–Por favor, no intentes cambiar de tema, Todd –le advirtió con suavidad–. Y si no hay otra mujer, será mejor que empieces a explicar por qué no eres feliz.
–Eso lo estás poniendo tú en mi boca –la acusó en voz baja–. Yo no lo he dicho, ¿no crees?
Todd dio unos pasos para ponerse justo enfrente de ella, sin que el corte flojo de sus pantalones italianos pudiera ocultar la poderosa línea de sus muslos y Anna se sintió consumida de deseo.
–¿Puedo sentarme? –preguntó él indicando el sitio a su lado.
–¿Desde cuándo tienes que preguntarlo?
–Desde que has empezado a lanzarme esos cojines y has decidido mirarme como si fuera el mayor villano de la historia –respondió él con voz sedosa–. Bueno, ¿puedo?
–Haz lo que quieras –se encogió ella de hombros consciente de que no se estaba portando de forma muy adulta, pero muy aturdida al sospechar que no iba a gustarle nada lo que Todd iba a decirle.
Anna notó que se acomodaba su larga figura un poco separada de ella y agradeció el espacio físico entre ellos porque de repente era muy consciente de él. Y le estaban temblando las manos…
–Me has preguntado si éramos felices aquí –empezó él con el ceño fruncido.
–Y me has respondido con evasivas.
–Muy bien. Seré directo –se pasó la mano por las ya revueltas ondas de su pelo y la miró fijamente–. Por supuesto que he sido feliz aquí.
Anna notó que había utilizado el verbo en pasado.
–Bueno, ¿entonces?
–Y soy feliz ahora –corrigió él con suavidad–. Sólo que creo que podría ser más feliz.
–¿Y qué se supone que quiere decir eso?
Todd suspiró deseando haber pedido una copa después de todo. Había temido ese momento demasiado tiempo, pero no podía retrasarlo más.
–Sólo que hemos tenido mucha, mucha suerte, de eso soy consciente, Anna. Hemos vivido en un apartamento grande y cómodo…
–Que está situado exactamente en el centro de la capital –interrumpió ella.
–Como tú digas.
–No podríamos vivir más en el centro aunque quisiéramos, Todd.
–No, ya lo sé. Pero también tenemos tres hijas que están creciendo a toda velocidad. Muy pronto no les gustará compartir la misma habitación, por muy grande que sea.
Su mujer le miró con la boca abierta.
–¡Las trillizas no soportarían que las separaran! –discutió Anna al recordar las innumerables batallas que había tenido durante aquellos diez años–. ¡Si ni siquiera en vacaciones han querido dormir en habitaciones separadas!
–¿Se lo has preguntado últimamente?
Algo en su tono alertó a Anna de que habían tenido conversaciones en las que ella había estado excluida.
–No, pero supongo que tú sí, ¿verdad?
–He estado hablando con las niñas acerca de los estilos de vida en general –dijo él con desgana preguntándose por qué se sentía como un criminal.
–Pero es evidente que has decidido que yo no debía ser privada de esa discusión en particular. ¿O ha habido más de una?
Todd tamborileó los largos dedos en los brazos del sofá.
–No hagas que parezca que he cometido una felonía contra ti, Anna –la advirtió con suavidad–. Tú has tenido cientos de conversaciones con las chicas en las que yo no he estado presente.
Anna contuvo la tentación de decirle que una conversación acerca de si necesitaban ropa nueva o una reprimenda para que hicieran sus deberes no era lo mismo a hablar de cambiar de casa.
Le miró directamente a los tormentosos ojos grises, tan entrecerrados ahora que sólo era visible una línea de plata bajo las espesas pestañas.
–Bueno, ¿exactamente de qué habéis hablado? ¿Y cómo surgió el tema?
Todd decidió ser claro.
–Fue el día de tu cumpleaños, cuando yo las estaba cuidando, ¿te acuerdas?
¡Desde luego que se acordaba! Para su veintiocho cumpleaños, Todd le había regalado una sesión para el instituto de belleza más lujoso de Londres.
Para sus adentros, Anna había pensado que era un desperdicio para una mujer tan poco interesada por las apariencias como ella. Se había pasado el día mimada y zarandeada, sudado en una sauna antes de que le obligaran a meterse en una bañera de hielo. Después le habían dado masajes con untuosas cremas y le habían hecho la manicura de manos y pies antes de un almuerzo consistente en un plato entero de intragables plantas y había llegado a casa refrescada y rejuvenecida, pero con un enorme apetito.
–Así que simplemente salió el tema, ¿verdad? –preguntó Anna con sospecha–. ¿Así de sencillo? Las chicas de repente se volvieron hacia ti y dijeron: Papá, queremos cambiar de casa.
Todd no respondió, sólo permaneció allí sentado con estudiada expresión de paciencia.
–¿Y bien? –insistió Anna con sarcasmo ante la irritante expresión razonable de su cara. ¿Cómo se atrevía a ser tan razonable?–. ¿Es eso lo que pasó?
–¿Me vas a dar la oportunidad de contártelo? –preguntó él con frialdad–. ¿O vas a seguir actuando de forma melodramática?
–Creo que necesito una copa –dijo de repente Anna notando la cara de sorpresa de Todd.
Ella normalmente sólo tomaba alcohol en ocasiones especiales y un vaso de vino le podía durar toda una velada.
–Yo las serviré –dijo Todd al instante para escaparse a la cocina donde se ocupó en abrir una botella de vino y sacar los vasos del armario mientras decidía la mejor forma de continuar aquella discusión que no estaba saliendo como él había imaginado.
Anna se fijó en que había elegido una botella muy cara y frunció el ceño al ver la bandeja.
–Deben ser muy malas noticias –bromeó sombría cuando le pasó el vaso de vino.
Todd la ignoró hasta que se sentó a su lado, posó el vaso en la mesa y se dio la vuelta hacia ella.
–Es sólo que no paso tanto tiempo con las niñas como me gustaría, así que el día de tu cumpleaños les dije que podían hacer todo lo que quisieran, dentro de unos límites, claro está, como ocasión especial.
–Eso fue muy tierno por tu parte.
–Fue entonces cuando Tally me dijo con la voz más sombría imaginable, que le sería imposible hacer lo que realmente quería porque no se lo permitían.
–Eso tendrá algo que ver con los caballos, supongo –dijo Anna despacio al pensar en Natalia, la mayor de las trillizas, a la que le volvían loca los ponies.
Se gastaba todos sus ahorros en revistas de caballos y cada libro que leía era de algún tema ecuestre.
–Sí, eso era –aseguró Todd bastante sombrío–. Me preguntó sin rodeos por qué no le dejábamos tener un caballo propio.
–Porque sabe tan bien como yo que montar a caballo es muy peligroso –suspiró Anna–. Las tres son conscientes de que no pueden tomar parte en ningún deporte peligroso porque está firmado en su contrato. El director de casting les dijo que si se rompían un brazo o una pierna sería un desastre para su campaña.
–Lo que sería el fin del mundo, ¿verdad? –preguntó Todd despacio–. ¿Un desastre para la campaña?