—Bueno, es un segundo. Escuchame.
—Te estoy escuchando. ¿A qué marcha?
—A la de los verdes –dijo Graciela, y se apartó el teléfono de la oreja, segura de que lo próximo sería un grito, pero se equivocó.
—¿La de los ecologistas?... –preguntó Fede sin prestar ninguna atención a lo que Graciela le estaba diciendo.
—No, Fede, ¿qué ecologistas? A la de la ley del aborto.
—¡¡¡¡¿La qué?!!!!
El grito finalmente había llegado.
—¿Se volvió loca? ¿Desde cuándo va a la marcha del aborto? ¿Desde cuándo va a una marcha, mejor dicho?
—Van las compañeras, Fede. Van todas.
—¿Quiénes son todas? ¿Vos vas?
—No, yo no.
—Entonces no son todas.
—Todas las chicas de la escuela, Fede. Escuchame, no pasa nada. Miriam se ofreció a llevarlas.
—¿Y qué se mete Miriam?
—Para que no vayan solas, Fede.
—Pará un poquito. ¿”Vayan” quiénes? ¿Tenemos otra hija y yo no me había enterado?
—Todavía no sé si te enteraste de que tenemos una.
—No empieces.
—No empiezo, pero parecés el hombre de las cavernas. ¿Qué tiene de malo que vaya a la marcha?
—Tiene que hay un montón de gente, que le puede pasar algo, que no tiene edad para eso y que ni siquiera sabe de qué se trata.
—Pará un poquito…
—No, Gra, no. Olvidate. Todavía no me dijiste quiénes son “ellas”.
—Va Agustina también.
—¿Y Paula la deja?... ¿Se volvieron todas locas…? Bueno, mirá, cuando llegue a casa hablamos. Tengo que entregar unas fotos antes de las cinco.
—Te va a llamar por teléfono para pedirte permiso. Por eso te estoy avisando.
—Se lo podés anticipar: la respuesta es no.
—Bueno, hablá con ella.
Graciela cortó y Federico dejó el teléfono sobre el escritorio, sin sacar la vista de la pantalla. Diez minutos después, se había olvidado de la conversación.
A las cuatro y media en punto, Graciela estacionó el auto en la puerta de la escuela para ir a buscar a sus hijos, Julieta y Francisco. Doble fila, como siempre. Imposible encontrar un lugar. Miró el reloj. Extrañamente, hoy que ella había llegado a horario y, como no podía ser de otra manera, los chicos estaban saliendo más tarde.
Saludó, sin bajarse, a un par de madres que charlaban en la vereda. Le llegó un mensaje de Paula:
Paula nunca dejaba de poner un emoticón en sus mensajes. Sonrió. Miriam, el eterno problema.
Vio salir a Fran y le tocó bocina, al tiempo que abría el baúl.
Fran tiró la mochila adentro, se subió al auto y dio un portazo.
—¡Despacio con la puerta!
—¡Juli es una tonta! –dijo, sin saludar.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? –Graciela suspiró. Empezaba otra tarde de peleas.
—Que perdí el alfajor que me compraste…
—¿Cómo que perdiste el alfajor? ¿Dónde?
—No sé. Se me cayó. Entonces fui a buscar a Juli para que me compartiera el de ella y no quiso.
—Bueno, Fran… era de ella.
—Sí, pero me morí de hambre toda la tarde. No es justo.
Graciela sacudió la cabeza y tocó otro bocinazo para que Julieta, que acaba de salir, la viera.
Julieta tardó en despedirse de sus compañeras. Graciela volvió a tocar bocina. Finalmente llegó corriendo y se sentó en el asiento de adelante.
—Dale, Juli, que vas a llegar tarde a danza.
—Estaba arreglando lo de la marcha de mañana.
Graciela no le dijo nada.
—¿Por qué no le convidaste un poco de alfajor a tu hermano?–preguntó en cambio.
—Porque ya me lo había comido.
—¡Mentira! –gritó Fran desde el asiento trasero–. Yo te vi comer en el recreo.
—Melu me convidó unas galletitas.
—¡Mentira!
—¡Bueno, basta! –intervino Graciela–. Vos tenés que ser más cuidadoso –le dijo a Fran–, y vos –miró a Julieta–, si tu hermano tiene un problema, podés ayudarlo de vez en cuando.
—Yo siempre lo ayudo y él siempre tiene problemas –le contestó su hija.
El teléfono de Graciela empezó a sonar. Juli lo sacó de la cartera de su mamá y miró la pantalla.
—Es la tía Paula –dijo.
—Dejá, la llamo después –contestó Graciela y aceleró.
Otro atarceder de un día agitado. Estaba segura.
Paula dejó el teléfono y fue a la cocina a preparar la leche para los melli, que estaban por llegar del colegio. Organizar algo con Graciela era siempre un caos. Hasta última hora no sabía si iba a ir o no, si a qué hora, si con quién, si dónde se iban a encontrar. En fin, después de tantos años, ya estaba acostumbrada. Cuando ellas estaban en séptimo, Graciela era igual.
Escuchó la llave en la puerta. La familia había llegado.
—¿Dónde estás? –preguntó Fabi.
—En la cocina –contestó Paula–. Vengan a tomar la leche, chicos. ¿Te hago unos mates, Fabi?
—No –dijo Fabián mientras se robaba una tostada y le ponía dulce–. Tengo que volver a la oficina. Se cayó el sistema en Tutorial y nos están volviendo locos.
—Me hubieras dicho, iba yo a buscar a los chicos.
—Ya está. De paso me vino bien tomar un poco de aire. Me voy.
—¿Volvés a cenar?
—Te llamo. ¡Chau, chicos! –gritó hacia adentro.
Agustina apareció en la cocina.
—¿Hablaste con la tía Miriam? –preguntó.
—Sí, pero la tía Graciela todavía no me contestó si el tío la va a dejar ir a Julieta.
—Obvio que la va a dejar ir. Si ustedes me dejaron a mí…
—¿Qué querés decir con eso?
—Nada, má. Un chiste. ¿En qué quedaste con la tía Miriam?
—En que mañana las pasa a buscar por la escuela y se van desde ahí. Primero te busca a vos y después a Julieta.
—Genial. Le voy a avisar a las chicas.
—¡Esperá que confirmemos! –gritó Paula, sabiendo que ya era demasiado tarde para esa recomendación.
—Mañana tengo