¡Que el amor sea contigo!
Según los psiquiatras que se han embarcado en una exploración molecular de eso que gustan de llamar «el universo de un kilo y medio» —es decir, el cerebro humano—, todo lo que está ocurriendo ahora mismo se debe a la serotonina: la 5-hidroxitriptamina, o 5-ht, «el Rolls Royce de los neurotransmisores», el agente químico que regula el flujo de información en el sistema nervioso.
Un día leí en la revista Omni un artículo titulado «La neurociencia de la trascendencia» donde se explica todo. Al ingerir la alucinógena psilocibina, y más de la que me correspondía, he estimulado los receptores de serotonina y perturbado el delicado equilibrio con el que el cerebro regula la entrada de mensajes procedentes del mundo exterior, y eso genera efectos especiales.
Al mismo tiempo, los mensajes que parten en dirección a la corteza motora se ven perturbados por esa oleada de potentes moléculas sagradas, las cuales bombardean los receptores de serotonina y envían mensajes no debidos a ningún estímulo externo. Lo que ocurre aquí dentro parece provenir de ahí fuera. La cualidad subjetiva subyacente a toda experiencia acaba revelando su pertenencia al todo. La mente interior se convierte en la mente de todo cuanto nos rodea.
La serotonina y los alucinógenos que actúan como agonistas de la serotonina —como el LSD, la mescalina, la DMT y la psilocibina— también viajan al tálamo, un repetidor de todos los datos sensoriales que se dirigen a la corteza. Ahí es donde se producen las racionalizaciones conscientes, el filosofar y la interpretación de las imágenes. Ahora la corteza cerebral atribuye significado a las visiones que emanan del lóbulo límbico, ya sea un arbusto que arde o la sensación de flotar en comunión con la naturaleza. El flujo de las imágenes tiene forma de guion y está montado para conformar un espectáculo absolutamente novedoso.
¡EXACTO!
¡SÍ! Bugs Bunny empuña una escopeta de dos cañones del calibre 12 y te revienta la cabeza con un milagro.
Observo impotente cómo dos seres confluyen en el sendero. Dos figuras a las que se hace difícil atribuir categoría de realidad. Pero no son alucinaciones, simplemente se aproximan de manera muy formal y exótica, como para alguna especie de ceremonia, cubiertas con unos motivos negros y plata ornamental. Se saludan y transaccionan. El encuentro es breve y sin palabras, con muchos gestos secretos, la transacción más siniestra que haya presenciado nunca, la más privada, la más profundamente de mi no incumbencia. Iniciados de lo insondablemente inescrutable. Mi vista sigue unos patrones demasiado geométricos como para ponerles cara. En el lugar de la cabeza, tienen mitos.
Después de eso concluyo que ya he tenido más que suficiente. Gateo hasta la tienda. Se halla a menos de metro y medio pero, por alguna razón, también algo más lejos que el fin de los tiempos. Está oscura y cerrada y me encuentro a salvo de lo que hay ahí fuera pero no de lo que hay aquí dentro: el cataclismo inminente, la inmensidad implosiva, la jocosa enormidad.
Han pasado entre veinticinco minutos y veinticinco mil años desde que ingerí las setas, y disponemos ya de los resultados de este experimento. La pregunta era: ahora que ha transcurrido un cuarto de siglo desde mi última experiencia química, ahora que mi alma está despierta y he dejado de ser un delincuente hedonista para convertirme en un ciudadano de la vida que cree en la eternidad, ¿tiene algo que aportarme espiritualmente un viaje psicodélico? Y la respuesta definitiva es sí; creo que es posible; gracias; y ahora, ¿cómo se apaga esto?
Porque ¿y si llega el fin del mundo y Jesús baja montado en una nube y me encuentra atrapado en esta birriosa bola de fuego, hecho cisco por culpa de los químicos? ¿Se acerca el fin del mundo? Dios acecha fuera del cuarto de juegos. La revelación y el fin de los juguetes. La espantosa posibilidad de tener que vérmelas con algo.
Y los tambores, los tambores, los tambores. Cincuenta mil viajes de ida y vuelta a la luna con cada golpe de tambor.
Cuatro horas después consigo descorrer la cremallera del saco de dormir: una hazaña equiparable a la conquista del Everest. Me meto dentro y ahí me hago fuerte.
¡Yo y mi saco de dormir! ¡Ahora sí que estamos progresando, amigo mío!
Al cabo de varias horas salgo a gatas al universo y tomo posesión del lugar que me corresponde en el espacio exterior, apuntalado sobre la superficie del planeta. No es lluvia lo que llueve, solo luz de estrellas.
El músico ese de Austin, el amigo de Joey, ese tal Jimmy G, está sentado a mi lado con una guitarra alucinógena y me canta serenatas casi hasta el amanecer. Ronda los cincuenta años, tiene el pelo blanco, está muy flaco y sobre su piel discurre un incesante caleidoscopio de colores tenues. Me parece inconcebible que un genio de este calibre, cuyas rimas dicen todo cuanto decirse pueda y cuyos temas son más dulces y más tristes y más salvajes y más alegres y más melódicos que ningún otro en la historia, viva en Austin como una persona cualquiera, componiendo sus canciones. Canciones sobre cómo dirigir bien nuestro corazón, amarnos los unos a los otros, vivir en paz, compartir la riqueza, cuidar de la madre tierra.
Para entonces, los tambores han cesado en todo el mundo. En la tienda que hay junto al sendero, unos adolescentes de los Ohana preparan té sobre una hoguera sin dirigirse la palabra. Nadie habla en todo el bosque Ochoco; es el momento de la meditación. Hoy es Cuatro de Julio, la hora central del Arcoíris. Ha habido mucha fiesta, pero hoy es el día de la fiesta. La idea es guardar silencio y meditar desde el amanecer hasta mediodía. Y luego, a ponerse bien alegres.
Joey y yo deambulamos por ahí viendo cómo el personal empieza la jornada sin hablar. Lo único que quiebra el extraño silencio son dos perros que ladran y un tipo en cueros que delira como si estuviera borracho, pero que delira de verdad, que finta y embiste a la gente como un toro, trompicando entre las hogueras del Círculo de Trueque.
A las doce en punto, empiezan los aullidos. El salvaje lamento de los hippies humanos imitando a los lobos. Minutos después, los tambores. En el gran prado donde el Círculo se reúne a las horas de comer, todo el mundo danza dando brincos, algunos desnudos, otros con ropa, otros vestidos de barro. El sol cae a plomo y el grupo crece hasta convertirse en una turba del tamaño de un campo de fútbol. Un tipo vierte Gatorade con una jarra en la boca abierta de la gente, otro los riega con una manguera conectada a una mochila llena de agua, estilo exterminador de plagas: es el cazasudores. ¡Y sube y sube de volumen! Me echo a dormir debajo de un arbusto.
Poco antes del atardecer, me levanto, regreso al Círculo y percibo una disminución clara y palpable de las vibraciones. Falta comida y faltan drogas. El grupo se ha disgregado por los distintos campamentos, el son del círculo de tambores, formado por aproximadamente un centenar de percusionistas delirantes, resuena de forma intermitente desde un par de rincones escondidos en el bosque.
Mientras el sol se pone por el oeste, negros cumulonimbos se acumulan en el sur: una tregua, un punto muerto, un regreso al silencio matinal mientras la Familia Arcoíris observa la formación de la borrasca, que se concentra en la mitad meridional de un cielo por lo demás despejado.
De pronto, un arcoíris se derrama desde las pálidas alturas.
La imagen del cuadrante, abigarrado y perfecto, suscita una salva de aullidos simultáneos que crecen y no cesan, y los tambores arrancan desde todas direcciones. El arcoíris se hace doble, triple, y los tambores y los aullidos no pueden compararse con nada que haya oído nunca, es una Señal de las Alturas —¡que el amor sea contigo!—; empieza entonces un monstruoso espectáculo lumínico: los cumulonimbos de tonos carmesíes frente al sol poniente, los tres arcoíris, y ahora el zigzagueo de los rayos y el trueno profundo e invencible; cada relámpago y cada estallido es contestado por el ululato salvaje de diez mil voces: ¡una conversación con el Espíritu del Todo durante el Espectáculo del Divino Cuatro de Julio! ¡Eso sí es dabuten! ¡La Gran Diosa Materno-Paternal es una hippie!
Y este es el motivo por el que determinadas personas no deberían jugar con pociones mágicas: durante toda la función no dejo de pensar que tendría que haberme dejado algo para hoy, que debería estar de colocón para disfrutar del espectáculo. Olvidando