Según lo que ha leído, los montes Bonanza abundan en «intrusiones graníticas»: bloques de granito que se abren paso desde las profundidades, señal de que se han formado a una temperatura y una presión muy elevadas, lo cual favorece la presencia de vetas de cuarzo que, a su vez, suelen contener oro.
De acuerdo con los cálculos de un equipo de prospección geológica, la zona del lecho principal del arroyo contiene unos diez dólares de oro por metro cúbico de tierra: unos quinientos millones de dólares del precioso metal solamente en esta porción de la concesión de Richard.
Otros antes que él ya habían encontrado oro. El primer depósito de oro de los montes Bonanza se construyó en un árbol junto al río en 1913 y pertenecía a una pareja de prospectores que hicieron ese mismo viaje por río y a pie, acarreando el equipo sobre su espalda. La pequeña casa del árbol sigue ahí, pero dentro ya no hay nada. En cuanto a Richard Busk, todo lo que usa, incluidas dos retroexcavadoras, se lo hace traer en avioneta o helicóptero. Necesita toda la maquinaria que pueda transportar hasta ahí, ya que su concesión cubre un total de unas seis mil hectáreas. Adquirió el terreno hace once años y resulta evidente que ha encontrado oro, solo que nunca le ha dicho a nadie cuánto exactamente. Lo suficiente para ir pagando avionetas.
Al cabo de unos días deja de llover. La parejita sube a la loma que hay al otro lado y echa un vistazo a la nada que se despliega en un radio de cien kilómetros: los montículos de tintes oliváceos se extienden hasta los confines del mundo, y desde todas partes llega una especie de suave música de violín que parece no provenir de ningún sitio pero que se propaga entre los matorrales y los abetos bajos cada vez que el viento se desplaza por el paisaje.
A lo largo de los días siguientes, descubren una huellas de oso de tamaño preocupante, aunque el oso en sí no se deja ver en ningún momento. Hacen amistad con una marmota gigantesca a la cual alimentan cada día y bautizan como Smithers, nombre de un pueblo de la Columbia Británica por el que pasaron hace dos semanas, cuando todavía no vivían solos en el monte sin demasiadas esperanzas de volver a ver la civilización. Los espacios que los rodean parecen infinitos, pero el mundo se va haciendo más pequeño y amistoso. La vida, reducida a lo básico y eterno, se estabiliza y canaliza su fuerza a través de unos pocos elementos: el fuego, el agua, la comida, el sexo, el oro.
Debido a su peso, el oro se mueve, cuando se mueve, corriente abajo siguiendo una trayectoria lo más recta posible y abrazándose a la cara interna de los meandros. Cuando las crecidas bajan con fuerza pueden remover los sedimentos de la orilla, arrastrando las escamas y las pepitas, pero cuando la corriente se detiene, el oro se detiene también.
Luna Uno instala su «cajón elevador» de la marca Keene —una especie de superbatea— en la confluencia de los ríos Bonanza y Synneva, donde un meandro pronunciado augura buenos resultados. Se trata de un combo portátil, con un motor Briggs & Stratton de tres caballos. El aparejo cuesta en torno a mil dólares, pero eso es calderilla comparado con el montón de oro que con él puede extraerse de las profundidades de Alaska. Una vez montado y puesto en marcha, cosa que tampoco cuesta tanto, el artilugio se alza a un metro del suelo y le ahorra a uno el 95 por ciento del trabajo. El cajón, con sus abrazaderas de acero y sus mangueras blancas, todo tan nuevo y reluciente y de aspecto casi aséptico, no desentonaría en el arsenal de un equipo de neurocirujanos. Chupa todo lo que se le pone a tiro en el lecho del río y luego, al escupirlo sobre el filtro, arma un estruendo considerable que compite con los rugidos del Bonanza.
Tiene potencia y resistencia, pero no cerebro. El operador, en teoría, debe suplir esa carencia, así como el buen hacer sin el cual el oro no sale de su escondrijo.
Porque el oro se esconde —de algún modo, parece saber que todo el mundo aspira a capturarlo, fundirlo y encerrarlo en sitios como Fort Knox— y, aprovechando su relativa pesadez, se entierra con misteriosa habilidad hasta tocar el lecho de roca, donde se oculta entre grietas y fisuras mientras toneladas de otros materiales suben a la superficie, materiales como los que Luna Uno, con sus botas de pescador, aspira ahora mismo en el río Bonanza, cuyas aguas casi heladas bajan a gran velocidad, dejándolo insensible de la cintura para abajo. El movimiento del oro es predecible, y sin embargo es condenadamente difícil de encontrar. Mientras tanto, cada pequeña cosa que brilla —cada guijarro humedecido, cada fragmento de esquisto o cuarzo reflectante, cada minúscula ala de escarabajo— exige ser inspeccionada con palpitante excitación.
Luna Uno dedica un par de horas todos los días a dragar en busca de oro en el Bonanza, y luego pasa un rato más acuclillado con la batea en el agua, lavando los sedimentos concentrados hasta obtener una arenilla negra, de la que luego se obtiene… absolutamente nada. ¡Ni rastro del oro!
Dentro de aproximadamente una semana, si es que Glenn Alsworth vuelve a recogerlos, podrán saber que Richard Busk ha regresado sano y salvo a la civilización. Con todo, al aterrizar en el aeródromo de Lake Hood, en Anchorage, el piloto con el que iba descendió demasiado deprisa y con demasiada brusquedad y acabó clavando el morro de la avioneta en la pista.
De vez en cuando oyen en el cielo el débil sonido de un motor lejano. Cuando eso ocurre, a Luna Uno le gusta subirse a la loma, gritando y agitando los brazos. Todavía falta para que Glenn Alsworth vaya a recogerlos; pasan buena parte del tiempo acordándose de Glenn y esperando que él también se acuerde de ellos.
Nuestro prospector novato no encuentra oro, pero está viviendo la gran experiencia de su vida, y si la vida fuera lo suficientemente larga, está seguro de que acabaría dragando una fortuna. Algo hay en este reluciente arroyo desbordado que sabe a oro. Y algo hay también en su interior que siente una atracción lujuriosa al contemplar esas voluptuosas aguas bajo las cuales se va puliendo el oro.
Los recién casados tendrán que renunciar a sus alianzas de matrimonio —o por lo menos a hacérselas con el oro de los montes Bonanza—, pero lo cierto es que en este Edén tampoco les hacen ninguna falta. Pasan los días vagando por la soledad, descubriendo cosas que uno no puede gastar, solo guardarse dentro. Encuentran algo de paz y algo de magia, y hasta cierto punto inician el proceso de encontrarse el uno al otro.
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