Para el sacerdote mismo, el hecho de experimentar en el ejercicio de su ministerio el despliegue de una verdadera paternidad es una gran gracia; eso da a su sacerdocio una belleza y profundidad muy estimulantes.
Tengo un gran deseo, a través de este pequeño escrito, de animar a mis hermanos sacerdotes, que lo necesitan con frecuencia, y ayudarles a creer en la fecundidad y la hermosura de su vocación. Aunque sea una realidad muy difícil y exigente, la paternidad es también la fuente de grandes alegrías. Nada más hermoso que comunicar la vida, sobre todo cuando esta vida es la vida eterna, la misma vida de Dios.
Mi libro se dirige principalmente a los sacerdotes, pero pienso que todas las personas que son llamadas a ejercer una cierta forma de paternidad (los padres de familia, los padres espirituales, los educadores, las personas que ejercen alguna autoridad…) podrán encontrar luces útiles para el modo de vivir de manera justa su responsabilidad.
1.
ALGUNAS PRECAUCIONES A PROPÓSITO DE LA PATERNIDAD DEL SACERDOTE
ESTE TEMA PIDE SER TRATADO con precaución, no solo por el contexto doloroso mencionado más arriba, sino también por otras razones.
Tenemos por supuesto la advertencia de Jesús en el evangelio de san Mateo[1]: «No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque solo uno es vuestro Padre, el celestial».
Jesús nos enseña a través de estas palabras que no hay más que una verdadera paternidad, la de Dios, y que toda paternidad humana, sobre todo la del sacerdote, no tiene sentido más que en la medida en que está al servicio de la paternidad divina, donde encuentra su origen y su finalidad en el hecho de ayudar a los hombres y mujeres a ser hijos e hijas de Dios. La paternidad del sacerdote no es algo que él posea en propiedad, sino un humilde servicio a la única paternidad esencial, la de Dios. Su propia persona no es en ningún caso la fuente ni el destino de la relación que él puede instaurar en cuanto sacerdote con aquellos que le son confiados en el marco de su ministerio. No se trata de hacerlos sus hijos, sino hijos del Padre celestial.
Señalemos también que cuando la Escritura, así como la tradición de la Iglesia, hablan del ministerio sacerdotal, la imagen privilegiada para describirlo no es la de un padre, utilizada de hecho muy raramente, sino más bien la del pastor, la del buen pastor. El buen pastor que tiene cuidado de sus ovejas, y que llega hasta a dar la vida por ellas. La gracia sacramental del sacerdocio es en primer lugar una gracia de configuración con Cristo como buen pastor. La paternidad solo puede venir luego y sobre esta base de la caridad pastoral. En cierto sentido, la paternidad no es algo que el sacerdote puede alcanzar directamente. Debe ser primero un buen pastor. Si lo es verdaderamente, podrá recibir más adelante una gracia de paternidad.
Otra observación: si la gracia del sacerdocio es ante todo una gracia de configuración con Cristo, de identificación con Cristo, este no es padre, sino que es Hijo. Aunque es legítimo hablar de la paternidad del sacerdote (cosa que creo), esta paternidad no puede encontrar su fundamento en otro sitio que en una participación en la relación filial de Jesús con su Padre.
Lo que justifica el lenguaje de la paternidad en el sacerdocio son las palabras de Jesús a Felipe en el evangelio de Juan: «¡El que me ha visto ha visto al Padre!»[2]. Jesús es el Hijo, pero viviendo plenamente esta vida filial, revela de manera nueva, hace visible, la paternidad de Dios, el amor infinitamente tierno y misericordioso del Padre por todos sus hijos. De la misma manera, si el sacerdote se deja configurar con Cristo, hace visible el rostro y el amor del Padre.
Tal vez, más aún que la reflexión teológica, lo que legitima el lenguaje de la paternidad es el testimonio, a lo largo de la historia de la Iglesia, de tantos santos obispos y sacerdotes a través de quienes se ha manifestado, por el bien de tantas personas, la paternidad de Dios. Pienso en todos los santos obispos de la historia, desde san Pablo a san Francisco de Sales y a Juan Pablo II. Pienso también en tantos santos y buenos sacerdotes, curas, fundadores, educadores o misioneros, llenos de bondad y solicitud por sus feligreses, cuya lista, si se quisiera formarla, sería probablemente más larga que este libro. Sin contar a todos esos de los que la historia no conserva ni el nombre. Ellos no reivindicaban el título de «Padre» y se sentían indignos, pero el pueblo cristiano los ha reconocido y designado como tales.
Hace algunos años, mientras visitaba las salas de la exposición sobre don Bosco, situada en la casa en que comenzó su obra con los jóvenes, en el barrio de Valdocco en Turín, quedé muy tocado por una foto que le representaba en medio de un grupo de jóvenes, todos apretados contra él, como los hijos que rodean a su padre. Imagen conmovedora de una verdadera paternidad y del afecto y reconocimiento de estos jóvenes por quien les había sacado de la miseria y de la ignorancia.
La mayor alegría en la vida de un sacerdote son, sin duda, esos momentos en que tiene la experiencia de una paternidad verdadera.
El ministerio sacerdotal es con frecuencia difícil, es vivido a veces «en la monotonía del sacrificio» (según la expresión de la pequeña Teresa) más que en un entusiasmo desbordante. La suerte de la vida cotidiana del sacerdote es muy a menudo caminar en la aridez de la fe. Hay, sin embargo, si somos fieles a nuestra misión, momentos de gracia en que sentimos llenarse nuestro corazón de un amor muy profundo, de una inmensa ternura por las personas que Dios nos confía, de un amor paternal, e incluso casi maternal, por ellos. Eso puede venir en un encuentro con un grupo de jóvenes, en la predicación a una multitud, en el contacto individual con una persona que sufre, en el marco de la confesión… Sentimos entonces que se llena nuestro corazón de un amor que es mayor que nosotros, del que nuestro corazón solo no puede ser la fuente. Experimentamos una ternura y una compasión mucho más grandes, más fuertes, y más puras de las que somos capaces naturalmente. Es Dios que viene a amar en nosotros, que nos da la gracia de sentir su bondad y su piedad por sus hijos. Recibimos en nuestro corazón de hombre los mismos sentimientos del corazón de Jesús, como se expresan en el Evangelio, por ejemplo, en el texto de san Mateo[3]: «Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor».
Se está a veces embargado por la compasión de la misma manera, emocionado hasta las lágrimas, y se querría poder tomar en brazos a cada una de esas personas para transmitirles toda la ternura y el consuelo de Dios.
Es entonces cuando el sacerdote está contento de serlo, cuando siente que, a pesar de sus limitaciones y miserias humanas, le es dado amar con el mismo amor con el que Dios ama a sus hijos.
Una verdadera paternidad se manifiesta así poco a poco en la vida de quienes se dejan configurar con Cristo en su vida de sacerdotes. No es algo que se pueda reivindicar o imponer a los demás: «Soy sacerdote y, a partir de ahora debes acogerme como a tu padre». Eso no funciona, sobre todo hoy. La paternidad es una cosa difícil y exigente, que se merece poco a poco, por actitudes justas, en un camino de conversión continua hacia un amor puro y desinteresado. No se puede dar moneda falsa al pueblo de Dios; se da cuenta muy pronto. No se deviene padre más que muy progresivamente, en particular por un total olvido de sí.
Ser sacerdote y representar al Padre no es un título de gloria, sino una enorme responsabilidad. Cuántas personas se han alejado de la Iglesia por haber quedado heridas por la actitud de algunos sacerdotes.
[1] Mt 23, 9.
[2] Jn 14, 9.
[3] Mt 9, 36.
2.
UNA PENTECOSTÉS SACERDOTAL
CON TODO, CREO QUE EL SEÑOR prepara una renovación del sacerdocio, y que todas las recientes revelaciones dolorosas sobre el pecado de algunos sacerdotes, aunque sin duda son una invitación a una purificación y una renovación en