Cuando llegó donde estaba su hijo, se agachó detrás de él. Aunque no podía verlas, sentía las miradas de los adultos, procedentes de todas las direcciones, fijándose en su espalda como si fueran rayos de sol a través de una lupa. El calor le subió a las mejillas y se le saltaron las lágrimas. Tratando de que la mano no le temblara, la colocó sobre el hombro de Henry.
—Bueno, bueno, Henry, ya está —dijo, con toda la suavidad que pudo—. Ya basta, ¿eh?
Él no pareció oírla ni sentir sus manos. Seguía balanceándose, hacia adelante y hacia atrás. Mismo ritmo. Misma velocidad. Como una máquina atrancada en una misma función.
Elizabeth sintió deseos de gritarle en el oído, de sujetarlo y sacudirlo con todas sus fuerzas para sacarlo del mundo en el que estaba atrapado y hacer que la mirara. Tenía el rostro acalorado y en los dedos sentía un hormigueo.
—Henry, ya basta. ¡Basta! —exclamó, en un grito susurrado. Se movió para ocultar la mano de la vista de todo el mundo y le apretó los hombros con fuerza. Él se detuvo, pero solamente por una fracción de segundo y cuando reanudó el balanceo, Elizabeth lo apretó con más intensidad, pellizcándole la piel suave que estaba entre el cuello y el hombro, cada vez más fuerte. Necesitaba que le doliera, que él gritara o le pegara o saliera corriendo, cualquier cosa que indicara que estaba vivo y en el mismo mundo que ella.
La vergüenza y el miedo llegarían más tarde, una y otra vez, en oleadas que la ahogaban. Cuando vio que las madres intercambiaban confidencias al irse y se preguntó si la habrían visto. A la hora del baño, cuando al quitarle la camiseta a Henry, vio la marca con forma de media luna en la piel enrojecida. Cuando lo llevó a la cama y le besó la cabeza, rogando no haberle dañado el cerebro de forma irreversible.
Pero antes de todo eso, en aquel momento, cuando Elizabeth apretó los dedos para pellizcarlo con fuerza, lo único que sintió fue una liberación. No algo repentino como cuando uno cierra una puerta de un golpe o arroja un plato contra la pared, sino una lenta y gradual disipación de la ira que dejaba lugar al placer, a la delicia sensorial de apretar algo blando, como cuando se amasa. En el momento en que Henry por fin dejó de balancearse y se apartó, con la boca fruncida en una mueca de dolor y fijó sus ojos en los de ella —el primer contacto visual sostenido que había hecho en semanas, tal vez meses—, Elizabeth experimentó una sensación de poder que explotó en alegría; el dolor y el odio que la habían consumido estallaron en mil esquirlas y desaparecieron por completo.
*
El aparcamiento del tribunal estaba casi vacío, lo que no resultaba sorprendente, ya que la sesión había terminado hacía horas. Desde entonces, su abogada la había tenido esperando en una sala anexa con la excusa de que debía atender “asuntos urgentes” (tales como ocultar a la cliente-asesina hasta que todos se hubieran ido, probablemente). Pero no le importaba; no tenía nada que hacer ni adónde ir. Las condiciones de su arresto domiciliario le permitían ir solamente al tribunal o al despacho de Shannon, siempre acompañada por ella.
El coche de Shannon, un Mercedes negro, había estado al sol todo el día, y cuando ella encendió el motor, el aire de la ventilación fue a dar directamente en la mandíbula derecha de Elizabeth. Estaba caliente como un soplete: el aire acondicionado no había tenido tiempo de enfriarlo todavía. Elizabeth se tocó la mandíbula y recordó la declaración de Matt, sobre cómo la erupción de fuego había quemado a Henry en ese mismo lugar; recordó las fotografías en la que se veía su mandíbula derecha con la piel y el músculo carbonizados. Abrió la boca y vomitó sobre su propio regazo.
—¡Ay, mierda! —gritó. Abrió la puerta y se bajó con torpeza, manchando con vómito el asiento de cuero, la puerta, el suelo del coche, todo—. Ay, Dios, perdón, qué guarrada estoy haciendo, lo siento, lo siento mucho —mumuró, derrumbándose sobre el suelo. Trató de decir que estaba bien, que solo necesitaba agua, pero Shannon se le acercó y empezó a hacer cosas típicas de madre o de médico, como tomarle el pulso y ponerle la mano en la frente, antes de alejarse diciendo que volvería enseguida. Después de unos minutos —¿dos?, ¿diez?— Elizabeth notó que las cámaras de seguridad apuntaban hacia ella; se imaginó desparramada en el suelo con el traje y los tacones, cubierta de vómito, y se echó a reír de forma violenta e histérica. Cuando volvió Shannon con toallas de papel, Elizabeth se dio cuenta de que estaba llorando, lo que le resultó sorprendente; no recordaba haber pasado de la risa al llanto. La santa de Shannon no dijo una palabra, solo se puso a limpiar metódicamente mientras ella, sentada sobre el pavimento, reía y lloraba de manera alternativa, a veces simultánea.
En el trayecto de vuelta, mientras Elizabeth se encontraba en ese estado de vacío y de calma que viene después de vomitar violentamente, Shannon comentó:
—¿Dónde tenías guardadas todas esas emociones, se puede saber?
Elizabeth no respondió. Se encogió de hombros, apenas, y miró las vacas por la ventanilla —unas veinte— que se amontonaban alrededor de un árbol raquítico en medio del campo.
—¿Te das cuenta de que el jurado piensa que no te importa nada lo que le ha ocurrido a tu hijo, no? Ahora mismo estarían encantados de condenarte a la pena de muerte. ¿Es eso lo que buscabas hoy en la sala?
Elizabeth trató de decidir si las vacas, en su mayoría blancas con manchas negras (¿de raza Jersey? ¿O Holstein?) eran más típicas que las de color café.
—Solo he hecho lo que me pediste —respondió—. No dejes que te afecte, me dijiste. Mantente tranquila, serena.
—Me refería a que no te portaras como una loca. Que no gritaras ni arrojaras cosas. No a que te convirtieras en un robot. Nunca he visto a nadie tan impertérrito, mucho menos mientras se describe con pruebas detalladas la muerte de su propio hijo. Lo tuyo ha resultado escalofriante. No tiene nada de malo mostrarle a la gente que sufres, ¿sabes?
—¿Por qué? ¿De qué serviría? Ya has visto las pruebas. No tengo ni la más remota posibilidad.
Shannon miró a Elizabeth y se mordió el labio, luego detuvo el coche a un lado del camino.
—¿Si eso es lo que piensas, por qué estamos aquí? Quiero decir, ¿por qué me dijiste que no eras culpable, me contrataste y montamos la defensa?
Elizabeth bajó la mirada. En realidad, todo se había originado en la investigación que empezó a hacer el día después del funeral de Henry. Existían tantos métodos: ahorcarse, ahogarse, inhalar monóxido de carbono, cortarse las venas, y muchos más... Había elaborado una lista de ventajas y desventajas y cuando se debatía entre pastillas para dormir (ventajas: indoloro, desventajas: la muerte no era segura, existían riesgos de que la encontraran pronto y la resucitaran) y una pistola (ventajas: muerte segura; desventajas: había un período de espera para poder adquirirla), la policía descartó a las manifestantes de la lista de sospechosos y la había detenido a ella. Una vez que el fiscal anunció que pediría la pena de muerte, comprendió que pasar por el juicio sería la mejor manera de expiar su pecado: la acción irrevocable e imperdonable que había llevado a cabo aquel día durante un instante de furia y odio, el momento que revivía una y otra vez en la mente, de día, de noche, despierta, dormida. El segundo que le consumía la salud mental. El hecho de que la culparan pública y oficialmente por la muerte de Henry, de verse obligada a escuchar los detalles de su sufrimiento, de que luego la mataran inyectándole veneno en la sangre, la exquisita tortura que significaba todo eso… ¿no era mejor que una muerte fácil, inmediata, que sucede en un abrir y cerrar de ojos?
Pero no lo podía decir. No podía contarle a Shannon cómo se había sentido hoy, mirando con un gran esfuerzo a todos a los ojos, escuchando cada palabra, observando cada fotografía, manteniendo el rostro impávido por miedo a que el menor movimiento desencadenara un dominó de emociones. La vergüenza