Ciudad y otros relatos. Édgar Velasco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Édgar Velasco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078098934
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Sanromán— dijo Rolón para calmar las cosas—, ¿y el mamón de Carlitos? No lo he visto en toda la tarde. ¿No se supone que es el que se las sabe de todas todas sobre el Guerrillero?

      —Se fue a su pueblo— dijo el fotógrafo de Ciudad— parece que su jefa se puso mal. Barreda lo lamentó muchísimo: ayer hasta lo habían mandado a una reunión que tuvieron allá en la pinche comunidad donde se está quedando. Pero parece que le hablaron por la noche y salió en la madrugada. Mal pedo.

      —Órale—, asintieron los demás.

      Nadie reparó en el hecho de que, resguardado por una de las almenas del Palacio de Gobierno, un agente vestido de civil tomaba fotos de la plaza y otro, con un teleobjetivo, hacía algunos retratos de los asistentes. Tampoco se dieron cuenta de la presencia del francotirador que, en la azotea de la iglesia de San Joaquín, comenzaba a armar su rifle. Al igual que el Guerrillero, también iba encapuchado.

      ~~~

      Después de pasar tres días pensando qué hacer, decidí que sí, aceptaría el encargo. La cantidad era suficiente para pagar mis deudas y largarme a hacer una nueva vida en un nuevo lugar y con un nuevo empleo.

      Empezar de nuevo, otra vez.

      Acudí el viernes a La Oficina y ya iba por la quinta cerveza cuando aparecieron los mismos sujetos de la vez anterior. Otra vez sin mediar palabra, dejaron una maleta sobre el piso y se fueron. Ni siquiera intenté preguntar algo. Presuroso, fui a casa y abrí la maleta: un rifle armable, un instructivo que no necesitaba porque estaba demasiado familiarizado con el arma y… ¿un mapa del templo de San Joaquín? ¿Una sotana?

      Al fondo de la bolsa había una carta en la que me explicaban cómo tenía que proceder el día del mitin. Otra vez, sin membrete ni firma ni nombre. En ese momento comprendí que ya no había marcha atrás.

      ~~~

      Desde el asiento trasero de la camioneta, el Guerrillero observaba las calles. Una cosa que le gustaba al líder insurgente eran los cristales polarizados: podía ver sin ser visto. La entrada a la ciudad ocurrió sin contratiempos: ésta estaba prácticamente vacía, como corresponde a un domingo por la tarde. Conforme se acercaban al centro el número de gente en las calles aumentó.

      Mientras el Güero y Ramiro intercambiaban puntos de vista acerca de la necesidad «imperiosa e impostergable» de derrocar al presidente, el Guerrillero libraba una batalla por contener la furia de sus intestinos. Ni las pastillas ni el té habían conseguido aminorar la diarrea, que amenazaba con hacer de las suyas.

      El rumor comenzó a correr por la plaza: «Ya llegó. Ya está aquí». Efectivamente, la camioneta se detuvo en una de las calles que flanquean la explanada y pronto estuvo rodeada de fotógrafos, que fueron empujados por el cuerpo de seguridad del Guerrillero: seis punks que se encargaron de abrir paso al líder.

      Cuando por fin subió al estrado, estalló la ovación de la gente. Inexpresivo, se colocó al lado del micrófono para escuchar la intervención del Güero. «Compañeros», bramó el orador. «Ya estuvo bueno de que este gobierno fascista siga decidiendo el rumbo de nuestras vidas». Unos pocos asintieron, el resto, seguía esperando a que el Guerrillero tomara la palabra. «Por eso estamos esta tarde aquí: llegó la hora de que los de abajo alcemos la voz, esa voz que durante tanto tiempo ha estado silenciada, oprimida, relegada. Llegó la hora de derrocar a los capitalistas que nos han sumido en la pobreza...»

      Absorto, el Guerrillero miraba al horizonte y fumaba su pipa. Mientras el Güero vociferaba contra el capital y convocaba a la Revolución, todos los pensamientos del encapuchado estaban concentrados en un solo objetivo: contener el pedo que amenazaba con salir. «Reputa madre», pensaba, «otra vez la pinche mierda y este cabrón que no se calla».

      Cuando le tocó su turno al micrófono, logró que el flato retrocediera un poco. «Compañeros», dijo aprovechando el respiro, «estamos aquí para demostrarle a los de allá que las cosas acá ya no son como antes. Ustedes, voluntariamente, han decidido sumarse al cambio que, desde abajo, va a transformar el rumbo del país. Nosotros no buscamos el poder, no buscamos el presupuesto, no buscamos los privilegios que conllevan vivir hasta arriba de la pirámide que...

      ~~~

      Así te quería agarrar mi cabrón. Me valen madre tu revolución y tu búsqueda de la igualdad. Pinche demagogo. Me tienen sin cuidado tus ideales y los de la bola de borregos, los que te han seguido y los que te esperan en tu próxima escala. Me cago en tus postulados populistas.

      Tu muerte es la salida a todos mis problemas, no la pinche revolución.

      ~~~

      Cuando el Guerrillero hablaba sobre cómo se iban a lograr todos los cambios en el país, ocurrieron dos cosas: un disparo resonó por toda la plaza y el encapuchado se dobló. La gente comenzó a gritar y a correr en todas direcciones. El cuerpo de seguridad del líder insurgente lo rodeó y comenzó a llevárselo. Sólo ellos se dieron cuenta de que no iba herido: llevaba el pantalón manchado a la altura de la entrepierna y olía muy mal. Y es que, después de un terrible retortijón que dobló al luchador social, el pedo había salido y, junto con él, un nuevo aluvión de mierda. Justo detrás del lugar que había ocupado el Guerrillero en el estrado, el trovador insurgente agonizaba por el balazo que, contundente, le había perforado el corazón.

      En la confusión, las cosas fueron de lo más sencillo para Carlos Maximiliano González: entró al templo, se puso la sotana y entró en uno de los confesionarios. Ahí escuchó a doña Rosa, que cumplía con su manda de contar sus pecados cada tercer día. Ahí estaba, también, el resto de los dólares, que habían sido dejados en el asientillo por dos hombres, los mismos que se llevaron la maleta negra que el reportero había dejado arrinconada en la sacristía y que contenía el rifle de francotirador, la capucha, los guantes y la ropa.

      Nadie se dio cuenta, sino dos horas después, que la operación había sido un fracaso.

      ~~~

      Sentado en la letrina por enésima vez, el Guerrillero fumaba su cigarrillo sin filtro y reía sin parar. «Quién lo iba a decir», pensó, «ahora sí me salvé de pura cagada». Cuando se levantó, pensó en alumbrar la letrina.

      la plaga

      Un día, de pronto, aparecieron. Nadie supo a ciencia cierta cómo o de dónde venían, pero llegaron.

      El primero se colocó en el centro de la ciudad, en una esquina. Enfrente había una escuela con bachillerato semiescolarizado, al lado una tienda departamental y la salida del subterráneo. Durante la construcción, todo el que pasaba por la esquina miraba con curiosidad: nunca, hasta entonces, se había visto una cosa similar. Nadie se aventuraba siquiera a formular alguna hipótesis: todos eran testigos del avance de la obra, pero nadie sabía qué era exactamente lo que estaba pasando.

      Era tal la incertidumbre que el día de la inauguración había recelo por cruzar la puerta. Sólo hasta que entró el primer valiente y gritó «¡Hay refrescos!», los demás se animaron a entrar. «También hay galletas», «Mira, café recién hecho», «No sabía que existieran los sándwiches refrigerados», fueron algunos de las comentarios que comenzaron a escucharse por todo el local. Hubo incluso quien, acostumbrado a sólo fumar Faros, se puso de rodillas ante el mostrador que exhibía más de diez marcas diferentes de cigarrillos. El minisúper había llegado.

      El lugar vino a modificar la vida de su entorno. Por ejemplo, en la tienda departamental fue necesario incluir en el reglamento un capítulo titulado «De la ida al minisúper», para poder regular la salida del personal. Y es que se volvió cosa de todos los días que, mientras los empleados departían entre los anaqueles del minisúper, los clientes de la tienda caminaran por los pasillos, mercancía en mano, buscando un dependiente para consultar un precio o preguntar la ubicación de los probadores sin que nadie los atendiera. El reglamento estipulaba que todo aquel que quisiera ir al nuevo negocio tenía que anotarse en una lista y sólo podía abandonar su puesto de trabajo hasta que regresara la persona que estuviera ausente.

      Pero esto sólo sirvió para incentivar la creatividad del personal: era común ver a empleados