Desmontó, se agacho a por una piedra y la lanzó sobre la superficie del agua como había aprendido a hacer siendo niño. ¡Dios, cuántos errores cometidos!
El tiempo retrocedió de pronto y se encontró en la escalera de entrada a casa de los padres de Nigel con la noticia de la muerte de un hijo preparada en los labios, pero sólo hasta que la puerta se abrió y el hombre que apareció al otro lado resultó ser el mismo que les había disparado inesperadamente desde el puente que había tras el camposanto de la ciudad.
Dar a entender que le había reconocido fue fatal para Cristo, y aunque se planteó echar a correr, ya era para entonces demasiado tarde. El tío de Nigel había declarado haber visto a los muchachos utilizando armas para practicar la puntería, y cuando Cristo se lo rebatió, el hombre se revolvió furioso y achacó al alcohol que los dos muchachos habían consumido su falta de memoria. Un accidente era, al fin y al cabo, una fatalidad y a nadie había que destrozarle la vida por ello.
Cristo volvió a Londres aquella misma noche para contarle a su padre la versión auténtica de los hechos, pero Ashborne se negó a creerle y le desterró a Francia obligándole a embarcar con la siguiente marea. Con el rechazo de su padre, las falsedades del tío de Nigel y una reputación que no era precisamente buena, embarcó en aquel navío sin apenas haber cumplido los diecinueve años pero con todas las tribulaciones del mundo sobre los hombros.
Recordar las palabras de Eleanor le hizo estremecerse.
«Sabed que ya os habéis llevado una buena parte de la felicidad de mi familia».
Otro pecado. ¡Y otra condena!
Falder parecía hablarle con la sabiduría de generaciones empapando sus tierras, transmitiéndole un enriquecedor mensaje de prudencia que contenía el peso de sus ancestros que se encarnaba de nuevo en el presente y más allá, su cuerpo sólo era un receptáculo de su tutela que se extendería durante el mísero número de años que Dios le hubiera destinado vivir.
Veintiocho habían pasado ya, malgastados muchos de ellos en la búsqueda de una justicia que nunca había logrado alcanzar. Un nómada. Un desconocido. Un amante. Un espía. Un hombre con una lista de rostros tan interminable como el mar y tan cambiante. Pero ahora quería permanencia. Volvió a agacharse y tomó un puñado de arena, que dejó escapar a continuación entre los dedos en aquella orilla familiar para él, conocida y querida.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y se los limpió con la manga de la chaqueta sorprendido por la intensidad del amor que le inspiraba aquel lugar. Luego se arrodilló en aquella tierra viva y palpitante y oró en voz alta:
—Perdóname, Padre, porque he pecado…
Eleanor vio a lord Cristo en el parque unos días más tarde. Su cabeza sobresalía unos cuantos centímetros por encima de aquellos que le acompañaban y el tejido de su chaqueta dibujaba a la perfección la anchura de sus hombros. Fue un alivio que estuviera mirando para otro lado, porque de ese modo tuvo la posibilidad de tomar otro camino que la condujera lejos de él. El sol arrancaba de su pelo todos los matices de dorado y plata, largo como lo llevaba más allá del cuello de la chaqueta. Girando la alianza de casada que llevaba en la mano lo recordó bajo las caricias de su mano, antes de que la culpabilidad bloquease el recuerdo y le acelerara los latidos del corazón.
Tiró levemente del ala de su sombrero para no seguir mirando. Había dormido mal aquellos últimos días. Sueños y pesadillas se habían entremezclado con la pasión prohibida, lo que la había obligada acudir a la iglesia a primera hora de la mañana para rezar pidiendo alivio para aquellos pecados de la carne. La imagen de Jesús crucificado realizada en el vidrio de colores le resultó un vívido recordatorio de lo que podía ocurrirle si llegaba a conocerse su indiscreción. El término elegido le hizo sonreír, porque la verdad de su ruina y de su pérdida era mucho más brutal.
Dos botas marrones y brillantes le cortaron inesperadamente el paso y supo a quién pertenecían antes de levantar la cabeza.
—Señora.
Cristo Wellingham la había saludado. A la luz del sol sus ojos eran mucho más claros de lo que ella los recordaba.
Unos hermosos ojos… ¡los de su hija!
La conexión la empujó a deshacerse del miedo y a espolear su determinación. Pidió a su doncella que se apartase un momento, caminó hasta la protección de una fila de olmos y se detuvo allí.
No había nadie a la vista excepto su doncella, y un poco más allá dos hombres a los que no conocía, de modo que respiró hondo para tomar aliento.
—Vuestra cuñada ha tenido la amabilidad de enviarnos una invitación a una soirée en Beaconsmeade. ¿Lo sabíais?
Él contestó que no con la cabeza.
—Nadie mejor que vos sabe que no puedo asistir.
—¿Porque podría poner en compromiso al personaje público que tan cuidadosamente habéis construido?
Su mirada de ira e incertidumbre le hizo dar un paso hacia atrás.
—¿Estáis felizmente casada, lady Dromorne?
El barniz de buena educación que había fingido de vuelta en Inglaterra resultó de pronto mucho menos obvio. Eleanor sintió en la boca el sabor al miedo como nunca antes, porque en el ámbar frío de sus ojos detectó algo que había visto en los propios a lo largo de aquellos últimos días: añoranza.
Una añoranza que ni siquiera la ira, la alerta o el buen juicio habían conseguido arrancarle. Permaneció allí muda de pie ante el caos de pérdida que los separaba y que se reflejaba en cada aliento que tomaba.
«Dile que sí, que estás felizmente casada. Dile que amas a tu marido, tu vida y el lugar que ocupas en el mundo, y que cualquier interferencia sería mal recibida e inaceptable. Dile que se vaya y que no mire atrás. Déjale claro que lo que ocurrió entre vosotros fue tan repugnante que no quieres volver a recordarlo».
Abrió la boca pero volvió a cerrarla, y la brisa del verano se coló entre ellos y le revolvió la seda del vestido acariciándole la piel del mismo modo en que él lo hizo una vez, despertando la pasión, desatando la lujuria.
Ni siquiera por Florencia fue capaz de pronunciar aquellas palabras.
—Reuníos conmigo esta noche. Tengo una residencia aquí, en Londres…
Fue él quien habló.
Arrancada violentamente del pasado al presente, aquel zafio intento de seducción fue mucho más fácil de contrarrestar.
No se podía creer que le hubiera propuesto algo semejante allí, a plena luz del día. Un hombre que podía dar al traste con su buen nombre por un simple capricho.
—Mi marido me quiere, lord Cristo, y yo soy una esposa que alaba la lealtad.
—En ese caso, tocadme.
Ella lo miró atónita.
—Tocadme y demostradme que no queda nada en absoluto entre nosotros.
Eleanor apretó los puños.
—Los impulsos de la carne son efímeros, monseigneur —le dijo, utilizando deliberadamente aquel título—. El honor, la confianza y el deber son los principios en los que se basa la vida de cualquier mujer razonable que se precie de serlo.
—¿Y vos sois razonable?
—Mucho.
Inesperadamente él dio tres pasos hacia atrás.
—La lógica y la razón no son ni la sombra de lo que es la pasión, ma chérie. Si bajaseis la guardia sólo un instante,