Las murallas fueron también un hecho cultural, un símbolo de fuerza para ser aprendido por quienes estaban afuera de ella, para preservar de forma exclusiva la territorialidad del poder colonial frente a los desafectos no solo de ultramar, sino también de las ruralías. Sea respecto a los bayameses puestos en jaque por el gobernador habanero Pedro Valdés (miembro de la dinastía Menéndez Avilés y activo contrabandista), respecto a los habitantes del oeste de la Española reprimidos por el tozudo gobernador Osorio, en relación con los huidizos colonos de la ruralía puertorriqueña, o con los negros cimarrones que pululaban en las tres islas, las murallas fueron un símbolo del poder inapelable ante la pretendida libertad de los insumisos extramuros que habitaban un entorno devaluado, el interior, la isla.
Pero al mismo tiempo, las murallas protegían aquello que Bauman (2002) llamaba “la privacidad que liberaba de toda interferencia de ese poder” (: 114). Al final, era dentro de las propias murallas donde se ventilaban los más animados torneos entre el poder territorializado —con sus militares, burócratas y curas— y el poder basado en los flujos de mercancías, dinero y personas. Era dentro de ellas donde chocaban con más fuerza los imperativos exclusivistas del imperio con las tentaciones de la economía/mundo. Y fuera de ellas, a pesar de las apariencias, no quedaba el reino de la libertad y de la fragua de las nacionalidades —como ha sido presentado por nuestra historiografía romántica— sino una desidia heroica.
Con el avance de la sociedad criolla, las murallas devinieron blancos de la crítica, no solo desde las apetencias mercantiles de los incipientes promotores del suelo urbano sino desde la propia legalidad. Y es que toda la legislación urbanística colonial desde 1542 en adelante reconoció la existencia de terrenos ejidales de usos comunitarios y que garantizaban la expansión futura de los poblados. Mientras las ciudades eran pequeñas aglomeraciones que solo ocupaban partes de las zonas intramuros, nada de ello fue un tema de preocupación, como, por ejemplo, nunca lo fue para Santo Domingo. Pero cuando las ciudades tocaron el borde y comenzaron a saltarlo, los glacis de las murallas —es decir el terreno público que les antecedía y que tenía funciones militares defensivos— devinieron temas recurrentes de las luchas políticas y legales.
Cada ciudad hizo con sus murallas lo que permitía la correlación interna de fuerzas entre los pobladores, las burguesías citadinas, las autoridades locales y los poderes centrales. Y lo que aconsejaban las geografías específicas. Así, Santo Domingo, atrofiado, se olvidó de sus murallas inútiles. La Habana las brincó para luego convertirlas en uno de los negocios inmobiliarios más lucrativos de la época. San Juan cargó con ellas demasiado tiempo y estuvo a punto de sucumbir asfixiada por los muros. Y luego rescató sus cortinas que miraban al mar para construir esa marca de lugar colonial romántico que embelesa a los cientos de miles de turistas que la visitan en busca de emociones.
Pero esta última conversión corresponde a otro momento en la historia urbana que comparamos: la ciudad desarrollista. Se trata de ciudades, desgajadas por diversas razones de la telaraña mercantilista española (y eventualmente también de su soberanía), que comienzan a intermediar entre el mercado mundial y sus espacios nacionales/coloniales, y a subordinar económicamente a estos espacios, convirtiéndolos (in latus sensus) en hinterlands extendidos. Si las ciudades enclaves eran pivotes de un sistema dado al nivel del imperio español —en detrimento de sus vínculos con los poblados del “interior”— las ciudades desarrollistas producen un vuelco hacia dentro de sus espacios nacionales/coloniales y se constituyen en centros de sistemas urbanos, con entornos que regulan y subordinan, y con los que intercambian en condiciones desiguales, tal y como han conceptualizado Aiken et al. (1987). De cierta manera, aquí sucede lo que Luhmann (1997) hubiera denominado un proceso de descomposición y diferenciación de sistemas. Y que para el caso de las tres ciudades que nos ocupan implicó, desde el siglo XIX, un proceso de divergencia que aún no concluye. Del origen común ha quedado, no obstante, una planta cultural compartida y una idiosincrasia particular que forman parte del arsenal de nuestra historia de larga duración.
Es un período en que ocurre lo que Morín (2010) hubiera llamado una metamorfosis, una transformación radical con apego a cada historia particular, un giro de rupturas y realineamientos. Mediante estas metamorfosis, las ciudades rebasan sus condiciones de enclaves comerciales y estratégicos para devenir entidades articuladoras del crecimiento industrial, principalmente en su modalidad agroexportadora aunque también mediante el surgimiento de parques manufactureros destinados inicialmente a satisfacer los mercados internos y posteriormente a la exportación.
Las ciudades desarrollistas crecen demográfica y geográficamente, y son dotadas de infraestructuras modernas —viales, servicios de acueductos y alcantarillas, alumbrado público, espacios de socialización, así como de instalaciones que dan cuenta de los servicios económicos requeridos por la acumulación capitalista—. Y aunque es difícil encontrar en las ciudades caribeñas la noción de “comunidad” (gemeischaft) en los términos clásicos planteados por Tönnies, la ciudad desarrollista fue escenario de importantes transformaciones culturales, lo que implicó la definitiva consolidación de la sociedad urbana capitalista (gessellschaft) caracterizada por el cosmopolitismo, la racionalidad utilitaria y el contrato.
Debe, sin embargo, señalarse que esta intermediación urbana sobre todo el territorio se basó en notables desequilibrios regionales que se agudizaron cuando se establecieron modelos de sustitución de importaciones financiados por las agroexportaciones. Ello condujo a polarizaciones espaciales dramáticas, uno de cuyos extremos estuvo representado por las macrocefalias capitalinas y por la aparición de la pobreza urbana extendida. Las barriadas miserables —las mismas que según Bordieu tenían sobre todo en común su “común excomunión” que redobla la iniquidad— se convirtieron en paisajes inseparables de las ciudades. Pero también serán partes de ellas las esperanzas de integración y de erradicación de la marginalidad que alimentaron los numerosos proyectos de viviendas populares y remodelaciones comunitarias en las tres ciudades.
Por otra parte, si las ciudades enclaves fueron consustanciales al sistema imperial español, lo que aquí llamamos la ciudad desarrollista creció bajo la sombra de la hegemonía norteamericana. Esta hegemonía fue, en un primer plano, económica, pues fue el contacto con la economía de los Estados Unidos lo que permitió el despegue agroexportador de las islas y desde allí la modernización capitalista. Pero tuvo también, como antes mencionaba, un sello político/militar muy fuerte, que se materializó en largas ocupaciones militares de Cuba, República Dominicana y Haití (de hecho las tres funcionaron por décadas como virtuales protectorados), y la ocupación definitiva de Puerto Rico.
En consecuencia, si la primacía habanera en la etapa precedente estuvo apoyada en mecanismos financieros y de control burocráticos en el marco de un sistema imperial, a partir de este momento esa centralidad tendrá un sello recreacional, cultural y de servicios. Por décadas, La Habana —con sus teatros, sus prostíbulos, sus tiendas por departamentos y sus noches interminables— será el anhelo lúdico y consumista de muchos caribeños, pero los centros financieros estarán radicados en Boston y Nueva York, y el centro político irremediablemente en Washington.
No existe una sincronía exacta de esta fase en las ciudades bajo estudio. La Habana, beneficiada por la acumulación comercial y por la expansión azucarera en la llanura occidental, la inicia a fines del siglo XVIII, todo ello cuando era formalmente una colonia política española pero en la práctica una dependencia de los Estados Unidos. San Juan se incorpora a esta dinámica con el siglo XX, de la mano de la ocupación norteamericana y a una velocidad tal que da la idea de una ciudad que quiere desquitarse la modorra de una época precedente en que evitó la miseria a cambio del aletargamiento. Santo Domingo tuvo que esperar mucho más para incorporarse, de la mano de