerdo en permitir esa libertad, pero en el caso de Vivaldi se sumaban las concesiones. Que si permiso para salir de la República de Venecia e ir a Roma, donde el arte del violín le correspondía a Arcangelo Corelli; que si batirse en un duelo violinístico con Giuseppe Tartini, quien además de magister violinista era filósofo, y director y profesor de su propia escuela de esgrima. Que si estrenar una ópera con la frecuencia que él disponía. Y a todo le decían que sí. Pero no nada más por sus dotes musicales, sino por ser el compositor que estaba al frente del Ospedale della Pietà para niñas abandonadas, y para hijas de buena familia cuyos progenitores valoraban como una bendición caída del cielo la mejor educación musical para ellas. Y que a los jerarcas de la iglesia les dejaba cantidades de fábula en liras, que iban a dar a sus arcas con exactitud geométrica.
Antonio Lucio Vivaldi extrajo el violín. Era un Stradivarius, que en buena lid, pues, le había ganado a Tartini. Se lo puso al cuello y dio una arcada con quietud pasmosa al tiempo de que el arco describía en el aire un semicírculo perfecto. Era esa arcada que identifica a los maestros cuando simplemente quieren constatar la afinación, pero que en manos de Vivaldi parecía el principio de una cadencia. Se permitió una arcada