Ciudades en el Caribe. Haroldo Dilla Alfonso. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Haroldo Dilla Alfonso
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786079275389
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con espacios particularmente activos de la economía capitalista emergente, vuelven a tomar distancias de sus espacios nacionales, o al menos de aquellos segmentos espaciales inservibles para las nuevas modalidades de acumulación. De esta manera las ciudades devienen partes del proceso de exclusión e inclusión selectivas del mercado mundial, y al mismo tiempo recrudecen la segregación espacial a sus interiores, donde conviven barrios marginales fuera de casi todo, y zonas exclusivas de negocios intensamente conectados a los nuevos circuitos de acumulación.

      La ciudad caribeña de los servicios expresa muchos rasgos de los analizados por Wacquant (2007) tales como la erosión del salario como vector de la seguridad social debido a su insuficiencia y a su vinculación a empleos precarios; las estigmatizaciones de los espacios populares (devenidos auténticos cour des miracles) y la disolución de los lugares tradicionales del capital social urbano. Si en la época desarrollista las políticas —reformistas o revolucionarias— intentaron la inclusión, en las ciudades de servicios se limitan a administrar la pobreza y a jugar retóricamente con ella. Y debido a que son situaciones que se muestran desconectadas de los ciclos económicos, la marginalidad avanzada deviene marginalidad estructural.

      Cuando las ciudades se dieron cuenta de que habían perdido la batalla por la integración social, se limitaron a manipular la pobreza. Y a tono con ello, cada ciudad ha hecho con sus pobres lo que ha podido: Santo Domingo los despliega en zonas devaluadas y poco visibles, San Juan los maquilla y los expone como logro, y La Habana, tras un éxito inicial sobre bases irreales, ha preferido esconderlos en sus pliegues.

      En buena medida esta marginalidad estructural es condicionada por la situación migratoria. Dos de las ciudades analizadas (San Juan y Santo Domingo) son expulsoras y receptoras de migrantes. De manera que al mismo tiempo que cientos de miles de sanjuaneros y dominicanos residen en diversas ciudades estadounidenses (en particular Nueva York y Miami), ellas albergan a cantidades similares de dominicanos y haitianos, respectivamente. Y a su interior se incuban guetos subnacionales sin que existan políticas urbanas multiculturales que den cuenta de esta diversidad. La Habana, por su parte, es una emisora neta de población hacia varios destinos, pero sobre todo hacia Miami, al mismo tiempo que capta nuevos contingentes de migrantes internos que deben afrontar a la capital en condiciones de ilegalidad. Mientras que Miami es una de las receptoras más importantes de migrantes hemisféricos, entre los que se destacan los habaneros.

      Desde aquí se generan factores estructurantes de nuevas configuraciones clasistas y culturales, y en particular la emergencia de estas ciudades como polos de espacios transnacionales que, siguiendo a Bobes (2011: 193), subvierte las nociones tradicionales de espacio y “supone una imbricación de relaciones intersujetivas que implica no sólo una gran variedad de lazos… sino una intensa modificación del ámbito simbólico, cultural e identitario”. Cualquiera de las ciudades sometidas aquí a estudio muestra un variado acomodamiento de campos sociales transnacionales que constituyen “…un conjunto de múltiples redes entrelazadas de relaciones sociales a través de las cuales se intercambian de manera desigual, se organizan y se transforman las ideas, las prácticas y los recursos” (Levitt y Glick, 2006: 230). Estos son probablemente los rasgos más importantes de estas ciudades en este nuevo siglo, y también una de las omisiones —más por falta de tiempo que de buena voluntad— más marcadas de este libro.

      Tampoco aquí existe sincronía. Santo Domingo comienza a transitar hacia una ciudad de servicios desde los ochenta. La Habana —tras abandonar su experimentación alternativa iniciada en 1959— lo hace muy tardíamente, casi en el nuevo milenio, en medio de una crisis urbana sin precedentes en la historia nacional y que en algunos momentos recuerda la ruralización de la ciudad primada en el siglo XVII. San Juan lo hizo antes, de hecho comienza a moverse en esta dirección desde los setenta, alentada por los efímeros incentivos fiscales, y entre las tres ciudades es la que ha logrado una mayor cohesión en cuanto tal, lo que se refleja en la constitución del primer centro financiero en el Caribe y de un entorno de consumismo sofisticado, condensado en la llamada Milla de Oro.

      Pero la ciudad que lidera esta nueva realidad no es San Juan —acogotada por sus graves problemas internos y por la carencia de una voluntad política— sino Miami. La ciudad mágica —como se le conoce desde aquellos primeros días en que Julia Tuttle envió a Henry Flagger un canasto de naranjas perfectas en medio de una helada que arrasó con la agricultura de Florida— no sólo ha dominado el mundo financiero y económico del Caribe, sino también su imaginario. Y ha producido en su interior una amalgama cultural sin precedentes en la historia de la región. Es lo que Portes y Steppick (1993) llamaron “aculturación en reversa” y que determina que las naturalezas transnacionales de La Habana, San Juan y Santo Domingo tengan siempre un punto de referencia en Miami. Pero el costo ha sido la fragmentación de su espacio urbano hasta niveles poco usuales en el continente y la proliferación de empalizadas simbólicas y culturales que revelan las intenciones (y a veces la realización) de las segregaciones y subordinaciones sociales que señalizan el mapa de la ciudad.

      Miami es sin lugar a dudas una ciudad admirable en muchos aspectos y detestable en otros. Se trata de puntos de vista, que al final son siempre vistas desde un punto. La pregunta que siempre nos hacemos es si el final del largo recorrido cultural de nuestra historia urbana compartida está predestinada a terminar entre las lentejuelas de Ocean Drive. O si hay algo más allá.

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