Ciudad y otros relatos. Édgar Velasco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Édgar Velasco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078098934
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Bismol. Hasta se dio el caso de uno que llegó con el encargado de la lista y pidió lo dejara salir urgentemente a comprar condones: tenía a una dependienta del departamento de bebés completamente desnuda en el cuarto de intendencia. Más de la mitad de lo casos no eran verdad, pero cualquier pretexto era bueno para ir al minisúper.

      La cosa era más o menos similar en el bachillerato. El ausentismo estudiantil aumentó, secundado por la complicidad del personal docente. Mientras los maestros departían sobre filosofía y literatura en el estrecho pasillo de los cacahuates, los alumnos se arremolinaban fuera del local para ver a las alumnas, que hacían pasarela dentro de la tienda. Lo más difícil era lucir las piernas entre tanta gente: el minisúper, a quien de cariño comenzaron a llamar El Mini, siempre estaba lleno. Hasta ahí llegaban personas de todas partes de la ciudad. La Vía I del subterráneo se volvió la más socorrida. Todo mundo quería viajar al centro, específicamente a la esquina de avenida Central y calle 3. Esto generó dos situaciones principales: el sistema de transporte tuvo que comprar nuevos vagones y contratar más personal, y aumentó el número de carteristas. El Mini era, quién lo diría, un generador de empleos, directos e indirectos.

      Al poco tiempo, otro minisúper abrió sus puertas, no muy lejos del primero. Los administradores recibieron la noticia como una bendición: no se daban abasto para contener a tanta gente, que en muchos casos ni siquiera iba al lugar a hacer compras. Para los habitantes de la ciudad, la cosa no pudo ser mejor: celebraron la llegada del nuevo minisúper con una juerga que duró tres días, durante los cuales el lugar siempre estuvo lleno. Y claro, también tuvo su apodo: si el primero fue El Mini, el segundo se convirtió en El Súper. Después de la celebración, la clientela comenzó a distribuirse entre ambos negocios.

      La felicidad era tal, que casi se podía palpar.

      Otros cuatro minisúpers (Niper, Misu, Persu y Suni, respectivamente) se instalaron en el centro, guardando una sana distancia entre ellos. Y la ciudadanía celebraba: cada vez caminaba menos para seguir estando in. Porque ir al minisúper se convirtió en un signo de estatus.

      Esto quedó comprobado un día que, en sesión de cabildo, el alcalde dijo que había comprado su jugo de manzana en la tienda de su barrio. La Regidora de Cultura volteó a verlo de reojo y soltó la carcajada, mientras que el secretario hizo una moción para sacar el comentario del acta: si el pueblo se enteraba que el primer edil no hacía sus compras en un minisúper sería la muerte, podía bajar su popularidad y ocasionar que su partido perdiera las próximas elecciones. Esto, en menor o mayor escala, se repetía en todas las oficinas de gobierno, escuelas, tiendas, joyerías, zapaterías y demás negocios que había en el centro. Ir al minisúper, esa era la consigna.

      Con paso decidido, los minisúpers extendieron sus alcances. Salieron del primer cuadro de la ciudad, cubriendo los cuatro puntos cardinales. La gente siguió viendo con agrado y simpatía la apertura de cada nuevo negocio: así era más fácil dejarse ver por los demás y hasta se organizaron concursos para demostrar cuántos minisúpers podía visitar una persona en un par de horas.

      Todo era armonía en la ciudad. Lo fue por mucho tiempo.

      Pero todo lo que empieza tiene que acabar y la felicidad, ya se sabe, es fugaz: una mañana, un pequeño grupo de personas, en su mayoría ancianos, se plantó con pancartas fuera del palacio municipal. Exigían el cierre de los minisúpers. «Nuestras tiendas están desapareciendo, ya nadie va. Dicen que está out. Si no se resuelve esto, nos pondremos en huelga de hambre por tiempo indefinido: de cualquier forma nos están condenando a la muerte», decía el líder de los tenderos a las cámaras y grabadoras de los medios. Los peatones, sobra decirlo, veían a los manifestantes con asco, como si fueran apestados. Y es que, ¿quién en sus cabales podía estar en contra de algo que había traído tanto bien a la ciudad? Sólo un loco o un viejo retrógrado.

      Sensible a los problemas del pueblo a su cargo (y amante de las tienditas), el alcalde buscó solucionar la situación. Presentó una iniciativa ante el cabildo, en la que se contemplaba la expropiación de los minisúpers y la regulación de sus planes de expansión. La regidora de Cultura se rascó la cabeza, el de Educación carraspeó y el Cementerios se frotó las manos: si iba a rodar la cabeza del alcalde, que rodara de una vez. Se aprobó el decreto y se dio a conocer en una rueda de prensa.

      Vino el caos: la gente salió a las calles, bloqueó avenidas, gritó consignas («El súper es de quien lo despacha», fue la más socorrida). «El pueblo enseñó el músculo», tituló la prensa. A golpe de marchas, mítines y manifestaciones, echaron por tierra la idea del primer edil, quien además tuvo que soportar las críticas de la oposición. «Era por el bien de la ciudad», dijo el munícipe. «Pida su franquicia», le respondió el director de Obras Públicas, mejor conocido como El Administrador porque regenteaba la nada despreciable cantidad de 20 minisúpers.

      Sin embargo, la felicidad se había ido. Y no regresaría.

      Cada vez había más gente inconforme por la expansión de los minisúpers, que parecían una plaga. Las tiendas de barrio comenzaron a cerrar, y sus defensores empezaron a organizarse clandestinamente: en parejas, iban y asaltaban los minisúpers y repartían las ganancias entre los tenderos desempleados. Y aunque al principio tuvieron éxito, éste disminuyó porque los administradores de los negocios contrataron equipos especiales de seguridad, que tenían la orden de tirar a matar. Murieron muchos asaltantes y con ellos otros tantos tenderos que no tenían medios para subsistir.

      El primer bombazo fue la señal de que se había llegado al punto del no retorno. La explosión tiró la tienda y cobró la vida de los tres dependientes del turno nocturno. La Asamblea de Minisúpers Afiliados publicó un desplegado en la prensa denunciando que el clima de inseguridad era insoportable, pedía la intervención del ejército y exigía a la autoridad municipal que tomara medidas. «Que se paguen sus propios guardias, al cabo tienen muchos ingresos», dijo el alcalde.

      Los bombazos se repitieron por toda la ciudad. Más tardaban los administradores en tratar de reconstruir los sitios que sufrían atentados, que los subversivos en repetirlos. Era tal la capacidad de organización de los disidentes que un día volaron, simultáneamente, 99 negocios. No completaron la centena porque el encargado de poner la bomba en el primer minisúper —el que ocasionó todo, el que desencadenó la plaga: El Mini—, titubeó en el último momento agobiado por la nostalgia: no podía atacar de esa manera tan vil algo que le había dado tantas alegrías y satisfacciones a la ciudad. Su momento de debilidad le costó la vida a manos del jefe de la banda.

      Un día, la ciudad se despertó con una noticia: los pocos minisúpers que todavía se tenían en pie la noche anterior habían cerrado. Como prueba de su paso por la ciudad habían quedado los edificios, pero dentro reinaba la desolación: anaqueles, refrigeradores, exhibidores, mostradores, todo estaba vacío.

      La gente no tuvo tiempo de asimilar la situación: era tarde y había que comprar leche, pan para los sándwiches, los refrigerios de los niños.

      En una pequeña calle de una colonia cercana al centro, el alcalde compró un jugo de manzana. El último tendero superviviente tuvo, ese día, muchas ventas.

      camino a casa

      ______________ va camino a casa. Ya casi llega. Sólo tiene que estacionar la camioneta donde le dijeron que lo hiciera. Nada más. Una tarea fácil. Sólo tiene que hacer eso y podrá irse a casa.

      Maneja a una velocidad moderada. No rebasa el límite. No puede: si llegara a cometer una infracción, una sola, todo podría irse al carajo. Y cuando piensa en todo, es todo: sabe que la muerte está ahí, a la vuelta de la esquina, donde también está la cárcel, que es otra manera de morir, pero más lenta. Por eso obedece las reglas: maneja a una velocidad prudente, se detiene en los altos. Respeta, incluso, los pasos de cebra. No importa que no haya peatones. La cosa es respetar.

      Saca un cigarro —¿de qué marca? ¿rojo o blanco? ¿mentolado? ¿con o sin filtro?— y lo prende —¿con encendedor? ¿cerillos? ¿el encendedor de la camioneta?— y le da un par de caladas profundas. Mira por el espejo retrovisor y lo único que ve son bultos: cuerpos sin vida que se amontonan en la camioneta hasta llegar al techo. Cuerpos desnudos que no sienten el frío,