—Sí.
—Esperaba que hubiera sido más discreta.
—¿Perdón?
—¿Es por ella por quien os acercáis ahora a mí? Os ruego que no prestéis atención a lo que haya podido inferir de nuestro encuentro, porque aquel día no era yo misma.
Movió la cabeza. Aquella conversación no tenía sentido para él.
—La esposa de mi hermano es una mujer siempre prudente.
—Cometí un error en una ocasión y no pienso volver a cometerlo.
Ella le tocó la mano, casi como si le rogase, y el mundo se detuvo a su alrededor. Tuvo la sensación de que estaban solos, en cualquier lugar de la tierra, sin restricciones, flotando en un espacio que era sólo suyo, un cabo al que asirse en un mar tormentoso.
—Eleanor.
Pronunció su nombre como lo haría un amante, una dulce música que habría querido repetir una y otra vez mientras seguía reteniendo su mano.
Por un momento, ella le permitió la caricia mientras le observaba, la intimidad de aquel contacto reflejada en sus ojos azules con una inesperada necesidad antes de que apartase rápidamente la mano.
La forma redondeada del final de su espalda fue todo lo que le quedó cuando ella volvió a acercarse a su marido.
—Maldición…
El dolor de la sien se hizo insoportable, perlándole de sudor la frente, y las luces del salón comenzaron a girar en torno suyo antes de que la inconsciencia de apoderara de él.
Cristo Wellingham se había quedado pálido como la cera. Estaba intentando incorporarse, comprender lo que había ocurrido y recuperar el control.
—El doctor llegará en un momento —dijo Anthony Baxter, preocupado.
—No es necesario —respondió, moviendo la cabeza, con lo que el paño de agua fría que le habían colocado en la frente cayó al suelo. Tenía el pelo empapado en sudor y le habían abierto la camisa—. Yo… lo siento —añadió, dirigiéndose al salón en general mientras se incorporaba, una mano en el alféizar de la ventana y la otra en el sofá. Eleanor se dio cuenta del tremendo esfuerzo que le estaba costando ponerse en pie—. Padezco de migrañas que se me presentan de cuando en cuando, y el clima inglés parece despertarlas con más frecuencia.
Su voz contenía notas de acero y hielo, aunque la sonrisa que se dibujaba en sus labios ofrecía un llamativo contraste. Parecía una máscara que mostrase sólo lo que debía verse en una reunión como aquélla y que redujera su enfermedad a una mera molestia.
—¿Duran mucho estos episodios? —preguntó Honour Baxter.
—No.
Se había puesto en pie y los extremos de su corbata colgaban lacios sobre la camisa. Era un hombre que no parecía estar acostumbrado a mostrarse frágil delante de nadie y que pretendía minimizar la posible apariencia de debilidad. Ya no volvió a mirarla y tras agradecerle a su anfitrión la velada se disculpó por haberla estropeado.
Cuando Anthony Baxter le hubo asegurado en la mejor tradición de anfitrión que le hubiera causado la más mínima contrariedad, se marchó, llevándose con él la energía y la vitalidad, ya que el salón quedó sumido en un extraño silencio.
Eleanor se tragó toda la inquietud que sentía mientras su marido comentaba con dos caballeros que tenía a su lado lo ocurrido.
La debilidad de Cristo Wellingham le sorprendió. ¿Por qué no se habría recluido en Falder con su familia si su salud era tan precaria?
Su soledad le dolía y las manillas de madera de la silla de su marido le resultaron duras al tacto y muy diferentes de la piel llena de vida que había sentido al tocarle el brazo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió un extraño vacío en la garganta al recordar el modo en que sus manos se habían entrelazado.
—No nos habíais dicho que padecierais unos dolores de cabeza tan fuertes. Los salones de esta ciudad se han hecho eco del desmayo que sufristeis anoche en casa de los Baxter.
Ashe se paseaba por el dormitorio de Cristo con paso decidido. Su hermano había llegado bastante antes del mediodía y se lo había encontrado metido en la cama, desnudo y descubierto para que el aire le refrescara el pecho cubierto de sudor.
—Hace mucho tiempo que las tengo.
—Ni tampoco que tuvierais la espalda cubierta de cicatrices. ¿Cómo os las habéis hecho?
—El barco en que embarqué para marcharme de Inglaterra hizo una corta parada en las costas del sur de España. No era un barco de pasajeros, ya sabéis, sino uno de esos navíos que se dedican al pillaje de embarcaciones más pequeñas e inocentes. Yo era joven y lo bastante loco como para creer que había cierta justicia poética en eso de robar a los ricos para entregárselo a los pobres.
—¿Y no pensasteis en cambiar de transporte?
—Sí, y lo hice en cuanto me fue posible. Tomé otro barco desde Barcelona a París. Ashborne me había dejado bien claro que mi comportamiento le era insufrible y me pareció que no querría que le pidiese ayuda.
—¿Y por qué no a Taris, o a mí? No supimos nada de vos durante años desde que os instalasteis en París, excepto unas cuantas sucintas notas en las que nos pedíais que nos mantuviéramos al margen de vuestra vida.
—Me imaginaba que compartíais el sentimiento de nuestro padre.
—¿Pero y las cartas que os enviamos?
—Las devolví sin abrir. No tenía sentido revivir malos recuerdos.
—¡Dios, Cristo! ¡Sois dos veces más testarudo que Taris! Quiero que vengáis a Falder a recuperaros.
Cristo negó con la cabeza.
—¡Estáis enfermo, maldita sea! Necesitáis que alguien os cuide.
—Milne lleva mucho tiempo haciéndolo.
—Alguien cualificado.
—La experiencia le aporta toda la cualificación necesaria.
—¿Y si hay algún daño irreversible? Decidme, ¿tenemos que preocuparnos por ello?
—Si hubiera efectos secundarios, a estas alturas ya habrían aparecido.
De la mesilla de al lado tomó su reloj de oro para ver la hora. Aquella mañana veía ya mucho mejor.
—Si preferís que me marche de Inglaterra…
—¿Para iros adónde?
—A Europa. América. El este… el mundo es un lugar grande cuando no tienes nada que te ate a ningún lugar.
Tanto había practicado la indiferencia que hasta él podía llegar a creérsela.
—¿Queréis volver a desaparecer después de casi diez años de silencio? Dejadme deciros que con los antojos de mi esposa no hay quien pueda, de modo que si no consigo llevaros a casa después de esto, Emerald enviará a Azziz y a Toro para que lo hagan.
—¿A quién?
—Hombres del puerto de Kingston con aros en las orejas y espadas en la mano —sonrió.
—Tengo la impresión de que antes no erais tan feliz como ahora.
Su hermano volvió a sonreír.
—He vuelto a oír rumores de que vuestra esposa fue pirata.
—¿Y los habéis creído?
—Por sus acólitos, se diría que es cierto.
—Entonces, debe serlo.
Cristo le vio darle vueltas a la alianza que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda.
—Cuando