El aria da capo tenía una estructura muy clara, dividida en tres secciones. La primera se iniciaba casi siempre con un tema vivo y animado tocado por la orquesta sola primero, y cantado después por el personaje al que correspondía el aria, hasta que intervenía de nuevo la orquesta con el ya conocido ritornello. Nuevamente la voz cantaba el tema, alternando con otras intervenciones de la orquesta hasta terminar esta primera sección del aria.
A continuación se desarrollaba una segunda idea o tema, más lento que el primero, que servía como «contraste»; esta idea es esencial en la estética barroca, y uno de los mejores modos de establecerlo, en música, era cambiar de ritmo y de velocidad. Sin embargo, esta segunda idea o tema solía ser de relativa importancia, y poco después la orquesta emprendía de nuevo el ritornello de la primera sección, sin ningún cambio (los músicos de la orquesta volvían atrás la página de la partitura y empezaban de nuevo: de ahí el nombre del aria da capo: en la partitura figuraba la indicación de que había que volver al inicio y tocarlo todo como la primera vez (da capo al fine, o simplemente «D. C.»). Pero ahora el cantante, en lugar de cantar lo que tenía escrito en la partitura, podía y «debía» añadir todo tipo de ornamentaciones vocales a la línea melódica que había cantado antes y que casi siempre ya tenía ornamentos. Había, pues, que añadir muchos más, y recurrir incluso a la detención de la orquesta para que el cantante pudiese ornamentar libremente, a su gusto, hasta que decidía «caer» sobre la nota en que la orquesta estaba esperándole (cadenza, es decir, «caída») para terminar juntos el aria. Los cantantes famosos podían pasar varios minutos cantando ornamentaciones solas durante la cadenza, con lo que un aria da capo podía durar ocho, diez, doce y hasta quince o dieciséis minutos, dependiendo de las libertades que se tomara el cantante.1
El sistema del aria da capo encontró un favor completo en la práctica teatral de los primeros años del siglo XVIII. Y se comprende, porque era un tipo de forma musical que favorecía a todo el mundo: al propio compositor, porque se aseguraba de este modo que el público de los teatros tendría ocasión de escuchar, en la primera parte, exactamente lo que el compositor había escrito, y no la versión alterada por algún castrato o prima donna que quería lucirse. A esos cantantes también les vino bien la nueva fórmula, porque les permitía hacer la operación contraria: demostrar que si el compositor había escrito aquello que se cantaba en la primera parte y en la segunda, ellos podían demostrar en la tercera todo lo que podían hacer de más, exhibiendo sus improvisaciones «mucho mejores» que lo que el compositor había escrito, y más difíciles.
Pero también se beneficiaban los músicos de la orquesta, que se ahorraban trabajo; no tenían más que volver la página y tocar de nuevo la pieza ya conocida y no tenían que estudiar e interpretar algo distinto. E incluso los pobres y esclavizados copistas de las partes de orquesta, se ahorraban copiar la tercera parte, ya que la música de ésta era la misma de la primera: sólo cambiaba la parte vocal.
Hasta el público se beneficiaba con este esquema, pues era mucho más fácil saber en qué punto se hallaba una pieza (cuando alguien, como era muy normal, entraba a media representación o regresaba de alguna visita), y además permitía al espectador esperar qué haría el cantante con el material que estaba cantando en la primera parte.
El sistema que ahora se ponía en vigor estaba formado por poco más que una ristra de arias da capo, separadas por trechos a veces bastante largos de recitativo a secco, es decir, con los monótonos acordes del bajo continuo (clavecín y el violoncelo). De vez en cuando se daba a un personaje un aria corta, en un solo movimiento, o cavatina, más que nada para acelerar un poco el avance de la acción (cada aria la entretenía durante varios minutos, como hemos visto). Sólo rompía el esquema un dúo de amor, único motivo suficiente para obligar a las primeras figuras a cantar juntos. Algunas veces un episodio colectivo animaba el final de la ópera, y alguna vez cantaban también todos los intérpretes de la obra al principio de la misma, justo después de la obertura, o al final del primer acto.
En algunas ocasiones un aria podía estar escrita sobre el bajo continuo, sin que interviniese la orquesta al completo. De todos modos, este recurso fue desapareciendo pronto.
Así, pues, aparte de alguna escena añadida, como una marcha o un ballet, la ópera tenía un aspecto totalmente estereotipado, de prolongada duración y nula variedad.2
Este sistema, que iría generando más tarde sus propios inconvenientes, tuvo un fuerte arraigo en el campo de la ópera napolitana y se propagó rápidamente a los autores de la escuela veneciana y a los de toda Europa —Händel fue su más fiel difusor en Inglaterra—, de modo que llegó a ser el lenguaje musical obligado de toda ópera de tema serio o «heroico», durante los cien años siguientes (todavía Mozart y algunos autores de los primeros años del siglo XIX usaron este modelo en algunas ocasiones).
Los excesos ridículos en que caían fácilmente los «divos» y las «divas» de los teatros, la frivolidad de muchos libretistas, la falta de verdaderos conocimientos de más de un músico metido a operista, las arbitrariedades de los empresarios, de los «protectores» de las cantantes, y otros muchos aspectos de una vida teatral basada más en la propia ambición que en un verdadero sentido artístico motivó la publicación, en 1720, de un divertido libro satírico por parte de Benedetto Marcello: Il teatro alla moda, cuya reciente traducción al castellano3 hace hoy asequible esta ácida y divertida diatriba en la que, según parece, Marcello hacía veladas alusiones a su colega y rival Antonio Vivaldi.
XIII. LA CARRERA DE ALESSANDRO SCARLATTI
La vida de Alessandro Scarlatti no tuvo nada de fácil ni de cómoda. Se le acusó de haber tenido parte en la «mala» conducta de una de sus hermanas, artista de canto con otras calificaciones que la justicia trató de establecer. El escándalo no logró malograr, sin embargo, su carrera, aunque siempre estuvo mal pagado, y con retrasos frecuentes en el cobro por parte de la administración de los virreyes españoles (el duque de Medinaceli, en los años últimos del siglo XVII, fue un administrador desastroso y caótico), y por esto, a pesar de la importancia de su cargo musical, Scarlatti aprovechó todas las ocasiones posibles para huir de Nápoles —sin renunciar a su posición— y trabajar en Roma o donde fuese posible. Lo encontramos reiteradamente en la ciudad papal y a partir de 1702 se quedó unos años al servicio del cardenal Ottoboni, gran cultivador de la música, que gozaba de una excelente posición política y económica por haber sido sobrino del papa Alejandro VIII (1689-1691). Aparte de su trabajo en Roma, Alessandro Scarlatti trató de abrirse camino económicamente en otras ciudades, como Florencia, donde el príncipe Fernando de Medici, músico competente y amante de la música, le encargó varias óperas que se han perdido. Scarlatti también probó fortuna en Venecia, pero parece que las óperas que presentó allí no gustaron mucho.
Preocupado por la carrera de su hijo Domenico Scarlatti (1685-1757), tuvo pronto la suerte de verlo bien encaminado en el mundo de la música, y después de haber estrenado algunas óperas en Italia, consiguió que se estableciera finalmente en la corte de Bárbara de Bragança, princesa real portuguesa que acabaría casándose con Fernando de Borbón (heredero del trono español (Fernando VI), de quienes se hablará en otro capítulo). Domenico Scarlatti creó un gran número de vistosos y difíciles esercizi para clavecín que luego se denominaron «sonatas» y que su noble discípula aprendió a dominar con gran soltura, convirtiéndose en una apasionada amante de la