–Eso es esperable.
Stephanie lo dijo como si pensara que nadie querría casarse con él si no fuese por su dinero. Era evidente que pasar un mes con ella iba a ser una cura para su ego. Si es que conseguía convencerla…
–Escucha, esa mujer y yo solo somos amigos. Pero su padre está presionándola.
–¿Para que se case contigo?
Damen asintió.
–Es un hombre testarudo y está convirtiendo la vida de mi amiga en un infierno. Por eso quiero demostrarle que estoy interesado en otra.
–Así que sí quieres una coartada.
–Escucha, Stephanie, esta farsa no perjudica a nadie. Al contrario, mejorará la vida de mi amiga.
Stephanie lo miró en silencio y Damen se preguntó qué pensaba. ¿Cedería? ¿Le pediría más dinero?
–Nadie creería que estamos juntos.
–¿Porque nos movemos en distintos círculos sociales? –preguntó él.
–¿Quieres decir que estás por encima de mí? –replicó Stephanie. Y Damen supo que la había ofendido–. De hecho, mis amigos piensan que tengo mejor gusto respecto a los hombres.
La mirada retadora que le dirigió hizo que Damen tuviera que reprimir una sonrisa al preguntarse qué sucedería si invirtiese toda aquella energía en algo distinto, algo mucho más físico.
–¿Por qué yo? –preguntó ella, finalmente.
Damen se encogió de hombros.
–Estás soltera; tienes tiempo libre, porque Emma me ha dicho que estás de vacaciones. Y sé que no intentarías convertir esto en algo permanente. Que te caiga mal es un punto a tu favor.
Stephanie entornó los ojos.
–¿Porque cualquier otra intentaría hacerse un hueco en tu vida?
–Es posible.
Stephanie masculló algo de lo que Damen solo oyó «ego», y se tensó. ¿Era una buena idea atarse a una mujer que lo despreciaba? ¿Sería capaz de representar el papel de enamorada? La respuesta era afirmativa. Stephanie Logan era la candidata ideal. Era forastera, no la conocían ni sus amigos ni su familia y no tenía la menor intención de seducirlo.
En cuanto a interpretar el papel… siempre se decía que el odio y el amor eran dos caras de una misma moneda. La forma en que el ambiente se electrificaba cuando estaban juntos convencería a cualquiera de que estaban juntos.
–¿Y no quieres asentarte porque estás ocupado siendo un soltero de oro? –preguntó ella con desaprobación.
–Algo así.
Damen no pensaba explicar que no pensaba casarse ni tener hijos. Sus sobrinos heredarían sus negocios. Entre otras cosas, porque no quería preguntarse siempre si su mujer se había casado con él por amor o por dinero.
–Sigo sin entender por qué me lo propones a mí, pero la respuesta es «no». No me gusta mentir y tú eres el último hombre con el que quiero pasar tiempo.
Damen observó a Stephanie, su rostro encendido, su actitud airada, su respiración agitada… y supo que no debía presionarla. Era una mujer apasionada y, enfadada, era capaz de atacar aun cuando ello supusiera dejar pasar una magnífica oportunidad.
Necesitaba tiempo para evaluar las ventajas de su proposición. Tenía margen de tiempo. Iba a alojarse en la villa mientras Emma y Christo iban de luna de miel. Y él tenía su yate atracado en la orilla.
–No decidas ahora, Stephanie. Esperaré a que me des tu respuesta –dijo.
Y tomando la copa de la mano de Stephanie, se encaminó de vuelta a la fiesta.
«¡No decidas ahora!» Damen era tan arrogante que no estaba dispuesto a aceptar una negativa.
Pensar en él hacía que le hirviera la sangre. ¡Así que era perfecta para su plan porque no intentaría conquistarlo! ¡Quién querría conquistar a semejante gusano!
En cualquier caso, se dijo Stephanie reclinándose en una hamaca junto a la piscina, no tenía de qué preocuparse. Como era de esperar, Damen no había aparecido, así que debía de haberse tratado de una broma de mal gusto.
Era evidente que no iba en serio. Ni siquiera un magnate de la industria naviera se gastaba dos millones de dólares en semejante farsa.
Damen la enfurecía hasta el punto de que le había dicho que estar con él sería rebajarse. Eso sí tenía gracia. Su gusto respecto a los hombres era deplorable.
No había visto a Damen desde la noche anterior, cuando los invitados a la boda se habían despedido de los recién casados.
Por lo que Emma había insinuado, Steph sospechaba que habían ido a Islandia a ver la Aurora Boreal. Era un destino al que ella ansiaba ir, pero como el resto de su vida, tendría que ponerlo en espera. Aquellos días en Corfú iban a ser sus últimas vacaciones en mucho tiempo.
Tomó un bolígrafo y se concentró en el listado de posibles empleadores, pero estaba desanimada. Ya había contactado a las mejores agencias y no tenían nada que ofrecer. Y aunque consiguiera un trabajo, sus problemas continuarían. Tenía que recuperar todo el dinero, y la justicia procedía con lentitud. Para cuando las autoridades atraparan a Jared, su dinero habría desaparecido. Y el de su abuela.
Se le contrajo el estómago al pensar en esta, tan ansiosa por apoyar a su nieta que había invertido todos sus ahorros en su primera aventura empresarial.
De haberlo sabido, Steph no lo habría permitido. No le habría presentado a Jared. Pero ya no había vuelta atrás. Su exjefe y casi socio, había abandonado el país dejándola sumida en una deuda que no podía afrontar. Y a su abuela sin capital para la residencia a la que planeaba retirarse.
Steph dejó el cuaderno. Un salario fijo no resolvería sus problemas económicos. Una vez volviera a Australia solo le quedaba dinero para pagar una semana de un hostal.
Tenía una solución clara: decírselo a Emma. Tanto ella como su marido eran ricos y Emma no dudaría en ayudarla. Pero la idea le horrorizaba. No podía ser un parásito. Solo ella era culpable de su error y tenía que resolverlo sola. Había confiado en Jared cuando este le dijo que iba a poner el dinero como depósito del local.
Además, no era buena idea mezclar el dinero y la amistad, y no estaba dispuesta a arriesgar la relación que la unía a Emma desde el colegio.
Se le revolvió el estómago al recordar cómo, cuando vivía con su madre, los hijos de los vecinos tenían prohibido ir a su casa; la evitaban y les oía murmurar cosas que, aun sin llegar a comprender porque era pequeña, la avergonzaban. Su madre, que las mantenía a duras penas con su salario de limpiadora, había pedido dinero prestado a los vecinos y no había podido devolvérselo. La amistad se había roto y se habían tenido que mudar a un piso más pequeño.
Su madre había trabajado mucho, pero no ahorraba. Finalmente había tenido que mandarla a ella a vivir con su abuela.
Steph hizo una mueca. Se negaba a ser como su madre. Desde que había tenido su primer sueldo, había ahorrado para poder contribuir a los gastos de su abuela.
Había estado tan orgullosa de sí misma y de su aventura empresarial con Jared, una compañía de viajes personalizada… Y se había convertido en polvo.
Se puso de pie. Necesitaba un plan para rescatar los ahorros de su abuela. Una manera de ganar dinero rápido, no en veinte años.
«Dos millones de dólares».
La descabellada proposición casi sonaba razonable.
Con dos millones de dólares podría comprar a su abuela una casa en la residencia. Tendría dinero para empezar de nuevo y no caer en