–No sabía que estábamos jugando al Trivial. ¿Para qué ir tan lejos a por un anillo? ¿Y esa hipérbole sobre las joyas castaldinianas? ¿Es el exceso de orgullo nacional lo que te lleva a pensar que todo lo de Castaldini es lo mejor del mundo?
–No sé si todo pero, sin duda, las joyas de la corona de Castaldini son de lo más exclusivo.
–Las joyas de la coro… –fue incapaz de repetir la asombrosa información–. ¡Bromeas! ¡No puedo ponerme un anillo de la colección real!
–Mi esposa no podría lucir otra cosa.
–No soy tu esposa. Seré tu pantalla solo un año. Pero, como dijiste, eso puede ser mucho tiempo. No quiero ser responsable de algo tan valioso –apartó sus manos cuando intentó abrazarla–. Durante la crisis de Castaldini, antes de la coronación de Ferruccio, la gente decía que si Castaldini vendiera la mitad de esas joyas, ¡cancelaría la deuda nacional!
–Propuse esa solución, pero los castaldinianos preferirían vender a sus hijos primogénitos.
–¿Y quieres que me ponga uno de esos anillos por una mentira? ¿Esperas que me pasee por ahí luciendo un tesoro en el dedo?
–Eso es exactamente lo que harás como mi esposa. De hecho, tú misma serás un nuevo tesoro nacional. Ahora que está todo claro…
–No está claro –masculló ella. Se sentía como si un remolino la estuviera atrapando–. No iré a Castaldini. Dile a tu piloto que dé la vuelta.
–Sabías que irías a Castaldini antes o después –razonó él. Su expresión de paciencia hizo que ella deseara darle un bofetón.
–Dijiste que podía decir que no a tu chantaje.
–Dije que no expondría a tu familia si decías que no –afirmó él, ecuánime–. Pero si dices que sí, me aseguraré de que no ocurra nunca.
–¿Qué quieres decir? –lo miró helada.
–Han cometido demasiados crímenes. Es cuestión de tiempo que alguien descubra lo mismo que yo. Cásate conmigo y haré cuanto esté en mi mano para limpiar los rastros de sus felonías.
–Eso sigue siendo el mismo chantaje.
–No. Antes dije que les haría daño si dices que no. Ahora digo que los ayudaré si dices que sí.
Ella sentía la mente tan liada como un ovillo de lana atacado por un gato.
–No veo la diferencia. E incluso si digo sí…
–Dilo, Gloria mía – le atrapó las manos y se las llevó hasta su musculoso pecho–. Consiente.
–Incluso si lo hago…
–Hazlo. Di que serás mi esposa.
–Bueno, vale, sí. Mira que eres insistente.
–¡Cuánto entusiasmo y cortesía! –rezongó él.
–Si crees que te debo alguna de esas cosas, estás loco. Esto no significa que haya cambiado nada. Sigue siendo una coacción. Y en ningún caso implica que acepte ir a Castaldini ahora.
–Dame una razón para estar tan en contra de ir –él se recostó, con expresión complacida.
–Podría darte un tomo tan grueso como tu contrato matrimonial.
–Me basta con una razón válida. Y, porque no quiero, no vale.
–Ya sé que lo que yo quiera no vale. Eso lo has dejado muy claro.
–He dejado claro que he cambiado de opinión –hizo un mohín tan delicioso que ella deseó morder esos labios que habían vuelto a hechizarla–. Sé flexible y cambia tú la tuya.
–Tampoco te debo flexibilidad. Me hiciste creer que este iba a ser un viaje dentro de mí país. No he firmado nada respecto a salir de él.
–Como esposa mía, lo harás. No para siempre.
–Ya, durante un año. Pero yo elijo cuándo empieza ese periodo.
–Me refería a que tendrás libertad para volver. Esta vez, puedes regresar a Nueva York mañana mismo, si es lo que quieres.
–No quiero salir de Nueva York. ¡No puedo viajar a otro país sin más!
–¿Por qué no? Siempre lo haces en tu trabajo.
–Esto no es trabajo. Y, hablando de eso, no puedo dejarlo todo sin avisar antes.
–Estás de vacaciones, ¿recuerdas?
–Tengo cosas que hacer, aparte del trabajo.
–¿Cuáles? –preguntó él, muy sereno.
–Yo también he cambiado de opinión. No eres una excavadora, eres un tsunami. Lo desenraízas todo y no cejas hasta tener el control.
–Aunque me encanta oírte diseccionar y detallar mis defectos, tengo hambre. Le pedí al chef que preparase platos típicos de Castaldini.
–No cambies de tema –protestó ella.
Él, ignorándola, se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó para desabrochar el de ella.
–Ni siquiera en la comida me das opción.
Él se apartó y pulsó unos botones que había en un panel junto al sofá. Luego se puso en pie.
–Sí te la doy. Yo preferiría darme un festejo contigo y saltarme la comida. Te doy la opción de evitar lo que realmente deseas y optar por comer.
Ella se tragó la réplica. Sería tontería negarlo. Si no hubieran despegado, habría estado desnuda sobre él, suplicando y aceptando todo.
Exasperada, lo siguió. Tras un biombo de madera tallada, había una mesa puesta para dos. El mobiliario, del estilo característico de Castaldini del siglo XVII o XVIII, estaba montado sobre raíles unidos al fuselaje. La tapicería de las exquisitas sillas de caoba era de seda borgoña con estampado floral. La mesa redonda estaba cubierta con un mantel de encaje, sobre organdí borgoña, decorado a juego con la vajilla de porcelana. Velas encendidas, un jarrón con rosas rojas y crema, servilletas de lino, copas de cristal y cubiertos de plata, con el monograma real de Castaldini, completaban el espectacular conjunto.
–No puedo imaginarme aquí al rey Ferruccio –dijo ella cuando le apartó la silla.
–¿Sigues creyendo que es mi jet? –preguntó él enarcando las cejas y sentándose frente a ella.
Ella ni siquiera se había planteado dudar de su palabra. Una prueba más de que algunas personas eran tan tontas que no aprendían nunca.
–No es eso –suspiró–. Todo el avión es digno de un rey. Pero este rincón es demasiado…
–¿Íntimo? –apuntó–. Esto lo diseñó Clarissa, como nido de amor para ella y Ferruccio.
–¿Seguro que no le molesta que lo invadas? –Glory alzó la cabeza; se sentía como una intrusa en un lugar destinado al placer de otros.
–Fue él quien escaneó mis huellas digitales en los controles de acceso.
–Bueno, pero, ¿estás seguro de que lo habló antes con la reina Clarissa?
–Estoy seguro de que, si no lo hizo, le encantaría que ella lo castigara por su travesura.
–¿Otro D’Agostino fetichista del maltrato a manos de una mujer? –los labios de Glory se curvaron al imaginarse al rey Ferruccio recibiendo una azotaina de su bella reina.
–Ferruccio dejaría que Clarissa bailara claqué encima de él y pediría más. Pero ella, un ser angelical, no se aprovecha de su poder sobre él –su expresión se suavizó mientras hablaba de su reina y de su primo. Aunque Clarissa era hija del rey anterior, se había sabido poco de ella hasta que se convirtió en esposa del rey ilegítimo. Desde su boda