Hemos evocado las dificultades y sufrimientos derivados de la ausencia de paternidad. Sin embargo, todo eso no debe desanimarnos. Hay que verlo como una fuerte invitación a volver a Dios, de quien «toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra»[7].
Allí donde la paternidad humana ha estado ausente o debilitada, como es el caso en la vida de muchas personas, la paternidad divina puede revelarse como fuente de renovación y de curación. Es urgente anunciar el Evangelio, permitir a toda persona descubrir la dulce y poderosa paternidad de Dios, rencontrar a Cristo, imagen e instrumento de la misericordia del Padre, recibir la efusión del Espíritu Santo que nos hace clamar «Abba Padre», y que «atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios»[8]. Es necesario que toda persona pueda oír la voz del Padre que le dice como a Jesús: «Tú eres mi hijo amado, en ti me he complacido»[9].
Tenemos también que suplicar a Dios con insistencia para que surjan en la sociedad y en la Iglesia personas, sobre todo sacerdotes, que sean auténticos iconos de la paternidad de Dios.
[1] Lc 15, 11-32.
[2] Is 64, 5-8.
[3] Una hermosa meditación sobre la parábola del Hijo pródigo (así como sobre el célebre cuadro de Rembrandt), que es también una profunda reflexión sobre la paternidad, es el libro de Henri Nouwen El regreso del Hijo pródigo.
[4] Es una de las paradojas del mundo actual. En la esfera pública, política, se está atento a distinguir cuidadosamente el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial para un sano funcionamiento de la sociedad. Por el contrario, en la esfera privada, a causa del individualismo y del relativismo ambiente, cada individuo es impulsado a ser, además del ejecutor de sus decisiones, su propio legislador (cada uno se fabrica su moral) y su propio juez. Situación altamente malsana e insostenible a largo plazo.
[5] Ps 132, 1.
[6] Ga 3, 28.
[7] Ef 3, 15.
[8] Ro 8, 15-16.
[9] Mc 1, 11.
5.
EL DON QUE SUPONE LA PATERNIDAD
PASEMOS AHORA AL LADO positivo de las cosas, tratando de recordar en pocas palabras el don que puede suponer una verdadera paternidad para una persona que la rencuentra y la experimenta.
El padre ayuda al hijo a encontrar su verdadera identidad. En la Biblia, es el padre el que da el nombre al hijo. El nombre que no es simplemente una etiqueta, un estado civil, sino que representa la identidad profunda, la misión de la persona.
El padre confirma al hijo en su identidad, le da el sentimiento de que tiene el derecho de existir, el derecho de ser quien es. «¡Tú eres mi hijo amado, en ti he puesto todo mi amor!». Permite al hijo acceder a la verdad profunda de su ser. Sintiéndose acogido y amado plenamente tal como es, el hijo o la hija percibe que tiene el derecho a vivir según su propia identidad, tiene la libertad de ser él mismo, de desarrollar lo que posee como propio según su vocación única. Puedo tener limitaciones y debilidades, cometer a veces errores, eso no me quita en nada el derecho de ser quien soy y existir según mi propia personalidad. No soy alguien que está de más en el mundo, no tengo que sentirme culpable por existir. Puedo curarme de este sentimiento difuso, tan frecuente hoy, de sentirse de más en el mundo, o bien de deber la existencia a un puro azar.
Se me dirá que esta acogida amorosa del hijo es ante todo lo propio de la madre. Por supuesto, y el papel de la madre es muy importante. Sin embargo, puedo quizá atreverme a decir lo siguiente: es más natural para una madre acoger al hijo, para un padre es menos natural (a veces incluso es difícil), es algo del orden de una decisión, de una elección, de una palabra que compromete. El hecho de ser una elección (y no solo algo natural) da aún más importancia a la palabra del padre que acoge y valida la existencia y la identidad propia del hijo, que le reconoce como su hijo o su hija, y que va a inscribirle en el registro civil.
El padre juega un papel de mediación (no único, pero importante) para ayudar al hijo a encontrar una seguridad y una libertad interiores, para avanzar en la vida con audacia y confianza. Pienso que este «núcleo» de seguridad interior, necesario a toda persona para sentirse libre, está formado por una doble certeza, la certeza de ser amado y la certeza de poder amar. La presencia amorosa del padre me ayuda a adquirir la certeza de que soy amado, con un amor incondicional, con un amor que nunca podré perder, un amor con el que siempre podré contar pase lo que pase. Pero eso no basta. Para adquirir la verdadera seguridad interior que necesito, se requiere también saber que puedo amar. No es suficiente recibir amor, también hay que darlo. A pesar de las limitaciones e imperfecciones que puedo tener, estoy seguro de poder amar, de ser capaz de un amor desinteresado. Soy capaz de aprender a amar, de hacer el bien a mi alrededor, de dar mi vida por amor a los demás. Puedo ser un regalo para los demás. Esta segunda certeza es tan necesaria como la primera.
La presencia del padre, su actitud, su mirada, sus palabras (que no tienen necesidad de ser muchas) pueden contribuir mucho a producir en el hijo (natural o espiritual) esta doble certeza.
6.
LA BENDICIÓN DEL PADRE
QUISIERA VOLVER A DECIR ESTAS cosas de manera un poco diferente, hablando de una hermosa realidad, presente en la Escritura y en la existencia humana, que es la bendición del padre.
Con cierta frecuencia viajo a América Latina. En muchos de estos países, cuando la gente se entera de que eres sacerdote, se te acercan para pedir una bendición: «¡Padre, la bendición!». Se puede tener a veces una larga cola que se forma rápidamente.
En este hecho de pedir la bendición hay una realidad cultural, a veces un poco exagerada, pero también subyace algo muy justo. Primero porque no es la bendición de un hombre lo que la gente solicita, sino la de Dios, la del Padre celestial. Luego, porque esta petición manifiesta una actitud de humildad por una parte (no soy autosuficiente, necesito la bendición y la gracia de Dios para mi vida), y por otra parte una actitud de sencillez y de confianza: a través de la persona pobre y limitada del sacerdote (¡no se trata de canonizarlo en vida!), Dios puede conceder su bendición a los hombres, su amor y su benevolencia. En Occidente este género de demanda es más raro, pero quizá es porque hemos llegado a ser muy orgullosos y tenemos poca fe.
En el judaísmo, todos los viernes al atardecer, después de la oración sinagogal de entrada en el Shabbat, de vuelta a casa, el padre de familia bendice a cada uno de sus hijos. Tampoco deja de honrar a la esposa con el canto de Eshet Hail [1]. La noción de la bendición del padre está muy presente en el Antiguo Testamento.
Es también una tradición en muchas familias cristianas. Cuando yo era chico, todas las noches mi padre se acercaba a la cama de cada uno de sus hijos para besarlo y bendecirlo con la señal de la cruz en la frente antes de que se durmiese.
Esta bendición del padre es de una gran importancia. El hijo que ha recibido la bendición de su padre se siente amado tal como es, gana confianza en sí mismo, puede afrontar la vida con valor y audacia, puede aceptar el riesgo de sus decisiones. La vida se convierte en una bella aventura. Al contrario, si no hay bendición de su padre, estará menos seguro de sí mismo, la vida se volverá difícil y complicada.
Un pasaje de la Escritura me parece muy significativo sobre este asunto. Es un texto del profeta Malaquías que se encuentra en