El sacudió la cabeza.
–No para hacer el amor de nuevo, Anna –dijo con seriedad–. No me refería a eso. Quiero hablar.
–¿Hablar? –el ácido sabor del miedo le produjo un nudo en la garganta y para distraerse de la expresión decidida de los ojos de su marido, saltó de la cama y empezó a buscar las zapatillas–. ¿Hablar de qué, Todd?
–De lo que estábamos hablando antes de que empezaras a exhibir ese lascivo cuerpo ante mí. De trasladarnos –dijo mientras observaba cómo ella se ponía las bragas azules por los pálidos muslos y se preguntaba por qué nunca se ponía la extravagante lencería que él le había regalado cada vez que había ido de viaje.
–¡Pero yo creía que ya habíamos dicho todo lo que teníamos que decir al respecto! –objetó ella mientras se abrochaba el sujetador.
Todd sacudió la cabeza.
–¡Oh, no, cariño! –respondió con énfasis–. Creo que tú has dicho todo lo que tienes que decir, que no querías moverte.
–¡Ah! –le tembló la boca al oír que Todd pasaba por encima de sus objeciones–. O sea, que mi opinión no cuenta para nada, ¿verdad?
–Todd suspiró.
–¡Por supuesto que sí! De hecho, si no hubiera sido porque era tan patente que querías quedarte aquí, ya hubiera sacado el tema hace años.
–¡Y yo hubiera puesto las mismas objeciones que ahora!
Intentando otra vía, Todd se pasó las manos por detrás de la cabeza y esbozó una lenta sonrisa.
–¿Y qué haces exactamente en la ciudad que no puedas hacer en el campo?
Anna le miró especulativa. Ya estaba intentado la lógica de nuevo. Se preguntó si se daría cuenta de lo paternalista que sonaba.
–Ir al teatro –dijo al instante–. Y a conciertos. Además hay galerías y parques… ah, y tiendas especializadas.
–¿Y si viviéramos cerca de otra ciudad? ¿Qué te parecería? Así podrías hacer todas esas cosas.
–¿Pero para qué querríamos hacerlo? Estamos establecidos aquí, Todd. Ya sabes que lo estamos.
–Sí –concedió él–. Pero podemos establecernos en cualquier otro sitio –vio su muda expresión y decidió que sería mejor retroceder–. Oh, no estoy siendo ingenuo, cariño. Ya sé que no será fácil empaquetar nuestras cosas y…
–Entonces, ¿para qué hacerlo? –preguntó Anna enfadada porque Todd pareciera desear trastocar por completo su mundo.
–Por todos las razones de las que hemos hablado antes, más espacio y más calidad de vida para las trillizas…
–¿Pero no para mí?
–Para todos nosotros. En el fondo lo sabes, cariño.
En cualquier momento rompería a llorar.
Anna se puso bruscamente la camiseta y el pelo rubio se le aplastó contra el cráneo como una piel dorada antes de sacudirlo.
–¿Y qué es lo que ha traído de repente todo esto? ¿Sólo las quejas de Tally por no poder tener un caballo?
Su marido sacudió la cabeza.
–De ninguna manera. Eso ha sido una coincidencia.
–¿Entonces qué?
Todd se encogió de hombros.
–Porque necesitaba analizar a largo plazo mis negocios y he comprendido que ya no necesito seguir estando en Londres. Los sistemas de comunicación actuales te permiten trabajar casi desde cualquier sitio. Además, ya sabes lo que tardo en llegar al trabajo.
Anna asintió. En eso tenía razón. El tráfico era tan denso por las mañanas que Todd tenía que levantarse al despuntar el alba y a menudo no llegaba a casa hasta que ella estaba metiendo a las trillizas en la cama. A veces incluso más tarde. No le extrañaba que estuviera siempre tan cansado.
Y tampoco serviría de nada que le dijera que trabajara menos horas porque había ganado bastante dinero como para mantenerlas a todas durante varias vidas. Porque la ética de trabajo estaba profundamente enraizada en la naturaleza de Todd y el hábito de toda una vida era muy difícil de romper. Todd trabajaba duro porque era un hombre ambicioso y como muchos hombres ambiciosos, necesitaba trabajar duro. Las circunstancias de su juventud le habían conducido a eso.
–¿No podríamos llegar a algún compromiso? –sugirió irritada–. ¡Por Dios bendito, Todd! Ponte algo de ropa encima antes de que vuelvan las niñas.
Él sonrió deslizándose al borde de la cama para ponerse unos vaqueros y Anna descubrió que no podía apartar la vista de él. Era como un suntuoso festín del que no podía saciarse y los dedos le cosquilleaban de ganas de acariciar la bronceada piel satinada de su torso.
Todd alzó la vista de los botones de la camisa y esbozó una tierna sonrisa.
–Quieres que volvamos a esa cama otra vez, ¿verdad, Anna Travers?
Anna se sonrojó.
–No, no quiero.
Todd se levantó para acercarse a ella y le alzó la barbilla.
–No seas tímida, dulzura. Desde luego que no estabas nada tímida hace un momento. Me preguntaba qué te habría pasado hasta que comprendí que era yo.
–¡Todd! –Anna se mordió el labio al recordar la brusquedad con que él le había despojado de la ropa como un hombre encendido.
–No hay nada malo en admitir que todavía nos deseamos y nos necesitamos, ¿sabes? Y espero que nuestro deseo aumente con los años. Y esa es otra razón para moverse. Puede que aquí tengamos espacio, pero no tenemos muchas habitaciones. Y una habitación significa intimidad.
–¿No tenemos suficiente intimidad?
Él sacudió la cabeza con énfasis.
–¡Por Dios, Anna! Las niñas están en la habitación de al lado, así que, ¿qué supones que va a pasar cuando sean adolescentes y empiecen a comprender por qué mami está gimiendo tanto?
–¡Todd!
Anna se sonrojó con violencia.
–Y aparte de tener que guardar silencio, creo que nuestras posibilidades de hacer el amor de forma espontánea seguirán siendo infinitamente pequeñas, a menos que decidamos hacer algo al respecto.
Anna terminó de ponerse las mallas y se dio la vuelta hacia él.
–¿Y qué te ha pasado a ti de repente, Todd Travers? ¿Crees que otros hombres intentarían desarraigar a su esposa e hijas sólo para poder tener más sexo?
Él había sido tan tolerante y comprensivo como sabía, pero, en ese momento, se puso pálido de furia ante su insulto.
–¿O sea que crees que de eso se trata todo? –preguntó con voz peligrosamente baja –. ¿De sexo?
–No lo sé. Dime tú que otra cosa podría ser. ¿La crisis de los cuarenta? En cuyo caso, a los treinta y tres, ¿no eres un poco joven para sufrirla?
–¡Maldita sea! ¡Por supuesto que lo soy! –afirmó él con ardor–. Pero quizá tengas razón. Quizá sea algún tipo de crisis que simplemente tú no hayas tenido el tiempo o la inclinación de notar antes.
–Todd… –le cortó ella aturdida por la brutal mirada de rabia de su cara–. ¡No lo dices en serio!
–¿Que no? ¿Cómo sabes lo que quiero decir? Tú nunca escuchas si no es lo que quieres oír, ¿verdad? Y ya es hora de que me escuches, Anna Travers.
–Pues continúa entonces.
Todd