Boone se echó a reír. Tommy era un tipo de treinta y siete años que medía más de metro noventa y al que le iban bien los negocios, pero estaba claro que aún seguía teniéndole miedo a su madre. Aunque no era de extrañar, porque la señora en cuestión era una mujer de armas tomar.
–No te preocupes, yo daré la cara frente a Cora Jane… y no te meteré en problemas con tu mamaíta –añadió, en tono de broma.
Su sonrisa se ensanchó al ver que Tommy mascullaba una palabrota y se alejaba, pero se puso serio cuando, escasos segundos después, B.J. salió del restaurante con cara triste. Le agarró del hombro y se puso de cuclillas delante de él.
–¿Qué pasa, campeón?
El niño se sorbió la nariz, y se le llenaron los ojos de lágrimas al decir:
–Emily se ha ido, nadie sabe cuándo va a volver.
Boone maldijo para sus adentros. Aquello era justo lo que temía que pasara desde el principio.
–¿Cuándo se ha ido?
–Esta mañana, supongo –le miró con cara de reproche al añadir–: Yo quería venir, pero no me has dejado. A lo mejor no se habría ido si yo hubiera estado aquí.
–Sabías desde el principio que ella tenía que retomar su trabajo, que tenía que volver a su casa –le recordó, a pesar de que estaba tan desconcertado como él por aquella súbita partida.
–¡Pero aún no! Es demasiado pronto. Creía que era amiga mía, y se ha ido sin despedirse.
«Tal y como yo predije», pensó Boone para sus adentros, mientras intentaba disimular la furia que sentía.
–Lo siento, campeón. Pero has comentado que va a volver, ¿no?
Los hombros del niño se alzaron en lo que podría ser un gesto de conformidad o un suspiro pesaroso.
–Eso es lo que me ha dicho la señora Cora Jane.
–Pues seguro que es verdad –le aseguró, a pesar de que tenía sus dudas. Impulsado por la necesidad de volver a ver una sonrisa en su rostro, añadió–: ¿Por qué no vas a por tu juego y se lo enseñas a Jerry?, apuesto a que querrá jugar contigo.
Los ojos del niño se iluminaron por un instante.
–¿Me das permiso?
–Sí, pero solamente por esta vez –al ver que cruzaba el aparcamiento a la carrera, Boone le advirtió–: ¡Ten cuidado!
B.J. aminoró un poco la marcha y, después de sacar el juego del coche, regresó andando poco a poco, exagerando cada paso con una teatralidad que hizo que Boone tuviera que disimular una sonrisa.
–No eches a correr en cuanto te dé la espalda.
El niño respondió con una sonrisita traviesa mientras pasaba por su lado, pero siguió andando con lentitud.
En cuanto le vio entrar en el restaurante, Boone se sacó el móvil del bolsillo y buscó el número de teléfono de Emily, que había quedado registrado cuando ella le había llamado desde la clínica la otra noche.
La llamó sin pensárselo dos veces.
–Hola, Boone. Qué sorpresa.
–Te lo advertí, te advertí que no le hicieras daño a mi hijo –le espetó él, furioso, en voz baja.
–No te entiendo, yo no le he hecho nada a B.J. –protestó ella con voz serena.
–Te has marchado sin despedirte. Está hecho polvo, Em. No lo entiende, él creía que erais amigos.
Emily masculló en voz baja unas duras palabras contra sí misma, pero lo que dijo en voz alta fue:
–Voy a volver, ¿no se lo ha dicho nadie?
–Tiene ocho años. Su madre se fue y no volvió nunca más, aunque yo le había asegurado que iba a ponerse bien. No se confía demasiado en ese tipo de circunstancias. Se siente abandonado, y te lo advertí. Te supliqué que mantuvieras las distancias con él –fue incapaz de contener su furia, y le espetó–: Si vuelves, no quiero que te le acerques. ¿Está claro?
–No lo dirás en serio, ¿verdad? –protestó ella, horrorizada–. ¿Qué vas a conseguir con eso?, va a pensar que no le tengo ningún cariño.
–¿Y qué crees que piensa ahora? –le preguntó él, furibundo.
–Deja que lo arregle, voy a llamarle ahora mismo. ¿Estáis en el Castle’s?
A Boone le habría gustado poder decirle que no se molestara, que se olvidara del tema, pero sabía que esa respuesta sería fruto de su enfado y que no era lo mejor para su hijo.
–Voy a entrar, llámame al móvil en cinco minutos y se lo paso. Puedes despedirte, disculparte, o lo que sea, pero no le prometas nada que no tengas intención de cumplir.
–No lo haré –le aseguró ella, con voz suave–. Lo siento, Boone. Lo he hecho sin pensar, sabes que jamás le haría daño a propósito.
–Nunca lo haces a propósito, pero acabas haciéndolo –suspiró antes de decir–: Llámame en cinco minutos. ¿De acuerdo?
–De acuerdo.
Después de cortar la llamada, Boone entró en el restaurante en busca de B.J. mientras se preguntaba si acababa de hacer lo correcto. Quizás habría sido mejor dejar que el niño se desilusionara ya, porque más adelante podía ser incluso peor.
Mientras esperaba en el aeropuerto, Emily empezó a pasear de un lado a otro con nerviosismo. Cada dos por tres le echaba un vistazo a su reloj, los cinco minutos que Boone le había pedido estaban siendo interminables. No alcanzaba a entender su propio comportamiento. Después de todas las advertencias de Boone, había hecho lo que él temía: le había hecho daño a su hijo. Tal y como él había comentado, daba igual que no lo hubiera hecho a propósito. Lo cierto era que había sido una desconsiderada.
Se había marchado justo por eso, ¿no? Porque le daba miedo terminar hiriendo tanto al padre como al hijo. Quizás tendría que haberse marchado antes… no, mejor aún: Tendría que haberse excusado y haberse mantenido alejada de allí, aunque fallarle así a su abuela habría sido inaceptable.
En cuanto pasó el último segundo de los cinco minutos acordados, llamó al móvil de Boone y él le contestó con voz tensa antes de pasarle a B.J.
–¿Emily? –dijo el niño, vacilante.
–¿Cómo está mi asesor? –le preguntó, procurando mostrarse animada.
–Bien.
–Oye, perdona que me haya ido sin decirte adiós. Tengo que ir a supervisar un par de trabajos, y me he marchado a toda prisa.
–Vale –se limitó a decir él, con voz apagada.
–Voy a enseñarle al cliente de Aspen los muebles que me ayudaste a seleccionar para su hotel de montaña.
Al ver que no contestaba de inmediato, Emily optó por esperar; con un poco de suerte, la curiosidad que el niño sentía por su profesión acabaría por hacerle hablar.
–¿Vas a enseñarle el rojo? –le preguntó él al fin.
–Sí.
–¿Le dirás que yo te ayudé a elegirlo?
–Claro que sí. Eres mi asesor, ¿no? Siempre reconozco el mérito de quien se lo merece.
Él soltó un pequeño suspiro antes de preguntar:
–¿Cuándo vas a volver?
–No